Freud fue un hombre formado en la concepción científica, pero con la rara disposición de mirar allí donde la ciencia no quería mirar. En vez de protegerse con los límites del saber establecido, los llevó hasta su punto de fractura. Como aquellos viejos anatomistas que abrían cadáveres cuando hacerlo era un delito o un sacrilegio, Freud se atrevió a abrir el cuerpo invisible de la mente. Su osadía consistió en introducir el bisturí en la interioridad, en disecar los sueños, los síntomas y los deseos como si fueran órganos ocultos de una fisiología del alma.
En eso fue, paradójicamente, más científico que sus contemporáneos. Mientras la ciencia de su época limitaba su campo a lo visible, Freud descubrió que había un orden de fenómenos tan empíricos como los corporales, pero perceptibles en otro registro: el de la palabra. No se trataba de invocar misterios, sino de escuchar con rigor. El lapsus, el chiste, el olvido, el sueño, el síntoma: todos eran hechos concretos, producciones observables en la textura misma del discurso. Freud no los inventó: los oyó. Los extrajo de la experiencia, con la precisión del clínico que reconoce en un tono o en una frase el signo de una estructura.
El carácter contracultural del psicoanálisis no reside entonces en su oposición a la ciencia, sino en su radicalización. Freud no negó el método: lo transformó. Llevó la observación al terreno del decir, donde cada palabra se comporta como un órgano vivo, donde cada error o desvío revela una verdad latente. Cuando se interesó por la hipnosis, por la sexualidad, por los sueños o incluso por los efectos de la cocaína, no buscaba exotismo ni escándalo: buscaba el núcleo de verdad que toda cultura expulsa para mantenerse pura. Su gesto fue científico en el sentido más peligroso: el de quien se atreve a investigar lo prohibido.
De ese modo, el laboratorio freudiano terminó extendiéndose más allá del hospital o del consultorio. Freud incorporó a su investigación a los poetas, los dramaturgos, los novelistas. Supo que en Sófocles, en Goethe o en Shakespeare se encontraba un saber sobre el alma que la ciencia había perdido. Su lectura de Edipo, por ejemplo, no es un préstamo de la literatura, sino un descubrimiento del inconsciente a través de ella. En ese cruce entre razón y poesía, entre disección y metáfora, el psicoanálisis se constituyó como una de las experiencias más radicalmente contraculturales del siglo XX: una ciencia que se atreve a dialogar con lo que la ciencia excluye, una clínica fundada en el coraje de pensar —y de escuchar— lo impensable.
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