El escritor no narcisista como función
(escritura, proceso colectivo y borramiento del autor)
La figura del escritor no narcisista no debe entenderse como un tipo humano, ni como una ética personal, ni como una posición moral superior dentro del campo cultural. Pensarlo así sería recaer, por inversión, en el mismo narcisismo que se pretende criticar. El escritor no narcisista no es una persona: es una función dentro del proceso colectivo de la escritura.
En este punto, la analogía con lo que Lacan denominó sujeto de la ciencia resulta precisa. Para Lacan, el sujeto de la ciencia no se identifica con ningún científico empírico. Ningún científico —ni siquiera el más grande— “es” el sujeto de la ciencia. La ciencia opera a condición de que el sujeto psicológico quede excluido: el saber avanza allí donde el yo no comanda. El sujeto de la ciencia no se encarna: se produce como efecto.
Algo análogo ocurre con la escritura cuando se la piensa materialistamente, como proceso social determinado por un modo de producción, tal como proponía Sollers al reclamar una disolución del continente ideológico de la literatura en una ciencia de la escritura. Si la escritura no es expresión interior ni obra cerrada, sino práctica históricamente situada, entonces el autor deja de ser origen y pasa a ser operador transitorio.
Gramsci permite afinar aún más esta perspectiva. En el análisis del trabajador colectivo, muestra cómo la cooperación real existe objetivamente, aunque no se presente como experiencia subjetiva unificada. El producto total se produce colectivamente, pero no hay conciencia inmediata de ese colectivo. En el terreno intelectual contemporáneo la situación es todavía más radical: no solo no hay conciencia del colectivo, sino que muchas veces el colectivo mismo no existe como forma organizada. Lo que existe es una dispersión de ideas, fragmentos, nociones que circulan, se cruzan, se apagan o reaparecen.
En ese contexto, el escritor no narcisista no representa a ningún intelectual colectivo ya dado. Trabaja en ausencia. Opera como si ese colectivo pudiera emerger, pero sin garantía. No funda, no totaliza, no conduce. Interviene localmente, introduce conceptos, abre líneas, deja materiales disponibles para acoplamientos futuros que desconoce.
Aquí Benjamin resulta decisivo. Cuando señala que la eficacia literaria significativa solo puede nacer del intercambio entre acción y escritura, y que el libro es a menudo el signo de una infructuosidad, no está oponiendo géneros, sino señalando una mutación histórica del régimen de transmisión. La escritura eficaz ya no es la que se clausura en una obra, sino la que actúa: la que se infiltra, se engancha, lubrica juntas invisibles del aparato social.
El escritor no narcisista es la función que aparece cuando el texto:
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no reclama propiedad,
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no exige lectura total,
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no pide reconocimiento,
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se deja continuar, traducir, deformar.
No se lo reconoce por el nombre propio ni por la firma.
No se lo identifica por una obra.
Se lo rastrea en los efectos: allí donde una escritura funciona sin centro autoral.
Un mismo individuo puede ocupar esa función en un texto y no hacerlo en el siguiente. Puede ignorar por completo cuándo la ocupa. No hay identidad que sostener, porque no hay sujeto que encarnar. Como en la ciencia, la escritura colectiva avanza cuando nadie puede decir “yo soy” su sujeto.
En este sentido, el escritor no narcisista no es una excepción marginal, sino una función necesaria en un régimen de escritura fragmentado, mediado por pantallas, atravesado por traducciones constantes entre lo académico, lo periodístico, lo político y lo práctico. Allí donde no hay obra posible, ni colectivo constituido, ni mercancía simbólica reconocible, la escritura solo puede operar como proceso abierto.
No como monumento.
No como identidad.
Sino como trabajo que circula sin saber del todo qué produce.

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