Cuando se llega a cierta edad, tengo 72 años, es inevitable no pensar en la muerte. No porque la perciba cerca, sino porque la perspectiva temporal se acorta. Uno sabe que el tiempo que queda no es el mismo que cuando tenía veinte o treinta años. A esa edad también se podía pensar en la muerte, pero el cuerpo decía otra cosa. Se podía proyectar cuarenta años más adelante sin que eso resultara del todo abstracto.
Hoy no es así. La vida cotidiana puede transcurrir sin grandes sobresaltos. Hay rutinas, cierta regularidad. El cuerpo se sostiene con ejercicio y con una percepción más atenta de sí mismo, con una alimentación más pensada y mejor informada. Aun así, hay umbrales que ya no se cruzan. No puedo salir a correr, no me subo a una escalera para trabajar en el techo, la sexualidad se va apagando de a poco. No es un derrumbe, es un retiro silencioso de ciertas posibilidades.
Cuando tenía
cuarenta años, si estaba apagado o no del todo bien, me iba a correr. Ese gesto
funcionaba como un reinicio. Volvía distinto, reciclado. Hoy ese recurso ya no
está disponible, y no hay otro equivalente que lo sustituya.
Por eso la
cuestión no pasa solamente por cuánto tiempo se vive, sino por cómo se habita
ese tiempo. No quiero una vida donde el tiempo siga, pero los reinicios
desaparezcan. No es que la vida se termine. Es que algunos modos de volver a
empezar van dejando de estar, y esa desaparición es gradual. Modifica la
relación con el tiempo de una manera que no siempre se puede explicar, pero que
se siente con claridad.
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