En más de un pasaje de su obra, Sigmund Freud reconoce que los poetas saben antes y mejor que la ciencia aquello que ésta apenas se atreve a formular. En El delirio y los sueños en la “Gradiva” de W. Jensen, escribe que ellos “son valiosísimos aliados, cuyo testimonio debe tenerse en alto grado, pues suelen conocer muchas cosas existentes entre el cielo y la tierra y que ni siquiera sospecha nuestra filosofía. En Psicología, sobre todo, se hallan muy encima de nosotros los hombres vulgares, pues beben en fuentes que no hemos logrado hacer accesibles a la ciencia”.
En ese sentido, tanto el relato de Jensen como El rayo de
luna de Gustavo Adolfo Bécquer —y quizá muchos otros textos que la memoria hoy
no alcanza a convocar— confirman la observación freudiana: la literatura se
adelanta a la teoría al poner en escena el enigma que atraviesa todo el
pensamiento psicoanalítico: ¿qué es una mujer? Los poetas beben de percepciones
que todos compartimos, pero a las que rara vez logramos dar forma conceptual.
Esa imposibilidad, o ese rodeo incesante en torno a lo femenino, se repite
incluso en registros muy alejados del Romanticismo. La canción popular, por
ejemplo, no deja de tropezar con el mismo abismo: “Canción para una mujer que
no está” de Vox Dei o “Mujer amante” de Rata Blanca no dicen lo mismo, pero se
abisman en torno al mismo problema.
Toda la obra de Freud, como también la de Lacan, está
habitada por esta pregunta que los poetas románticos ya habían presentido en la
figura del fantasma amoroso, del ideal inasible o de la aparición luminosa.
Quizá hoy se imponga volver a pensarla en otros escenarios: en el saber del
marketing, que fetichiza el deseo bajo la forma de mercancía, o en la lógica de
las redes sociales, donde lo femenino se multiplica como imagen, como simulacro
y como signo de intercambio. Textos como De la seducción de Jean Baudrillard
abren ese camino.
Y tal vez leer hoy El rayo de luna consista precisamente
en esto: en descubrir cómo aquella figura huidiza que fascinó al Romanticismo
continúa proyectando su luz sobre nuestras pantallas, sobre nuestros objetos y
sobre nuestros vínculos.
El rayo de luna
Decir que toda percepción es un ejercicio de topología
mental implica reconocer, desde el inicio, que percibir no es entrar en
contacto con un mundo dado. No hay “dato” puro. La percepción no registra,
configura: inscribe lo sensible en una red de relaciones simbólicas y
pulsionales. No es ventana ni apertura, sino pliegue; no revela un objeto
exterior, sino que anuda en torno al vacío desde el cual el sujeto se
constituye.
En “El rayo de luna”, Bécquer narra la historia de
Manrique, un joven que, en medio del bosque, cree divisar a una mujer y se
enamora perdidamente de esa aparición, para descubrir al final que no era más
que un reflejo fugitivo de la luz sobre las hojas. La lectura habitual ve aquí
una metáfora romántica de la ilusión o de la imposibilidad del amor. Pero puede
leerse de otro modo: como una parábola sobre el modo en que percepción, deseo y
fantasma se entrelazan.
Si percibir es una operación topológica, lo que ocurre
con Manrique no es un “error visual”: su mirada no confunde la luz con una
mujer, sino que la configura como mujer. La percepción no encuentra objetos,
los fabrica allí donde el deseo necesita alojarse. Lo percibido no es lo que
está ahí, sino aquello que, en la red simbólica del sujeto, puede ser investido
de sentido. El bosque no le ofrece un objeto; el deseo lo inventa, trazando
sobre lo visible un contorno que no preexistía.
En este sentido, la percepción es un trabajo de enlace.
Manrique no percibe la luna: la anuda. Su mente enlaza reflejos, sombras y
movimientos en un patrón reconocible —la figura femenina— y a partir de ese
nudo se despliega toda la experiencia amorosa. En el plano freudiano, el
proceso primario está en marcha: condensa fragmentos, desplaza intensidades,
sustituye la ausencia por aquello que puede ocupar su lugar. En términos
lacanianos, lo que opera es la lógica del objeto a: la mirada no ve el objeto,
sino el vacío en torno al cual el deseo se organiza.
La “mujer” no es una ilusión que se desvanece frente a la
realidad: es el nombre que el deseo da a un pliegue de lo real. Es el efecto de
una operación topológica que transforma un haz de luz en soporte de fantasía.
Cuando la percepción se “corrige” y revela el supuesto error, no desaparece un
objeto porque nunca estuvo ahí: lo que se disuelve es la estructura perceptiva
que lo sostenía.
Así, Bécquer muestra sin saberlo que toda percepción
funciona de esta manera: proyecta sobre lo real un dibujo que no pertenece al
objeto sino al sujeto. No descubrimos lo que está, sino que producimos un
espacio de sentido alrededor de un vacío. En este sentido, “El rayo de luna” no
es una historia de engaño, sino un tratado poético sobre la estructura de la
mirada: no vemos objetos, vemos nudos; no percibimos cosas, percibimos las
trayectorias de nuestro deseo.
El desenlace no es mera desilusión, sino revelación.
Cuando Manrique comprende que no hay mujer, que solo hay luz, lo que se revela
es la naturaleza misma de la percepción: su poder para fabricar mundo a partir
de lo que falta. En ese momento, el sujeto no se enfrenta a la falsedad de lo
percibido, sino al agujero que lo sostiene.
La aparición que Manrique cree ver no es simple ilusión
óptica: es la irrupción del fantasma. La luz plegada en forma femenina no
representa un error, sino que escenifica el modo en que el deseo organiza su
escena. El bosque, la penumbra, la soledad —todos estos elementos no son
decorado narrativo sino coordenadas de una puesta en escena en la que el sujeto
proyecta una figura que encarne su falta.
El fantasma no es un objeto, sino un guion inconsciente
que le da forma. Por eso no importa que la mujer no exista: su función no era
“estar ahí”, sino permitir que el deseo se sostuviera. La percepción, en tanto
topología mental, enlaza fragmentos dispersos (luz, sombra, movimiento) y, a
partir de ellos, construye una escena que responde al vacío. El fantasma es esa
escena mínima donde el sujeto se encuentra deseando.
Y como en toda escena fantasmática, el desenlace no
cancela la experiencia sino que la devela. Cuando Manrique descubre que no hay
mujer sino un rayo de luna, no despierta simplemente de un engaño: lo que se
desmorona es el montaje fantasmático que sostenía su deseo. Pero ese derrumbe
no lo arroja a la nada: lo confronta con lo que Lacan llama lo real —lo
imposible de simbolizar, aquello que ningún fantasma puede colmar.
Ahí radica la enseñanza más profunda del relato: la
percepción no engaña, sino que sostiene la ficción necesaria para que el sujeto
no caiga en el abismo del vacío. Lo que llamamos “ilusión” es la condición
misma de la experiencia deseante. El fantasma no oculta lo real: lo bordea. No
lo reemplaza: lo hace habitable.
Bécquer lo intuía en la frase que abre su leyenda: “Yo no
sé si esto es una historia que parece cuento o un cuento que parece historia;
lo que puedo decir es que en su fondo hay una verdad, una verdad muy triste, de
la que acaso yo seré uno de los últimos en aprovecharme, dadas mis condiciones
de imaginación.”
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