La sexulidad humana no puede pensarse ni como una simple función biológica ni como un territorio de libertad absoluta. Reducirla a la reproducción es empobrecerla; reducirla al placer inmediato es falsearla. La sexualidad es un campo pulsional históricamente producido, atravesado por relaciones de poder, mediaciones simbólicas y formas de goce que no son neutras.
Desde una perspectiva freudiana, la sexualidad no es un dato originario transparente, sino un proceso conflictivo. Freud mostró con claridad que en su interior operan componentes sadomasoquistas, no como desviaciones excepcionales, sino como posibilidades estructurales del goce. No se trata de moralizar estas formaciones, sino de comprenderlas. Como señaló Oscar Masotta, desde Freud el masoquismo no sólo puede ser analizado: debe ser disuelto, en tanto fija al sujeto en una economía de sufrimiento.
En el presente, bajo el paradigma liberal dominante, la sexualidad no se construye deliberadamente: se produce en serie. La pornografía hardcore funciona como modelo normativo silencioso, estableciendo la violencia como prueba de intensidad y autenticidad. No se trata de una imposición explícita, sino de una pedagogía implícita del goce. Nadie la defiende abiertamente, pero millones la consumen. Ese consumo no es neutral: es una forma de convalidación.
Cuando la sexualidad deja de orientarse hacia el placer —entendido en sentido freudiano, distinto del goce compulsivo— y se organiza en torno al sojuzgamiento, las consecuencias no se limitan al ámbito íntimo. La violencia sexual no es un compartimento estanco: las ataduras, los golpes, la humillación y la cosificación del cuerpo no aparecen sólo en el dormitorio. Son expresiones de una lógica que atraviesa lo social.
Existen, sin embargo, otras formas de organización del goce. Prácticas que introducen tiempo, mediación, atención al otro y no instrumentalización del cuerpo —como ciertas elaboraciones del sexo tántrico o del orgasmo sin descarga compulsiva— no prometen armonía universal, pero sí desactivan la lógica del dominio. No eliminan el conflicto, pero lo sustraen de la crueldad.
Resulta problemático que, en nombre de la liberación, ciertos discursos presenten prácticas históricamente ligadas al sojuzgamiento como si fueran naturales, neutras o automáticamente emancipadoras. La crítica no se dirige contra la libertad sexual, sino contra la confusión entre libertad y repetición acrítica de una sexualidad producida por la violencia.
El problema no es qué prácticas se realizan, sino qué estructura de goce las organiza. Una sexualidad sin mediaciones simbólicas no es más libre: es más vulnerable a la brutalidad. Confundir la crítica al sadismo con puritanismo es una forma de no querer pensar el núcleo del problema.
La alternativa no es la represión ni la moral, sino la responsabilidad frente al goce. Pensar la sexualidad exige abandonar tanto el ideal de pureza como la ilusión liberal de que todo vale. Entre el placer y el sojuzgamiento no hay continuidad: hay una decisión estructural, siempre histórica, siempre conflictiva.
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