Leí a Baudrillard por primera vez a comienzos de los años noventa. No recuerdo el orden de los libros, ni siquiera los títulos exactos. Recuerdo otra cosa: la impresión de que los textos no estaban donde debían estar, o mejor, de que podían estar en cualquier otro lugar sin perder fuerza.
No avanzaban.
Se desplegaban.
Cada fragmento parecía haber sido escrito para sobrevivir a su propio contexto. Como si no perteneciera del todo al libro que lo contenía. Como si hubiera sido pensado para ser reubicado, no desarrollado. Eso producía una lectura extraña: no acumulativa, no progresiva, más cercana al reconocimiento que a la comprensión.
En ese momento supuse algo ingenuo: creí que Baudrillard usaba algún tipo de software. No una máquina de escribir moderna, sino una herramienta que le permitiera mover bloques, desplazar párrafos, insertar fragmentos antiguos en textos nuevos. Cuando accedí a una computadora y comprobé que tal programa no existía, descarté la idea. Pensé que había confundido estilo con técnica.
Hoy veo que el error no fue la intuición, sino el objeto.
No se trataba de un software de escritura, sino de una hipótesis sobre el lector. Baudrillard escribía como si el lector ya no fuera lineal, como si no leyera en el tiempo sino en el espacio; como si no avanzara, sino que orbitara. Un lector que no suma sentido, sino que lo activa por contacto, por proximidad, por choque entre fragmentos.
Esa escritura no pide continuidad, sino circulación. No promete una totalidad, sino configuraciones provisorias. Cada texto funciona como una pieza cerrada, pero no autónoma: su sentido depende del lugar donde cae, del momento en que se la lee, del sistema de relaciones que la rodea. No hay desenlace; hay recomposición.
En los años noventa, esa forma de escribir parecía anticipar un soporte que todavía no existía. No era digital, pero tampoco pertenecía del todo al libro clásico. Era una escritura pensada para un lector que vuelve atrás, que salta, que reconoce ecos, que no obedece al orden de páginas. Un lector más cercano al montajista que al estudiante.
Hoy, con las herramientas actuales, esa intuición reaparece. No porque la tecnología explique retrospectivamente a Baudrillard, sino porque su escritura había sido concebida para un régimen de lectura que recién ahora se vuelve practicable de manera explícita.
No se trataba de escribir con máquinas.
Se trataba de escribir como si el lector ya no creyera en el progreso del texto.

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