2025/10/04

“La mujer que no estaba allí”- Topología del deseo: percepción y fantasma en Bécquer.

 


En más de un pasaje de su obra, Sigmund Freud reconoce que los poetas saben antes y mejor que la ciencia aquello que ésta apenas se atreve a formular. En El delirio y los sueños en la “Gradiva” de W. Jensen, escribe que ellos “son valiosísimos aliados, cuyo testimonio debe tenerse en alto grado, pues suelen conocer muchas cosas existentes entre el cielo y la tierra y que ni siquiera sospecha nuestra filosofía. En Psicología, sobre todo, se hallan muy encima de nosotros los hombres vulgares, pues beben en fuentes que no hemos logrado hacer accesibles a la ciencia”.

 

En ese sentido, tanto el relato de Jensen como El rayo de luna de Gustavo Adolfo Bécquer —y quizá muchos otros textos que la memoria hoy no alcanza a convocar— confirman la observación freudiana: la literatura se adelanta a la teoría al poner en escena el enigma que atraviesa todo el pensamiento psicoanalítico: ¿qué es una mujer? Los poetas beben de percepciones que todos compartimos, pero a las que rara vez logramos dar forma conceptual. Esa imposibilidad, o ese rodeo incesante en torno a lo femenino, se repite incluso en registros muy alejados del Romanticismo. La canción popular, por ejemplo, no deja de tropezar con el mismo abismo: “Canción para una mujer que no está” de Vox Dei o “Mujer amante” de Rata Blanca no dicen lo mismo, pero se abisman en torno al mismo problema.

 

Toda la obra de Freud, como también la de Lacan, está habitada por esta pregunta que los poetas románticos ya habían presentido en la figura del fantasma amoroso, del ideal inasible o de la aparición luminosa. Quizá hoy se imponga volver a pensarla en otros escenarios: en el saber del marketing, que fetichiza el deseo bajo la forma de mercancía, o en la lógica de las redes sociales, donde lo femenino se multiplica como imagen, como simulacro y como signo de intercambio. Textos como De la seducción de Jean Baudrillard abren ese camino.

 

Y tal vez leer hoy El rayo de luna consista precisamente en esto: en descubrir cómo aquella figura huidiza que fascinó al Romanticismo continúa proyectando su luz sobre nuestras pantallas, sobre nuestros objetos y sobre nuestros vínculos.

 

El rayo de luna

 

Decir que toda percepción es un ejercicio de topología mental implica reconocer, desde el inicio, que percibir no es entrar en contacto con un mundo dado. No hay “dato” puro. La percepción no registra, configura: inscribe lo sensible en una red de relaciones simbólicas y pulsionales. No es ventana ni apertura, sino pliegue; no revela un objeto exterior, sino que anuda en torno al vacío desde el cual el sujeto se constituye.

 

En “El rayo de luna”, Bécquer narra la historia de Manrique, un joven que, en medio del bosque, cree divisar a una mujer y se enamora perdidamente de esa aparición, para descubrir al final que no era más que un reflejo fugitivo de la luz sobre las hojas. La lectura habitual ve aquí una metáfora romántica de la ilusión o de la imposibilidad del amor. Pero puede leerse de otro modo: como una parábola sobre el modo en que percepción, deseo y fantasma se entrelazan.

 

Si percibir es una operación topológica, lo que ocurre con Manrique no es un “error visual”: su mirada no confunde la luz con una mujer, sino que la configura como mujer. La percepción no encuentra objetos, los fabrica allí donde el deseo necesita alojarse. Lo percibido no es lo que está ahí, sino aquello que, en la red simbólica del sujeto, puede ser investido de sentido. El bosque no le ofrece un objeto; el deseo lo inventa, trazando sobre lo visible un contorno que no preexistía.

 

En este sentido, la percepción es un trabajo de enlace. Manrique no percibe la luna: la anuda. Su mente enlaza reflejos, sombras y movimientos en un patrón reconocible —la figura femenina— y a partir de ese nudo se despliega toda la experiencia amorosa. En el plano freudiano, el proceso primario está en marcha: condensa fragmentos, desplaza intensidades, sustituye la ausencia por aquello que puede ocupar su lugar. En términos lacanianos, lo que opera es la lógica del objeto a: la mirada no ve el objeto, sino el vacío en torno al cual el deseo se organiza.

 

La “mujer” no es una ilusión que se desvanece frente a la realidad: es el nombre que el deseo da a un pliegue de lo real. Es el efecto de una operación topológica que transforma un haz de luz en soporte de fantasía. Cuando la percepción se “corrige” y revela el supuesto error, no desaparece un objeto porque nunca estuvo ahí: lo que se disuelve es la estructura perceptiva que lo sostenía.

 

Así, Bécquer muestra sin saberlo que toda percepción funciona de esta manera: proyecta sobre lo real un dibujo que no pertenece al objeto sino al sujeto. No descubrimos lo que está, sino que producimos un espacio de sentido alrededor de un vacío. En este sentido, “El rayo de luna” no es una historia de engaño, sino un tratado poético sobre la estructura de la mirada: no vemos objetos, vemos nudos; no percibimos cosas, percibimos las trayectorias de nuestro deseo.

El desenlace no es mera desilusión, sino revelación. Cuando Manrique comprende que no hay mujer, que solo hay luz, lo que se revela es la naturaleza misma de la percepción: su poder para fabricar mundo a partir de lo que falta. En ese momento, el sujeto no se enfrenta a la falsedad de lo percibido, sino al agujero que lo sostiene.

La aparición que Manrique cree ver no es simple ilusión óptica: es la irrupción del fantasma. La luz plegada en forma femenina no representa un error, sino que escenifica el modo en que el deseo organiza su escena. El bosque, la penumbra, la soledad —todos estos elementos no son decorado narrativo sino coordenadas de una puesta en escena en la que el sujeto proyecta una figura que encarne su falta.

El fantasma no es un objeto, sino un guion inconsciente que le da forma. Por eso no importa que la mujer no exista: su función no era “estar ahí”, sino permitir que el deseo se sostuviera. La percepción, en tanto topología mental, enlaza fragmentos dispersos (luz, sombra, movimiento) y, a partir de ellos, construye una escena que responde al vacío. El fantasma es esa escena mínima donde el sujeto se encuentra deseando.

Y como en toda escena fantasmática, el desenlace no cancela la experiencia sino que la devela. Cuando Manrique descubre que no hay mujer sino un rayo de luna, no despierta simplemente de un engaño: lo que se desmorona es el montaje fantasmático que sostenía su deseo. Pero ese derrumbe no lo arroja a la nada: lo confronta con lo que Lacan llama lo real —lo imposible de simbolizar, aquello que ningún fantasma puede colmar.

Ahí radica la enseñanza más profunda del relato: la percepción no engaña, sino que sostiene la ficción necesaria para que el sujeto no caiga en el abismo del vacío. Lo que llamamos “ilusión” es la condición misma de la experiencia deseante. El fantasma no oculta lo real: lo bordea. No lo reemplaza: lo hace habitable.

Bécquer lo intuía en la frase que abre su leyenda: “Yo no sé si esto es una historia que parece cuento o un cuento que parece historia; lo que puedo decir es que en su fondo hay una verdad, una verdad muy triste, de la que acaso yo seré uno de los últimos en aprovecharme, dadas mis condiciones de imaginación.”

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