Hay textos que permanecen al margen de sus propias tradiciones. No porque sean menores, sino porque introducen una forma de pensamiento que todavía no encuentra alojamiento. El pasaje de la Lección XXXV (Nuevas lecciones de introducción al psicoanálisis) en el que Freud comenta el marxismo pertenece a este tipo de fragmentos. Allí no encontramos un análisis económico ni una discusión filosófica: encontramos, en cambio, el punto donde psicoanálisis y marxismo se tocan sin confundirse, como dos vertientes de una misma materia en torsión.
Freud comienza declarando su extrañeza ante las leyes “naturales” y la dialéctica histórica, que en su lectura conservan un residuo hegeliano difícil de conciliar con un materialismo riguroso. Pero esta incomodidad no se debe a una limitación filosófica, sino a algo más profundo: Freud rechaza todo materialismo que ignore el dispositivo pulsional.
Para él, la historia no se mueve por conceptos ni por leyes necesarias, sino por el empuje irreductible de la agresividad, la necesidad de amor, el deseo de poder, la aspiración narcisista y las formaciones del superyó.
Ahí se abre el verdadero núcleo del capítulo: Freud detecta que el marxismo ha mostrado, con lucidez, la influencia de las condiciones económicas sobre la vida intelectual y moral; pero también ve que esa demostración queda incompleta mientras no se atienda a la maquinaria psíquica que transmite, distorsiona y resiste esos efectos. La economía no actúa sobre individuos vacíos, sino sobre sujetos ya torsionados por la herencia simbólica y biológica, por las huellas afectivas de la infancia, por los restos culturales que insisten desde un pasado que no pasa.
En un capítulo anterior, al introducir el superyó, Freud lo formula con precisión: la humanidad no vive en el presente. Está sometida a fuerzas del pasado que conservan su eficacia incluso cuando ya han desaparecido las condiciones que les dieron origen. Ese “ayer” no es memoria representacional: es materia activa, estructura excitatoria y significante.
Leído desde aquí, su crítica al marxismo se vuelve nítida:
cualquier teoría histórica que ignore la acción material del superyó —esa sedimentación del pasado que ordena, acusa, idealiza— termina siendo idealista, por más que se proclame materialista.
Lo extraordinario es que Freud no plantea esto como oposición, sino como complemento necesario. Si las circunstancias económicas influyen sobre la vida psíquica, esa influencia sólo puede realizarse a través de la vida psíquica: a través del fantasma, del narcisismo, de la agresividad, de las formaciones idealizadas, del trabajo del superyó y de la compleja economía del deseo.
Por eso su famosa frase —tan poco comentada— cae como una cuña en la teoría social:
la sociología no puede ser otra cosa que psicología aplicada.
Dicho de otro modo: la lucha de clases, la técnica, el Estado, la ideología y las instituciones son también configuraciones libidinales, modos de organizar excitaciones, satisfacciones, culpas y obediencias.
Este punto altera toda la arquitectura del marxismo ortodoxo.
Ya no basta con modificar la infraestructura económica para transformar la vida humana. Cualquier revolución debe enfrentarse con lo que Freud llama “la indocilidad de la naturaleza humana”: no un dato biológico, sino la topología pulsional que no obedece a calendarios políticos ni a mandatos institucionales.
Las masas pueden entusiasmarse con un orden naciente mientras persiste la amenaza externa; pero ese entusiasmo no garantiza nada respecto del futuro, porque el superyó —esa voz del pasado— mantiene su poder incluso cuando el aparato social cambia de forma.
Freud es aquí más materialista que los propios materialistas: señala que la historia no es sólo conflicto de intereses, sino también conflicto de investiduras libidinales; que el poder no se sostiene por coerción económica únicamente, sino porque ofrece circuitos de satisfacción y de identificación; que cualquier orden social es, a la vez, una economía política y una economía del goce.
Marx no pudo formular esto directamente —no tenía el aparato conceptual para hacerlo—, pero su teoría queda incompleta sin ello. Y el psicoanálisis, por su parte, queda ciego si no incorpora la historicidad material que Marx iluminó. No se trata de fusionar ambas doctrinas, sino de reconocer que describen dos caras del mismo proceso:
– Marx, la vertiente histórico–productiva de la materia;
– Freud, la vertiente pulsional–topológica de la misma materia.
No dos órdenes, sino dos orientaciones del Uno, plegándose una sobre la otra (1 en 2).
Desde esta perspectiva, el fragmento freudiano adquiere un valor teórico decisivo: propone un materialismo ampliado, no sustancialista, procesual, donde la técnica, el conflicto económico, el superyó, el fantasma y la transmisión cultural forman una misma trama.
La historia es la escena donde las pulsiones encuentran canales de inscripción; la vida pulsional es el combustible que permite que las estructuras históricas se mantengan o colapsen.
Nada de esto es metáfora: es materia viva, excitatoria y significante, operando en el espesor de lo social.
Quizá por eso este texto pasó inadvertido: porque exige abandonar el dualismo base/superestructura, individuo/sociedad, naturaleza/historia, y pensar una topología donde todo se entremezcla sin disolverse, donde la economía y la pulsión se co-determinan, donde el pasado no se opone al presente sino que lo atraviesa como su condición material.
Esa topología encuentra aquí una de sus piezas más robustas:
la materia histórica es inseparable de la materia pulsional; sin Freud, el marxismo queda cojo; sin Marx, el psicoanálisis queda incompleto.
Ambos, juntos, permiten pensar el campo humano como un solo proceso no dualista, donde lo simbólico y lo excitatorio, lo colectivo y lo íntimo, lo técnico y lo libidinal, se anudan en una única arquitectura en movimiento.

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