Hay figuras que la tradición literaria suele relegar a un segundo plano: el editor, el traductor, el ghost writer. Se las piensa como auxiliares, como mediadores técnicos. En realidad, encarnan de forma explícita el régimen de escritura y lectura que hoy está en juego.
El editor trabaja contra la ilusión de la obra cerrada. Reordena, corta, desplaza. Introduce discontinuidades allí donde el autor había supuesto continuidad. No agrega sentido: redistribuye fuerzas. Es un curador del texto desde dentro.
El traductor radicaliza esa operación. Al trasladar un texto a otra lengua, demuestra que el sentido no está contenido en las palabras, sino en una estructura móvil que puede sobrevivir a su propio idioma. Traducir es archivar un texto en otro sistema sin garantizar su estabilidad.
El ghost writer, por su parte, lleva esta lógica al límite. Escribe sin nombre, sin derecho al espejo. Su trabajo desarma la ficción de la autoría como origen. Allí donde el narcisismo busca firma, el ghost writer ofrece función.
Estas figuras no pertenecen al tiempo del progreso ni al de la creación ex nihilo. Trabajan con materiales previos, con restos, con fragmentos. Su tarea no es producir obra, sino mantenerla operable en distintos contextos.
Por eso no son marginales, sino centrales. En un régimen de escritura no lineal y de lectura no acumulativa, editor, traductor y ghost writer aparecen como los verdaderos operadores materiales del sentido.
No escriben para decir algo nuevo.
Escriben para que algo siga funcionando.
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