Existe en el campo psicoanalítico una reserva casi ritual frente a la biología.
No se trata de un desconocimiento real —Freud nunca fue ajeno a ella— sino de una defensa histórica: evitar que el conflicto psíquico sea absorbido por un reduccionismo naturalista.
Sin embargo, esa defensa produjo un efecto colateral: un silenciamiento del cuerpo.
La neurosis no es un trastorno bioquímico, pero tampoco es un proceso que pueda pensarse al margen del soma. Separar radicalmente ambos planos no es una posición crítica: es una recaída en el dualismo.
El cuerpo humano no es un organismo “natural” al que luego se le añade el lenguaje.
Es, desde el inicio, un cuerpo biológicamente afectado por lo simbólico.
La palabra no flota sobre la fisiología: la pliega, la torsiona, la redistribuye.
Desde esta perspectiva, la neurosis puede pensarse como una organización específica del cuerpo vivo bajo lenguaje.
No una lesión, no un déficit químico, pero sí una configuración estable —y a veces rígida— de circuitos excitatorios, hormonales, afectivos y significantes.
El error no consiste en negar la dimensión bioquímica (eso sería ingenuo), sino en creer que dicha dimensión agota el fenómeno.
Pero el error inverso —creer que el lenguaje no deja huellas somáticas— es igualmente insostenible.
La pulsión, pensada como concepto límite, no autoriza ninguna separación tajante entre lo psíquico y lo corporal. Indica, por el contrario, un único campo con dos vertientes inseparables: excitatoria y significante.
En ese sentido, la neurosis no es un problema “de la mente” ni “del cuerpo”, sino una forma histórica y singular de fisiología atravesada por el lenguaje.
Este planteo no busca reconciliar al psicoanálisis con la biología, como si fueran disciplinas enfrentadas, sino recordar que nunca estuvieron verdaderamente separadas.
La prohibición no está en la biología: está en el miedo al reduccionismo. Y ese miedo, cuando se vuelve dogma, empobrece la clínica y la teoría.
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