Está ampliamente difundida la idea de que una ciencia de la sexualidad sería imposible. Esta imposibilidad suele justificarse recurriendo a la teoría psicoanalítica, en particular a la afirmación lacaniana de que “no hay relación sexual”, como si el psicoanálisis mismo clausurara toda posibilidad de cientificidad en este campo. Sin embargo, esa lectura confunde un límite estructural con una prohibición epistemológica.
El axioma “no hay relación sexual” no enuncia una negación empírica ni un déficit de saber. No afirma que la sexualidad no exista, sino que no existe una relación preformada, proporcional o armónica que pueda ser escrita como ley general. Dicho de otro modo: la sexualidad no se deja formalizar bajo el modelo clásico de complementariedad. Pero ese límite no invalida una ciencia; invalida, más bien, una concepción ingenua de cientificidad.
Al interior del psicoanálisis, la sexualidad no puede convertirse en un objeto científico positivo sin perder su estatuto, ya que aparece siempre atravesada por la singularidad, la repetición y el conflicto. Pero de ello no se sigue que el psicoanálisis agote el campo de lo sexual ni que sus conceptos deban quedar confinados al interior del discurso analítico. Por el contrario: las elaboraciones de Sigmund Freud —en particular la teoría de las pulsiones, la sexualidad infantil y el concepto de fijación— constituyen un punto de partida ineludible para cualquier intento serio de construir un saber científico sobre la sexualidad.
Una ciencia de la sexualidad no podría fundarse ni en la pura anatomía ni en la pura cultura. La biología evolutiva, desde Darwin, muestra que el cuerpo no es una base fija sino un campo histórico de transformaciones. Al mismo tiempo, las adquisiciones culturales no se superponen desde afuera: modifican las condiciones mismas de desarrollo del organismo. El hecho de que un bebé nazca genéticamente preparado para hablar y caminar, sin poseer aún esas capacidades, muestra que lo biológico y lo simbólico no constituyen dos órdenes separados, sino un mismo proceso con dos vertientes.
La sexualidad pertenece a ese punto de torsión. No es reducible ni a la función reproductiva ni a la construcción cultural arbitraria. Es un campo material, histórico y conflictivo, donde la vida se organiza sin garantía de armonía. Precisamente por eso, una ciencia de la sexualidad —si ha de existir— no puede ser normativa ni totalizante, sino una ciencia de las formas, los desvíos y las fijaciones.
El relativismo contemporáneo en torno a la sexualidad, frecuentemente celebrado como signo de libertad, coincide con la hegemonía de la ideología liberal en su versión más pobre: aquella que confunde la inexistencia de una ley natural preestablecida con la inexistencia de toda legalidad. El psicoanálisis, lejos de sostener ese relativismo, introduce una exigencia más fuerte: pensar la sexualidad como un real que no se deja cerrar, pero que tampoco admite ser disuelto en la arbitrariedad.
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