2025/12/24

Sexualidad, relativismo y violencia: contra la ilusión liberal


La idea contemporánea de que la sexualidad constituye un campo puramente relativo, libre de legalidades estructurales y entregado a la autodeterminación individual, no es una conquista emancipatoria sino una regresión conceptual. Bajo la apariencia de libertad, el relativismo sexual disuelve toda inteligibilidad del fenómeno y deja el campo abierto a sus formas más brutales. Allí donde se afirma que “todo vale”, lo que aparece no es la diversidad sino la violencia sin mediación.

El psicoanálisis nunca sostuvo semejante relativismo. Muy por el contrario: al afirmar que no hay relación sexual, no proclama la inexistencia de la sexualidad ni su arbitrariedad, sino la ausencia de una armonía natural que garantice su equilibrio. La sexualidad no es libre: es conflictiva, asimétrica, históricamente producida y estructuralmente desajustada. Confundir la inexistencia de una ley natural con la inexistencia de toda legalidad es uno de los errores más graves del pensamiento contemporáneo.

El cine —como laboratorio de imaginarios sociales— ofrece una vía privilegiada para observar las consecuencias de esa confusión. El subgénero rape and revenge, surgido en los años setenta dentro del cine de explotación, constituye un archivo brutal pero elocuente. En estas narraciones, la violación no aparece como un exceso excepcional sino como el resultado de un mundo donde lo social ha sido evacuado. No hay Estado, no hay mediación simbólica, no hay ley eficaz. Allí donde la protección social desaparece, la sexualidad retorna bajo su forma más cruda: la dominación directa del cuerpo del otro.

En estas películas, la venganza no es un gesto moral sino una respuesta estructural a la inexistencia de mediación institucional. El espectador no “celebra” la venganza por sadismo, sino porque reconoce —aunque sea de forma confusa— que allí donde no hay ley, sólo queda la violencia en espejo. El aplastamiento del cuerpo del agresor no repara nada, pero restituye momentáneamente una asimetría intolerable. Ese goce del espectador es incómodo porque señala una verdad: el relativismo sexual no elimina la violencia, la redistribuye.

El contraste con la pornografía hardcore y el subgénero humiliation es revelador. Allí la violencia sexual no es vengada ni resistida, sino agradecida. La víctima consiente retroactivamente su propia anulación. Si el rape and revenge expone la violencia como intolerable, la pornografía hardcore la normaliza. La pregunta no es cuál de los dos géneros es más “moral”, sino cuál es más realista respecto de las derivas posibles de la sexualidad humana cuando se la priva de mediaciones simbólicas.

Que la sexualidad humana haya roto con los códigos biológicos elementales no es una novedad. Pero de ello no se sigue que pueda organizarse sin legalidad alguna. La sexualidad no es un instinto liberado ni una construcción voluntaria: es un campo aprendido, silencioso, conflictivo, donde el deseo se forma sin manuales y sin garantías. Su transmisión nunca fue transparente ni pacífica. Precisamente por eso, toda sociedad ha intentado regularla, a veces de manera brutal, a veces de forma hipócrita, pero nunca ignorándola.

El relativismo sexual contemporáneo —hijo directo del liberalismo tardío— pretende haber superado esas regulaciones sin ofrecer ninguna estructura alternativa. Allí donde antes había instituciones (la Iglesia, el Estado, la familia), hoy hay mercado, consumo de imágenes y narrativas fragmentadas. El resultado no es una sexualidad más libre, sino una sexualidad desanclada, entregada a fantasías de dominio que retornan sin freno.

El rape and revenge no es una anomalía cultural ni un resto reaccionario: es un síntoma. Muestra lo que ocurre cuando la sexualidad se despliega en un espacio donde lo social ha colapsado. No propone una solución, pero señala el problema con crudeza. La venganza, como la violación, es premoderna; su retorno no indica atraso cultural sino fracaso ideológico.

Una ciencia de la sexualidad —si ha de existir— no puede fundarse ni en el relativismo ni en la moralización. Debe partir de una constatación incómoda: la sexualidad es un real que no se deja pacificar, pero tampoco puede abandonarse a la arbitrariedad. El psicoanálisis no clausura esa ciencia; señala su punto de partida: allí donde no hay relación escrita, hay conflicto, repetición y violencia potencial.

Negar esa legalidad estructural en nombre de la libertad no emancipa a nadie. Sólo prepara el terreno para que la violencia reaparezca, esta vez sin nombre, sin culpa y sin límite.

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