2025/12/03

El tren de los Lumière y el efecto de realidad


 La imagen técnica nunca es solamente un objeto visual. Es, ante todo, un desafío a la estructura perceptiva del observador. Su poder no reside en la pantalla, sino en la relación —histórica, cultural y pulsional— entre quien mira y aquello que aparece como figura. El llamado “efecto de realidad” no es una propiedad objetiva de la imagen, sino la posibilidad de que cierta forma visible sea reconocida por el cuerpo como acontecimiento del mundo.

La escena fundacional es conocida: en los primeros años del cinematógrafo, cuando los Lumière proyectaron un tren avanzando de frente hacia la cámara, los espectadores se levantaron de sus sillas y corrieron hacia los costados. Esa reacción no es ingenua ni primitiva: revela algo fundamental. En ese momento, la estructura perceptiva de los sujetos no estaba aún diferenciada para leer la imagen en su estatuto representacional. El tren no era “imagen de tren”: era tren. La pantalla no funcionaba como marco, sino como continuidad inmediata del espacio vivido.

Con el tiempo, esa reacción se volvió imposible. Nadie hoy huye de un tren en una sala de cine. ¿Por qué? No porque entendamos racionalmente que “es una película”, sino porque la percepción misma ha sido reeducada. La ontología del ver se transformó: aprendimos —cultural y filogenéticamente— que una imagen bidimensional es representación, que el plano es un recorte, que la ilusión se sostiene en convenciones. Esta alfabetización visual no es un saber explícito: es una modificación profunda de la arquitectura perceptiva.

Aquí aparece el núcleo conceptual:
el efecto de realidad no depende del realismo de la imagen, sino del modo en que el sujeto está preparado para incluirla o no en su mundo.
El tren de los Lumière tenía un efecto de realidad absoluto para sujetos que no contaban aún con las matrices culturales para tratarlo como ficción. La misma escena, hoy, opera como ficción por default. Y sin embargo, en otros contextos —publicidad, erotismo, terror, propaganda— imágenes mucho menos realistas logran perforar el sistema perceptivo y producir efectos corporales intensos.

Lo decisivo no es la imagen, sino la estructura perceptiva entrenada.
Esa estructura no es meramente neuronal: es histórica.
No es meramente cultural: es corporal.
No es meramente simbólica: es orgánica.

Nuestra época está saturada de imágenes técnicas. Desde la infancia, la percepción es adiestrada por fotografías, animaciones, pantallas táctiles, interfaces, videojuegos, redes. Este adiestramiento establece una nueva condición perceptiva: las imágenes ya no se leen sólo como representaciones, sino como un tipo de presencia, un modo particular de inscripción del mundo en el cuerpo. Por eso pueden provocar excitación sexual, angustia, indignación o placer sin mediación alguna: porque la percepción contemporánea está calibrada para darles un estatuto fenomenológico casi inmediato.

El ejemplo del tren corriendo hacia los espectadores muestra la genealogía:
no es la imagen la que cambia, es el observador.
No es la técnica la que produce realidad, es la curvatura perceptiva del sujeto la que decide qué tiene derecho a entrar como real.

En este sentido, el efecto de realidad no es un atributo tecnológico, sino un problema filosófico:
¿qué debe ocurrir en la percepción para que una forma visible sea incorporada como acontecimiento?
¿qué transforma a un conjunto de luces en un hecho del cuerpo?
¿cómo se constituye el umbral entre imagen y experiencia?

Esa es la verdadera cuestión.

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