1. El concepto freudiano de límite
La partición entre lo corporal y lo anímico no nace con Freud. Es un legado cultural profundo, presente en buena parte de la medicina y la psicología modernas, que oponen —o yuxtaponen— lo fisiológico y lo psíquico como ámbitos distintos: el cuerpo, por un lado; el alma o la psique, por el otro. Freud no se inscribe en esa división: la desestabiliza desde su raíz.
En Proyecto para una psicología para neurólogos plantea, como hipótesis, que es posible formular una dinámica del proceso psíquico en términos biológicos. No busca reducir lo psíquico a lo orgánico, ni escindirlos, sino pensar su co-implicación dentro de un mismo movimiento. Cuando más tarde define la pulsión como un concepto límite entre lo somático y lo psíquico, ya no habla de dos ámbitos objetivos, sino de una diferencia conceptual interna a un mismo fenómeno.
El límite no es un tercer elemento, ni un “entre” que conecte dominios externos: es el modo en que en uno solo aparece la diferencia. Freud no introduce mediaciones; encuentra en un solo proceso —la pulsión— dos vertientes: una ligada a la excitación corporal, otra a la formalización simbólica. Es precisamente por eso que la pulsión no pertenece ni al cuerpo ni al alma: desarma la frontera misma sobre la cual descansaba esa oposición tradicional.
La clínica de la histeria es una de las pruebas más claras de esta torsión interna. Una parálisis histérica —el “no camina” inscrito en el cuerpo— no puede explicarse desde un dualismo. No hay lesión orgánica, pero el cuerpo no responde; no hay acto voluntario, pero hay inscripción. No es que un “mensaje psíquico” atraviese un puente hacia el cuerpo: la escena es una sola, y en ella lo simbólico y lo corporal coexisten como dos caras de un mismo pliegue.
Freud no une dos órdenes: halla la diferencia en la unidad misma. La pulsión, como concepto límite, nombra esa yuxtaposición estructural en la que la distinción entre lo somático y lo psíquico no es objetiva, sino conceptual.
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