Conocí el psicoanálisis de manera fehaciente en 1982, a los 28 años. Mi formación original, desde los 16 o 17, había sido el marxismo en su vertiente maoísta. Durante la dictadura (1976-1982) tuve que censurar y sostener un cierto autoengaño respecto de esas ideas. A partir del análisis fui reponiendo elementos y procedimientos conceptuales que habían quedado casi apagados.
La lectura de Freud y de Lacan me hizo volver a mis
antecedentes juveniles, aunque de un modo inesperado: si los hubiera conservado
intactos, es muy probable que nunca me hubiera acercado al psicoanálisis. En
mis veinte años aceptaba sin demasiada elaboración algunas posiciones marxistas
que calificaban al psicoanálisis como metafísico. Tampoco tenía entonces un
conocimiento particularmente afinado del marxismo a pesar de mi adhesión
ideológica.
Muchos años después —más de veinte— descubrí que tampoco
sabía tanto de marxismo como creía, y me puse a estudiarlo con mayor rigor. Con
Freud y Lacan me sucede algo similar, aunque siguiendo ciertos ciclos
temporales: hay momentos de retorno en los que vuelvo a indagarlos de forma más
precisa. No se trata de acumular saber, sino de leer de otro modo en otro
tiempo.
En la vida intelectual de alguien de 72 años como yo, es
posible reconocer con bastante claridad los distintos períodos: aquellos en los
que se producía mucho y otros en los que no tanto; y, sobre todo, sobre qué se
producía, qué influencias estaban más presentes, qué problemas insistían.
A pesar de esos vaivenes, la figura de Mao quedó para mí
de un modo particular, casi como ocurre con Cristo o el Buda: no por
sacralización, sino por una forma de transmisión en la que los conceptos
estaban encarnados en la práctica. Tal vez por eso nunca ingresó plenamente en
la Academia. Los marxistas académicos, en general, no hablan de Mao.
Una de las enseñanzas centrales de Mao se apoyaba en su
modo de conducción política, que subvertía la concepción clásica de una
dirección puramente consciente. “Desde las masas para luego retornar a ellas”,
el pez en el agua, “aprender de las masas”. La relación entre el partido y las
masas a las que dirige se transforma radicalmente: es el obrero o el campesino
quien debe instruir. El partido no deja de ocupar un lugar de vanguardia, pero
se trata de un lugar topológicamente modificado.
En el análisis pude constatar algo análogo: yo era el
obrero de Mao, el que producía, y el analista, en su función de vanguardia,
facilitaba esa producción sin obturarla. Lacan le dio al viejo “paciente” el
nombre de analizante, desplazando el protagonismo hacia el sujeto y ubicando al
analista en la posición de objeto.
Encontré muchas otras similitudes que no voy a
desarrollar aquí, pero que me sirvieron para afianzar una posición: hacer de
Freud una de mis influencias intelectuales más fuertes, sin necesidad de
renunciar a una lectura materialista ni de forzar conciliaciones artificiales.
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