Una imagen en una pantalla no es, por sí misma, nada más que luz organizada. Puede pasar inadvertida, puede interesar, o puede atravesar al cuerpo como si fuera un acontecimiento real. Esa diferencia —entre ver y ser afectado— no depende de la pantalla ni del dispositivo, sino del modo en que el sistema perceptivo del sujeto se encuentra estructurado para recibirla.
No existe un “efecto de realidad” natural. Existe, en cambio, una condición más compleja: ciertas formas visibles son capaces de ingresar al viviente, mientras que otras quedan en la superficie, sin tocarlo. Lo que se juega en las pantallas no es la realidad misma, sino esa posibilidad: que una forma adquiera o no la potencia de ser vivida como parte del mundo.
La percepción humana nunca fue un simple registro de estímulos. Desde sus primeros pasos, un niño debe aprender que una imagen es una representación; que un trazo corresponde a un objeto; que una fotografía remite a un rostro. Ese aprendizaje no es sólo individual: es histórico. Hay pueblos que, sin exposición previa a imágenes técnicas, no leen nada en una foto; ven manchas, no escenas. Es que la percepción —aunque anclada en la biología— depende de una cultura visual que debe ser adquirida para poder “ver”.
Nuestra época es el extremo de esa adquisición. Llevamos más de un siglo habituados a imágenes bidimensionales: fotografías, cine, televisión, interfaces digitales. Cada uno de estos dispositivos fue adiestrando nuestra forma de percibir, afinando un tipo de lectura visual que hoy sentimos natural. Las pantallas no producen realidad: producen señales que nuestro sistema perceptivo, ya entrenado, puede convertir en fenómeno real si encuentra en ellas las formas que resuenan con su organización interna.
Por eso no toda imagen afecta. No basta que sea nítida o espectacular. Una forma mínima puede provocar un estremecimiento, voluptuosidad, un miedo profundo; mientras que una escena técnicamente perfecta puede no generar nada. Lo decisivo es la coincidencia entre la imagen y la estructura perceptiva del observador, estructura hecha de memoria sensorial, hábitos culturales, restos de deseo y huellas simbólicas.
La publicidad lo sabe: ha estudiado durante décadas cómo una mera imagen puede activar el cuerpo. El cine lo explota, las redes lo amplifican, los dispositivos lo refinan. Las pantallas funcionan como un campo de entrenamiento perceptivo, donde aprendemos qué ver y cómo sentirlo.
En este marco, el efecto de realidad no es un atributo de la imagen, sino una función del sujeto: un modo en que el cuerpo incorpora ciertas formas como parte de su mundo vivido.
Lo que aparece en la pantalla puede o no adquirir esa potencia. Lo decisivo no es la técnica, sino el umbral que separa una imagen de una experiencia.

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