El ánimo no es un flujo que nos invade desde afuera ni una descarga que brota desde un interior puro.
Es el resultado momentáneo de un campo en tensión, donde lo fisiológico y lo simbólico se pliegan uno sobre otro.
Por eso parece autónomo —porque no vemos la torsión que lo produce—, pero no lo es: siempre hay una determinación, aunque no sea lineal ni representable.
Lo que varía en el ánimo no es una “sustancia afectiva”, sino la posición del sujeto dentro de ese pliegue.
Un mínimo desplazamiento en el deseo, una variación en la excitación corporal, un microcambio en la relación con el Otro: eso basta para que el mundo se vea distinto sin haber cambiado.
El psicoanálisis no piensa el ánimo como flujo, sino como efecto de posición:
cómo está anudado el viviente al lenguaje en ese instante, qué punto del 1 en 2 se actualiza, dónde se tensa o distiende el lazo inconsciente que sostiene al yo.
La psicología puede medir correlatos; el psicoanálisis apunta a la forma del nudo.
Y es en ese nudo —no en un “algo” que sube o baja— donde nace la oscilación anímica.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario