2025/12/28

De la atracción- Notas para una genealogía contemporánea

 


De la atracción

Notas para una genealogía contemporánea

Las décadas del 60 y 70 suelen leerse como tiempos de cambio, revuelta y contracultura. Sobre ellas se escribió —y se escribe— con razón. Los 90, en cambio, quedaron fijados como el momento de la imposición del neoliberalismo y del llamado “fin de la historia”. Entre ambos, los años 80 aparecen muchas veces como una década menor: sin épica, sin grandes hitos, una vuelta al sentido común rutinario. Sin embargo, los 80 fueron un período refundacional del capitalismo global. Nada de lo que hoy ocurre puede comprenderse sin atender a lo que allí se gestó.

Si en los 90 el neoliberalismo se volvió visible, fue porque sus cimientos se habían construido antes. Lo social, lo económico y lo cultural se transformaron de modo silencioso pero decisivo. Las disciplinas artísticas no fueron ajenas a ese proceso: lo acompañaron, lo expresaron y, en ocasiones, lo anticiparon. En esos años se produce el fin de la sociedad de masas y comienza a configurarse lo social como un entramado de círculos íntimos, mientras emergen las llamadas mayorías silenciosas. El fenómeno mainstream se apoya, paradójicamente, en una difusión masiva que ya no busca constituir colectivos, sino desmantelarlos, promoviendo una cultura del hedonismo individualista donde priman los espacios reducidos, la privacidad y el resguardo frente a la multitud.

Este desplazamiento prepara el terreno para lo que hoy puede llamarse, sin exageración, una economía de la atracción: un régimen en el que el cuerpo, la imagen y la presencia funcionan como capital circulante, no orientado necesariamente a un fin inmediato, sino cultivado como un bien en sí mismo. La atracción deja de ser un medio —para seducir, convencer o conquistar— y pasa a ser una condición de existencia social.

El dispositivo discoteca

El fenómeno de la discoteca resulta clave para comprender este giro. Si bien los locales para bailar música grabada aparecen a mediados de los 70, es en los 80 cuando se vuelven predominantes. En la Argentina, los boliches bailables desplazan a los bailes populares a partir de 1976; con el retorno democrático, lejos de desaparecer, se sofistican. Los espacios cerrados no sólo persisten: se perfeccionan como dispositivos.

La inauguración de Studio 54 en Manhattan (1977) funciona como emblema. Por allí circulaban figuras como Andy Warhol, Mick Jagger, Salvador Dalí, Liza Minnelli o Frank Sinatra. El rasgo decisivo no era la fama, sino el derecho de admisión: la entrada no estaba garantizada. Multitudes aguardaban afuera intentando ser aceptadas. Se ingresaba —o no— según una evaluación opaca, ligada a la presencia, a la forma, a la atracción.

Aunque masivas, las discotecas producían una ilusión de aislamiento: luces, sonido, arquitectura fragmentada, pistas múltiples y sectores reservados generaban la sensación de intimidad en un espacio público. El otro se volvía decorado necesario. Se decía entonces que, si un grupo quería festejar “como en su casa”, debía hacerlo en la disco. La música de los 80 se adapta a estos entornos: acompaña un mundo donde lo social se repliega y la presencia individual gana centralidad. El cine de la época registra con claridad esta mutación, que se profundizará en los 90 y llega, con variaciones, hasta hoy.

Perfect (1985): el cuerpo como valor

En ese contexto, Perfect aparece como un documento temprano y preciso. La película no trata simplemente de aerobics ni de romance; muestra el momento en que el cuerpo entrenado comienza a valer por sí mismo. Las escenas de ejercicio, repetición y exposición no apuntan a seducir a alguien en particular. Producen campo. La atracción se vuelve ambiental.

Aquí la seducción todavía existe —hay intriga, hay vínculo—, pero empieza a quedar subordinada. El cuerpo ya no es promesa erótica clásica: es forma trabajada, presencia sostenida, capital de visibilidad. La atracción no se cultiva para algo: se habita. Perfect señala el pasaje del mito a la técnica: del encanto excepcional a los rituales cotidianos (entrenamiento, cuidado, exhibición) que vuelven reproducible la atracción.

Patrick Bateman: atracción normada

Ese proceso encuentra una figura extrema en *American Psycho de Bret Easton Ellis. Conviene insistir: la novela, no la película. Allí, Patrick Bateman no seduce; administra atracción. Su obsesión por el cuerpo, las marcas, la apariencia y los códigos no persigue un fin amoroso ni un goce claro. Encaja. Circula. Es reconocido.

La atracción se ha autonomizado hasta desacoplarse del deseo. Ya no organiza encuentros, sino circulación social. La seducción se desplaza al sistema: restaurantes, tarjetas, nombres intercambiables. El mundo seduce tanto como es seducido. La novela registra, con repetición y vaciamiento, el punto en que la atracción se vuelve valor puro, normado, sin resto humano.

Mary Fraga: “me gusta gustar”

Un tercer momento aparece en Los que aman odian. Mary Fraga, interpretada por Luisana Lopilato, no despliega una estrategia de seducción. No promete, no actúa, no dirige la escena. Permanece. Su atracción es opaca, silenciosa, casi incómoda. La seducción se produce del lado de los otros, que reaccionan, avanzan, proyectan.

Cuando Mary dice “a mí me gusta gustar”, no afirma vanidad ni cálculo. Nombra una posición histórica: la atracción como estado, como goce en sí, no como medio. No busca algo a cambio. Habita un campo que ya existe. Aquí la atracción no exige entrenamiento visible ni ritual explícito; se sostiene como presencia. Es la forma contemporánea, despojada, de un valor que ya no necesita escena.

Cierre (abierto)

De la discoteca a Perfect, de Bateman a Mary Fraga, no se trata de casos aislados, sino de un mismo desplazamiento: la atracción deja de ser excepción o acto para volverse condición ambiental. No reemplaza a la seducción; se enlaza dialécticamente con ella. La prepara, la activa, la vuelve innecesaria o la reactiva según el caso.

Vivimos, así, menos en una economía del dinero o del prestigio que en una economía de la atracción, donde la presencia vale antes de significar, y la forma organiza la vida social sin prometer nada a cambio. No hay aquí moraleja. Hay una transformación histórica de la percepción y del lazo. Entenderla no disuelve el problema, pero lo vuelve legible.

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