En El hombre del piso 99, James G. Ballard narra la historia de Forbis, un hombre insignificante que, sin saber por qué, repite el mismo ritual: subir hasta el piso 99 de los rascacielos de la ciudad y quedar paralizado a pocos metros del tejado.
Una orden hipnótica —“Suba al piso 100 y…”— lo domina desde el interior, y una
contraorden médica (“Deténgase en el 99”) no logra sino agravar el bucle.
El hombre no vive: ejecuta una instrucción.
El mandato que gobierna a Forbis no es muy distinto del que sostiene a la sociedad contemporánea.
El capitalismo ha convertido la vida en un sistema hipnótico: cada sujeto lleva
inscrito un input invisible —“goza, sube, mejora, alcanza el siguiente
nivel”—.
La diferencia con el caso clínico es sólo de escala:
la misma red pulsional que en Forbis produce vértigo y repetición, en nosotros
se traduce en deseo, ansiedad y consumo.
El capital no necesita persuadir, sólo mantener
excitado el circuito nervioso.
Su poder reside en sostener la tensión entre el piso 99 y el 100: el umbral
donde la descarga nunca llega y el impulso se recicla.
Cada compra, cada clic, cada desplazamiento en la pantalla repite el gesto de
Forbis: subir un escalón más en una escalera sin cima.
El resultado es una economía del acting out:
el deseo convertido en ejecución automática.
El sujeto ya no habla ni imagina; actúa su deseo como un comando,
descarga su energía en los objetos que el sistema le ofrece como espejos.
La conciencia, como en Forbis, llega tarde: lo que llamamos “decisión” es sólo
el eco de una orden ya cumplida.
El capitalismo es
así una hipnosis de la excitación: una organización
técnica de la pulsión que hace de la insatisfacción su principio vital.
El cuerpo humano —nervioso, dopamínico, ansioso— es el nuevo soporte del valor.
No hay afuera de esa red, como no lo hay para Forbis: el sistema de órdenes y
contraórdenes constituye la arquitectura misma de la experiencia.

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