2025/12/16

La antropología materialista de la inestabilidad


La tradición filosófica ha tendido a definir lo humano por sus facultades superiores: el lenguaje, la razón, la conciencia, la inteligencia simbólica. Una antropología materialista exige invertir el recorrido. No partir de lo que el hombre hace con la cabeza, sino de lo que le cuesta sostener con el cuerpo.

En ese sentido, lo propiamente humano no es la estabilidad sino su contrario: una inestabilidad estructural, una precariedad que no es accidente ni déficit, sino condición productiva.

La adquisición de la posición erecta no debe pensarse como un triunfo anatómico sino como la introducción de una falla permanente. Caminar sobre dos piernas implica un tipo de equilibrio radicalmente más complejo, más frágil, más costoso que el de cualquier cuadrúpedo. El cuerpo humano no se apoya: se corrige continuamente. Vivir de pie es vivir compensando.

Ahí comienza la historia.

La Esfinge lo sabía.
Su enigma no pregunta por la inteligencia ni por el alma. Pregunta por el modo de desplazamiento.
¿Qué ser camina primero en cuatro, luego en dos y finalmente en tres?

La respuesta —“el hombre”— suele leerse como una obviedad simbólica. Pero el núcleo material del enigma es otro: el ser humano no tiene un régimen de equilibrio estable a lo largo de su vida. La infancia, la adultez y la vejez no comparten la misma economía corporal. El bastón no es un símbolo de sabiduría: es una prótesis del equilibrio perdido.

La Esfinge no interroga al sujeto; interroga a la especie en su relación con la gravedad.

Desde esta perspectiva, la antropología materialista de la inestabilidad sostiene que el pasaje del mono al hombre no consiste en la adquisición de una esencia, sino en la entrada en un régimen de experimentación permanente. Allí donde el instinto ya no alcanza para garantizar la adecuación entre cuerpo y mundo, surge la necesidad de ensayar.

El trabajo, tal como lo piensan Marx y Engels, no es una mera actividad económica: es la forma histórica que adopta esa experimentación forzada. El cuerpo humano, inestable, debe inventar mediaciones para sobrevivir. Herramientas, técnicas, lenguajes, instituciones: todas son respuestas provisorias a una falla originaria.

Por eso el trabajo transforma simultáneamente a la naturaleza y al propio humano. No hay un sujeto previo que trabaja sobre un objeto externo. Hay un campo único de fuerzas donde el cuerpo, al actuar, se reconfigura.

Freud introduce en este mismo plano la noción de pulsión. La pulsión no es un instinto degradado ni una energía psíquica autónoma: es el nombre metapsicológico de esa indeterminación. A diferencia del instinto animal, que conoce su objeto y su fin, la pulsión humana deambula. Busca, falla, sustituye, repite. Experimenta.

La sexualidad humana es el ejemplo más evidente de esta torsión. Al perder la regulación estrictamente instintiva, el cuerpo entra en un campo de variaciones donde lo visual, lo táctil y lo oral adquieren una centralidad inédita. El llamado “catálogo de las perversiones” no es una desviación moral: es el archivo empírico de la inestabilidad pulsional.

La antropología materialista de la inestabilidad permite así pensar en continuidad:

  • la bipedestación precaria,

  • la infancia prolongada,

  • la necesidad de trabajo,

  • la mutación del instinto en pulsión,

  • la experimentación como condición vital.

Nada de esto es superación ni progreso. No hay una flecha ascendente. Hay desplazamientos, compensaciones, pérdidas que abren posibilidades.

Incluso el sueño puede leerse desde este marco: dormir es suspender momentáneamente el ejercicio del equilibrio, de la atención, de la voluntad. Es el único instante en que el cuerpo humano abandona esa corrección constante. Los sueños, entonces, no serían un reino separado, sino el residuo de una actividad que no puede apagarse del todo.

La Esfinge planteaba una pregunta sin respuesta técnica. Edipo no triunfa por su saber, sino porque reconoce la inestabilidad como condición común. El monstruo desaparece cuando se nombra aquello que se quiere negar: que el hombre no camina nunca del todo firme.

Una antropología materialista no busca estabilizar esta verdad, sino sostenerla como principio. No hay esencia humana. Hay una especie que, al no poder apoyarse definitivamente, se ve obligada a producir mundo.

La antropología materialista de la inestabilidad no concibe al hombre como un ser en progreso ni como una esencia caída. Lo concibe como un proceso abierto, resultado de una mutación corporal que no se ha cerrado y probablemente no se cerrará nunca. La especie no avanza hacia una forma final: se sostiene, vacila, inventa.

La Esfinge no fue derrotada por Edipo.
Fue mal leída.
Su enigma sigue en pie porque el hombre sigue siendo ese animal que camina —siempre— al borde de su propio desequilibrio.

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