2016/10/21

La originalidad argentina

En la sociedad argentina existe un componente propio de las clases populares que no es de fácil asimilación por parte de los diferentes gobiernos. El macrismo gobierna desconociéndolo o como si ya lo hubiera extirpado.

Por Osvaldo Drozd*

En la Argentina cualquier gobierno se enfrentará indefectiblemente a lo que se podría denominar la originalidad local. Un cierto núcleo irreductible, una realidad rebelde que no resulta de fácil abordaje. Aunque la misma no fuera completamente identificada o caracterizada con rigurosidad científica, hubo gobiernos que intentaron subsanarla y otros que la quisieron erradicar de cuajo. En eso no cupieron medias tintas ya que los que la abordaron tibiamente fracasaron rotundamente. Hasta ahora todo indica que no está resuelta y que tiene un final abierto. Cualquier estrategia orgánica de poder no puede descuidarla y debe plantear una resolución efectiva ya sea para un lado o para el otro.

Si bien este núcleo irreductible es parte constitutiva de la estructura, también es histórico por lo que está sujeto a transformaciones y corresponde a un período determinado. Es el resultado de la constitución específica de determinas clases y fracciones de clases sociales que a partir de la década del 30 fueron conformando específicos campos de interés y rediseñando la sociedad argentina. Las clases sociales como soportes concretos de la estructura económica cuentan además con una tradición, con una cultura, con una manera peculiar y particular de abordar sus propios problemas emanados de su lugar específico en la formación social. En ese entramado complejo (cultural, social, económico, político) se desarrolla esa originalidad que posee ciertas propiedades cualitativas que permanecen a pesar de las modificaciones cuantitativas propias del paso del tiempo.

En la Argentina el fenómeno masivo de la inmigración europea a principios del siglo pasado creó un sedimento cultural en las clases populares que se integraría con la cultura autóctona y sería decisivo en la conformación de una clase trabajadora con alta tradición de lucha y organización. Por su parte, la burguesía nativa nunca pudo colocarse más que en un lugar subordinado con respecto tanto a la oligarquía terrateniente como al imperialismo de turno. Esto creó disimetrías muy marcadas en relación a las contradicciones de clase propias a la estructura nacional, lo que para cierto dogmatismo marxista siempre resultó un obstáculo, un objeto opaco que no le permitió trazar líneas de acción apropiadas y mucho menos entender la emergencia de un emblemático movimiento como el peronismo. 

En la década del ‘30 se produjo en la Argentina un incipiente pero intenso proceso de industrialización por sustitución de importaciones, o tal como lo denominaron Murmis y Portantiero, una “industrialización sin revolución industrial” (1). Un proceso en el que el rol de la incipiente burguesía no era incompatible con el predominio económico de la oligarquía terrateniente pero que sí generaba un novedoso proletariado que podía esbozar en sus reclamos los basamentos para una nueva Argentina. Si la burguesía podía conciliar con los terratenientes, la incipiente clase obrera cuestionaba objetivamente su existencia. El surgimiento de nuevas fuerzas productivas contrastaría con la estructura agroexportadora y dependiente de la formación social argentina. 

La nueva clase obrera culturalmente representaba una interesante confluencia. Integraba las mejores tradiciones de los inmigrantes europeos en relación a vetas sindicales clasistas traídas del viejo continente en su acerbo cultural, con la irrupción de grandes contingentes de población semiagraria autóctona que emigraban del campo a la ciudad y se proletarizaban rápidamente. Ambos sectores intentaban huir de la pobreza y la injusticia tanto de la Europa sumida en guerras como del campo regido por terratenientes retrógrados. Esta fusión sería la base principal de la fuerza sindical que confluiría con un sector nacionalista del Ejército proclive a impulsar un desarrollo autónomo del país. Si bien la fuerza obrera se iría a conformar durante la década del 30, sus orígenes míticos provenían de mucho antes. De figuras como Simón Radowitzky, de legendarias organizaciones como la FORA y de luchas como la Semana Trágica y la Patagonia Rebelde. Todas esas tradiciones eran parte del acerbo cultural del sindicalismo que iría a cobrar fuerza en la Década Infame. Hasta fines de esa década los sindicalistas comunistas contarían con cierto prestigio. Fueron quienes condujeron las heroicas luchas de los obreros de la Construcción en el 36, pero fueron perdiendo peso en el movimiento sindical, mientras que dirigentes de tendencias sindicalistas y anarquistas tomaron mayor protagonismo para constituirse en la base principal del movimiento que confluiría en la gran movilización del 17 de Octubre, y que conformó posteriormente el Partido Laborista que llevó a Juan Domingo Perón al gobierno en las elecciones de 1946. En ese tiempo, con la excepción de los sindicatos comunistas y algunos pocos socialistas, todo el movimiento obrero argentino fue artífice de la nueva fuerza política emergente.

En la década del 40 se constituyó en el país el más grande y poderoso movimiento sindical de Latinoamérica. Una fuerza incomparable que sería la base principal de sustentación del peronismo. Tenía razón el sociólogo Julio Godio cuando sostenía que el peronismo no tenía nada de populista porque en verdad era un movimiento nacionalista y laborista, en el cual se producía la confluencia de un grupo de militares con la clase obrera. El peronismo en el gobierno generaría con sus reformas, un plafón de derechos que los trabajadores ya no se resignarían a perder incluso hasta cuando el depuesto Perón partiera hacia el exilio. La resistencia peronista, tras el golpe del 55 y la emergencia en los 60 de numerosas organizaciones revolucionarias tanto de la izquierda como del peronismo, daban acabadas muestras de que cuando algo se pone en pie ya es muy difícil detenerlo. Desde el Cordobazo del 69 al Viborazo del 71 se produjeron incontables puebladas que hicieron inviable al gobierno militar de entonces, e hicieron que las clases dominantes tuvieran la necesidad de frenar esa oleada permitiendo el regreso del General Perón al país. La avanzada revolucionaria de los 70 representó tal vez el escalón más alto en cuanto a la intención de cómo resolver la originalidad argentina a favor de los sectores populares. Su principal antecedente habían sido los primeros dos gobiernos peronistas.

La dictadura cívico militar (1976-83) con el exterminio masivo de activistas, y el menemismo (1989-99) con la desarticulación del aparato estatal y la extensión desmesurada del desempleo a partir de la destrucción masiva de puestos de trabajo, representaron los dos momentos más profundos de cómo resolver la originalidad a favor de los sectores dominantes. Eliminar a la vanguardia política de los sectores populares e intentar diezmar a la clase trabajadora como actor económico produciendo grandes índices de marginalidad, son dos momentos diferentes pero solidarios entre sí. A pesar de ello, de los desparecidos y de los despedidos no pudieron lograrlo. Había un núcleo irreductible al que no se podía extirpar tan fácilmente.

Promediando el segundo quinquenio de los noventa surgió en la Argentina un movimiento de trabajadores desocupados que llamó la atención en todo el activismo mundial, el movimiento piquetero. No se puede entender al mismo sin saber que la larga tradición obrera argentina de lucha y organización se había trasladado al territorio donde vivían los desempleados. Militantes sociales de diferentes países vinieron al país a aprender del movimiento piquetero para llevarlo como un modelo a seguir en sus propios países en los que la desocupación también había sido grande, pero en donde los trabajadores en similar condición no tenían una iniciativa propia similar. Este hecho no es muy tenido en cuenta, e inclusive no hay trabajos sistemáticos que hablen de ello, salvo numerosos artículos de publicaciones alternativas o la propia voz de los protagonistas de entonces.

Posteriormente surgiría otro movimiento también autóctono, el de las empresas recuperadas. Los trabajadores de pequeñas fábricas -que sus patrones hacían quebrar-, haciéndose cargo de las mismas demostraban la viabilidad de unidades productivas que para el burgués argentino resultaban imposibles.

Diciembre de 2001 puso sobre la mesa el hecho de que la originalidad argentina seguía sin resolverse. Sin 2001 el kirchnerismo como proyecto hubiera sido impensable. Resultaba así una respuesta política a esa implosión. Inclusive se podría decir que los diferentes gobiernos K agrandaron el abanico de demandas populares sin poder darle una resolución estructural, aunque mejoraron considerablemente ciertos daños estructurales ocasionados por las políticas neoliberales, sin poder en muchos de los casos hacer que esos reajustes se tornen irreversibles. Cuando desde un gobierno de tinte progresista se visualizan ciertas dificultades para hacer avanzar sus reformas, ya sea por la gran oposición corporativa o por la inercia de restos estructurales provenientes de coyunturas anteriores lo que no se debiera descuidar es la base social que podría ser factor determinante en un proceso de cambio, los sindicatos y los movimientos sociales ya que en ellos habita esa originalidad señalada anteriormente.

El gobierno de Mauricio Macri lleva adelante su gestión como si desconociera ese núcleo irreductible, o en todo caso, actúa como si ya lo hubiera extirpado. Lo cierto es que mientras no aparezcan en acción organizaciones sociales, sindicales y políticas que demuestren que la originalidad sigue viva, el Establishment irá ganando tiempo y terreno porque esa originalidad sólo es factible constatarla cuando es orgánica y colectiva. Tampoco es eterna.

También hay que tener en cuenta que si los principales golpes a la originalidad fueron los propiciados por la dictadura y el menemismo, habría que ver si las respuestas posteriores de los sectores populares no fueron más que los últimos reflejos de algo que está muriendo. Esa respuesta la tiene que dar la iniciativa popular.

Berisso- 17 de Octubre de 2016

*Periodista

Nota bibliográfica:

- Miguel Murmis y Juan Carlos Portantiero-  Estudios sobre los Orígenes del peronismo. 1971


2016/10/18

Futurismo posapocalíptico

Los escenarios de futurismo posapocalíptico no muestran la destrucción de la humanidad ni del planeta, pueden mostrar ciertas catástrofes ecológicas o ciudades destruidas, pero en lo que más se insiste es en la destrucción de la sociedad.  Un futuro distópico ya no representa una sociedad totalitaria o injusta, sino la ruptura de lo social mismo. Hordas humanas enfrentadas y alguna de ellas con el poder de esclavizar a las restantes. Ese es el sueño capitalista. Desentenderse de la razón estatal y ocuparse nada más que de su propia acumulación de riquezas a como fuere. La acumulación originaria en permanencia en una extensión desmedida del belicismo. 

2016/10/15

La venganza en lo social

En las actuales sociedades la venganza está prohibida, es antidemocrática. Sólo las fuerzas de seguridad y la Justicia pueden resarcir a las víctimas. A eso se le llama hacer Justicia. Pero la venganza opera en la sociedad de forma permanente. Sólo basta mirar cualquier film del estilo thriller, policial, gore e incluso ciencia ficción para ver que la matriz principal de cualquier trama es la realización de la venganza. Un film alcanza su clímax cuando es capaz de construir al malo. A ese personaje o suma de personajes que por sus actos realizados, cualquier espectador ya desea que caiga en la más profunda desdicha. Que muera y que sufra produciendo así la venganza de quien lo había padecido. Esto en el cine es frecuente mientras que en la realidad no está permitido. En lo social un conflicto debe ser resuelto por una instancia tercera, para que el contrato no se rompa. Pero cuando se asiste a una paulatina desintegración del tejido social y se percibe la ineficacia o ausencia estatal se hace presente la venganza como alternativa. Todos los hechos de justicia por mano propia tienen que ver con eso. Para el sistema eso no resulta un problema es integrable, forma parte de diversas pequeñas tácticas que conducen hacia una permanente destrucción del contrato social. El sistema actual tiene que demostrarles a los ciudadanos que, deben ir abandonando la idea de que una instancia tercera tiene la obligación de protegerlos, pero tampoco pueden hacerlo de forma muy transparente, ya que lo que el sistema no podría soportar es que se produzca la irrupción de colectivos sociales que busquen justicia por mano propia. Lo que en las revoluciones fue denominado justicia popular. Lo que es integrable es lo que no excede lo individual. Planteado así la venganza es una prohibición que la vuelve deseable.

2016/10/10

Una aproximación metodológica

En la actualidad, la confección de plataformas teóricas que le sirvan a los sectores populares para profundizar sus luchas enfrenta una diversidad de problemas que, si no son constatados en la práctica política cotidiana, corren el riesgo de ser elementos atomizadores y en muchos casos sólo servir como rellenos ornamentales para prácticas que en los hechos van por otros carriles. Qué deban ser verificadas en la práctica no exime que desde el terreno formal abstracto no haya que plantear ciertas objeciones de tipo epistemológico y propio de aquello que se ordena con relativa autonomía en relación a la acción concreta.

Hoy a diferencia de cuando el marxismo era la principal herramienta teórica para confrontar con la práctica, existe una proliferación de discursos y saberes que provienen de experiencias ajenas a la lucha popular. Es bueno que eso suceda y que permita romper con el doctrinarismo dogmático, pero también se debiera saber que la introducción de objetos teóricos correspondientes a otros saberes hace alusión a una realidad diferente. La utilización de conceptos propios del psicoanálisis, la lingüística, la semiótica o la física cuántica por ejemplo, sirven para modelar una experiencia ajena; y solamente tras un proceso prolongado de práctica teórica pueden convertirse en conceptos propios de la lucha popular. Bien vale subrayar al respecto que el discurso teórico no se confunde con el político. El marxismo es una herramienta científica que permite dar cuenta de la formación social, pero sólo a partir de un forzamiento se convirtió en ideología política.

Hoy se utilizan ciertas variantes del marxismo para enfrentar a otras sin contar que esas diferencias parten de un acuerdo previo. De éste último ya no se habla. En esos casos en lugar de trazar o esbozar los principales elementos conceptuales, se hace de ciertas caracterizaciones un fetiche en sí mismo que entra en competencia con otros. Lo que Gramsci denominó Revolución pasiva no es conceptualmente hablando algo diferente de lo que Lenin planteo para la Revolución de Octubre ni tampoco de lo que Mao esbozó como guerra popular prolongada.  Como señalara muy bien Ben Brewster de lo que se trata en las 3 concepciones es el problema del poder dual y no el método en sí mismo. Si bien es posible que los diferentes autores hayan utilizado diferentes nombres para nombrar algo similar, en lugar de realizar las equivalencias los autores actuales privilegian las diferencias sin siquiera esbozar la eventual ruptura entre un término y otro. La utilización de “sentido común” sin emparentarlo con “ideología” resulta paradigmática.  Qué Gramsci utilizara ese término no significa para nada que pueda emparentárselo con el desprecio foucaultiano al término ideología.  

También en relación a la concepción esbozada por Foucault en relación al poder, no se puede utilizarla indiscriminadamente en cualquier lugar donde se aluda al mismo significante. La preocupación foucaultiana nunca fue la política y por ese motivo ni siquiera  formuló la posibilidad misma de un sujeto. Que se puedan utilizar conceptos de ese autor en la práctica política no significa que, se pueda hacer de todo su armazón conceptual un todo unificado que tenga el derecho de interpelar a las diferentes prácticas en su conjunto. Qué el poder foucaultiano no se pueda tomar, no significa que el poder tal como se lo señala en política no sea accesible. De hecho los que plantean que el poder se ejerce o se construye también escapan a la lógica del filósofo francés. 

2016/10/06

El “No” en Colombia es además una decisión geopolítica

Las conversaciones por la Paz en Colombia iniciadas por el presidente Santos y la guerrilla de las Farc a finales de 2012  en La Habana representaron siempre una muy buena noticia para la región. El conflicto armado que data de más de 50 años siempre le fue útil al Imperio para inmiscuirse en temas soberanos y sabotear cualquier intento emancipatorio. Hoy ante el viraje hacia la derecha que se está produciendo en el continente el triunfo del No colombiano le resulta a los sectores dominantes un dato invalorable.

Por Osvaldo Drozd

El triunfo del No en el plebiscito realizado el domingo en Colombia acerca de la convalidación o el rechazo de los acuerdos de Paz firmados por el gobierno de Juan Manuel Santos y la guerrilla de las FARC en La Habana, cuenta con diversas aristas por las que se lo pudiera abordar analíticamente. La legitimidad de un acto eleccionario en el que el ausentismo fue de  más del 62 % de los posibles sufragantes y que la opción ganadora lo hiciera por escaso margen, es un punto que no debiera descuidarse. El retorno de la figura del ex presidente Álvaro Uribe Vélez como figura emblemática de la derecha más retrógrada no sólo en Colombia sino en toda la región, tampoco es un dato a menospreciar. Mucho menos teniendo en cuenta el viraje hacia la derecha que se está produciendo en el continente ya sea por triunfos electorales o por movimientos destituyentes de gran envergadura en los que prevalecen como principales actores los grandes medios concentrados y las corporaciones judiciales. Convengamos de antemano que el signo político del presidente Santos no se caracteriza precisamente por ser el del progresismo y que su alineamiento principal es en la Alianza del Pacífico. Sin embargo, Santos siempre fue proclive a respetar la integración regional y valorar el juego que pueden producir bloques como son la Unasur o la Celac. A partir de asumir su primera presidencia en 2010 restableció relaciones diplomáticas primero con Venezuela y después con Ecuador que estaban seriamente alteradas por el gobierno de Uribe.

Un conflicto armado de larga data

Desde el surgimiento de la insurgencia colombiana en 1964 –principalmente como organismos de autodefensa campesina- se puede observar un despliegue en el tiempo y el espacio de un conflicto en permanencia que se iría complejizando al incorporar a múltiples actores y que en diferentes coyunturas aunque intentase resolverse siempre sería por andariveles unilaterales, mientras los restantes bregarían por su prosecución. Con el plebiscito del pasado domingo eso queda a las claras. Hay un sector propio del conflicto que se niega a que el mismo acabe. Y lo más interesante de todo esto es que la prosecución o no de este largo proceso de enfrentamientos, si bien favorece a un sector dominante del país neogranadino, también afecta a la región en su conjunto en cuanto a su integración y por ende una parte sumamente interesada en ello -como lo es el Imperio- no es indiferente.

El largo conflicto armado no sólo hizo que la guerrilla se propagara por diferentes regiones del país, principalmente rurales, tanto de la selva como de la montaña; sino que generó movimientos contrarios a ella como fueron las diferentes organizaciones paramilitares. En una geografía resquebrajada estos grupos armados se fueron combinando con diferentes carteles del narcotráfico generando así un entramado complejo. Las organizaciones armadas de derecha supuestamente se formaban para combatir a la guerrilla, pero en ese movimiento se emparentaban con los narcos y además le servían a la oligarquía terrateniente para desplazar campesinos y apropiarse de más tierras. Como veremos Uribe es parte de ese sector de la sociedad que siempre recibió apoyo logístico, militar y económico de los EEUU y que su principal interés objetivo es mantener esa formación social retardataria y emparentada a la barbarie.

Santos, Uribe y los intereses imperiales

En una nota escrita para el portal Rebelión, el analista colombiano Fernando Dorado sostenía que el conflicto entre Santos y Uribe responde a diferentes intereses en tanto son parte de fracciones diferentes de las clases dominantes colombianas. El actual presidente pertenece a la burguesía transnacionalizada urbana, gran financiera, gran industrial y agroindustrial, que intenta mantener su autonomía de las políticas más derechistas de la inteligencia estadounidense planteándose la posibilidad de iniciar un nuevo camino frente al problema de las drogas, como a su vez ser parte de “un bloque latinoamericano que les permita utilizar las contradicciones y tensiones que se presentan en los mercados globales”.

Dorado señalaba en 2010 que “Uribe representa una parte del campesinado rico antioqueño venido a más por su alianza con el narcotráfico” que desde finales de los ’70 “se convirtieron en grandes latifundistas con un inmenso poder territorial y económico en esa región de Colombia”, desplazando a campesinos e indígenas. “La lucha contra la guerrilla los colocó a la cabeza de los terratenientes de todo el país, especialmente de la Costa Caribe (Atlántica). Así, un poder surgido a la sombra del narcotráfico organizó un ejército propio –las Autodefensas Campesinas–, y mediante la estrategia paramilitar cooptó al aparato estatal y puso a su servicio a las fuerzas armadas”.

En una entrevista realizada por El País de España, el historiador colombiano Marco Palacios expresó que “las raíces de la continuidad del conflicto son la desigualdad básica que se expresa en el cierre social que implica el latifundio en una sociedad que apenas empieza a urbanizarse”. Según Palacios esto se expresa como “el fracaso de la consolidación del Estado colombiano”. Una tarea inconclusa que el sector al cual Santos pertenece intenta revertir mientras que el resquebrajamiento estatal le es funcional a la oligarquía paisa a la cual Uribe pertenece. Por esto, no es casualidad que el gobierno de Santos haya aceptado debatir el tema del “desarrollo rural” y el problema de la tierra como primer punto en la agenda de debate con la guerrilla iniciado a finales de 2012, y que en esa mesa –por primera vez– no estén representados los grandes latifundistas y ganaderos colombianos.

En un muy interesante artículo escrito por el analista brasileño José Luís Fiori que lleva el título “EUA, América del Sur y Brasil: seis tópicos para una discusión” publicado por el portal Amersur en septiembre de 2009, el autor señalaba que es interesante recordar y reflexionar sobre los grandes principios que orientaron la política externa de Estados Unidos con relación a América Latina en la segunda mitad del siglo XX. Estos principios fueron formulados por uno de los principales geoestrategas  estadounidenses del siglo XX, el holandés Nicholas Spykman, quien en los dos libros que escribió sobre política externa norteamericana, America’s Strategy in World Politics, publicado en 1942 y The Geography of the Peace, publicado un año después de su muerte, en 1944; delinearía en ellos la piedra angular del pensamiento estratégico estadounidense de toda la segunda mitad del siglo XX y del inicio del siglo XXI. Llama la atención según resalta Fiori, el gran espacio dedicado a la discusión de América Latina y en particular, a la “lucha por América del Sur”. Spykman parte de una separación radical entre la América anglosajona y la América de los latinos. En sus palabras, “las tierras situadas al sur del Río Grande constituyen un mundo diferente a Canadá y Estados Unidos. Y es desafortunado que las partes de habla inglesa y latina del continente se llamen ambas América, evocando una similitud entre ellas que de hecho no existe”, para rápidamente proponer dividir el “mundo latino” en dos Regiones, desde el punto de vista de la estrategia norteamericana, en el subcontinente: una primera, “mediterránea”, que incluiría a México, América Central y el Caribe, además de Colombia y Venezuela; y una segunda, que incluiría a toda América del Sur al sur de Colombia y Venezuela. Hecha esta separación geopolítica, Spykman define a “América Mediterránea como una zona en la que la supremacía de Estados Unidos no puede ser cuestionada. En cualquier circunstancia se trata de un mar cerrado cuyas llaves pertenecen a Estados Unidos, lo que significa que México, Colombia y Venezuela (por ser incapaces de transformarse en grandes potencias), estarán siempre en una posición de absoluta dependencia de Estados Unidos”. En consecuencia, cualquier amenaza a la hegemonía americana en América Latina vendrá del sur, en particular de Argentina, Brasil y Chile, la “Región del ABC”. En palabras del propio Spykman: “para nuestros vecinos al sur del Río Grande, los norteamericanos seremos siempre el “Coloso del Norte”, lo que significa un peligro, en el mundo del poder político. Por esto, los países situados fuera de nuestra zona inmediata de supremacía, o sea, los grandes Estados de América del Sur (Argentina, Brasil y Chile) pueden intentar contrabalancear nuestro poder a través de una acción común o a través del uso de influencias externas al hemisferio”. En este caso, concluye: “una amenaza a la hegemonía americana en esta Región del hemisferio (la Región del ABC) tendrá que ser contestada a través de la guerra”. Lo más interesante según Fiori “es que si estos análisis, previsiones y advertencias no hubiesen sido hechos por Nicholas Spykman, parecerían fanfarronadas de alguno de estos populistas latinoamericanos que inventan enemigos externos y que se multiplican como hongos, según la idiotez conservadora”.

Si las previsiones de Spykman aún mantienen vigencia no resulta descabellado sostener, como lo hiciera Hugo Chávez primero y hoy Nicolás Maduro, que el ex presidente colombiano Álvaro Uribe es el principal conspirador contra el gobierno legítimo de Venezuela en tanto la republica bolivariana hoy esté cuestionando la existencia de esa zona de influencia preestablecida por Spykman. El acuerdo de paz también lo afectaría, ya que Colombia se ha convertido durante las últimas décadas en la puerta de entrada del Imperio a la región y la propuesta de instalación de siete bases militares en dicho país no es ajena a ese objetivo. Pero si no existiera en Colombia ni el narcotráfico ni la guerrilla, o como a Uribe le gusta llamarlo el “narcoterrorismo castrochavista”, no habría ninguna razón para intervenir logística y militarmente en ese territorio.

El proceso de Paz iniciado en Colombia a finales de 2012 por el presidente Juan Manuel Santos respondía principalmente a una nueva configuración regional en la que primaban la integración y la relativa autonomía. No es casual que tras el fallecimiento del primer secretario general de la Unasur, Néstor Kirchner, el gobierno de Colombia haya designado primero a María Emma Mejía y hoy al ex presidente Ernesto Samper al frente del bloque regional que por otra parte fue siempre uno de los organismos más comprometidos con el acuerdo por la paz colombiana.

Con el viraje hacia la derecha que se está produciendo en Suramérica y por ende proclive a la subordinación imperial, el No colombiano se encuadra a la perfección. 

Berisso 3 de octubre de 2016