Biopolítica de la modestia
(a propósito de Konrad Lorenz, “Sobre la agresión, el pretendido mal”)
La cultura es el experimento de la naturaleza sobre su propia forma.
Lorenz pensó la agresión no como una patología, sino como una función
vital.
Ahí radica su fuerza: devolver al instinto su lugar en la economía de la
vida, sin reducirlo a un residuo animal ni elevarlo a metáfora moral.
En su mirada, el comportamiento humano se inscribe en la larga continuidad
del proceso evolutivo; una continuidad donde la cultura no es ruptura, sino
reflexión de la naturaleza sobre sí misma.
Darwin ya había mostrado que la vida se sostiene no por la fuerza del individuo,
sino por la capacidad de las formas de mantener su relación con el entorno.
Lorenz prolonga esa intuición al nivel del comportamiento: la agresión, el
vínculo, la cooperación, el amor, son expresiones de una misma co-vitalidad.
Lo que llamamos moral es simplemente la forma simbólica de una necesidad
biológica: la supervivencia de la relación.
Desde ahí puede pensarse una biopolítica de la modestia.
No hay oposición entre cultura y naturaleza, entre instinto y razón: sólo
grados de complejidad en la misma red de vida.
La cultura no trasciende al mundo, lo duplica; no lo domina, lo interpreta.
Cada gesto humano —científico, político, amoroso— es una tentativa de la materia por pensarse, una mutación simbólica del flujo biológico.
La agresión, en este horizonte, deja de ser un mal.
Es el modo en que la vida defiende su organización, incluso cuando lo hace
de manera destructiva.
Lorenz lo sabía: lo que se reprime no desaparece, sólo se transforma.
El poder biopolítico moderno ha olvidado esa lección.
Pretende gobernar la vida desde afuera, como si no fuera él mismo una
función de esa vida.
De ahí su fracaso: la política que ignora su condición biológica termina
volviéndose autodestructiva.
Una biopolítica de la modestia no niega el poder; lo reconduce.
Entiende que gobernar cuerpos es gobernar ecosistemas, que todo control es
metabólico, y que lo humano no es el centro del proceso, sino uno de sus
pasajes.
El pensamiento, en este sentido, sólo puede ser experimental: seguir las mutaciones del mundo sin adjudicarse el papel de su autor.
La Esfinge, ese antiguo emblema del límite entre lo humano y lo animal,
reaparece en Lorenz como pregunta renovada:
¿qué queda de nosotros cuando reconocemos que la agresión, el amor o la
guerra son funciones de una misma continuidad vital?
Darwin había respondido: no hay ruptura, sólo metamorfosis.
Lorenz lo confirma: no hay mal, sólo desequilibrio en la circulación de la vida.
Pensar con él hoy exige recuperar esa humildad perdida.
Aceptar que la inteligencia no es el cerebro del mundo, sino su tentativa
de comprenderse.
En el fondo, la biopolítica que se abre aquí no es un sistema, sino una
ética:
acompañar la vida en lugar de administrarla; observar sus metamorfosis sin
apropiárselas.
💬 Epílogo:
La Esfinge no pregunta para saber. Pregunta para que el hombre recuerde que
todavía es una especie entre las demás.
Darwin respondió: no hay respuesta, sólo continuidad.
La Esfinge nos mira todavía.
No quiere saber quiénes somos, sino si aún recordamos de qué materia fuimos
hechos.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario