2025/11/07

El archivero Lindhorst (cameo y curaduría)

 

Dedicado a Fernándo San Andrés

Toda adolescencia, si tiene suerte, conoce a su archivero: alguien que no sermonea ni enseña contenidos, sino que abre pasajes. A ese alguien —para hablar con cuidado y sin nombres propios— prefiero llamarlo Lindhorst, como el del Der goldne Topf de E. T. A. Hoffmann.

En Hoffmann, Lindhorst es “archivero” sólo de fachada. Detrás de la mesa, las plumas y los legajos, vibra otra cosa: un guardián de puertas. Es salamandra, es magia fría, es conservador de un archivo que no guarda lo viejo sino lo que todavía no llegó. Su archivo no es un depósito, es una bisagra: manuscritos que de pronto son selva, tinteros que son portales, un escritorio que es umbral. Curar, para él, no es clasificar: es poner las cosas en la posición exacta para que relampagueen.

Ese Lindhorst —el literario— se nos coló adolescente por caminos que entonces no tenían internet. Aparecía con un libro, un disco, una película, y la habitación cambiaba de tamaño. Decía Hesse, y la conversación viraba de la escuela a la mística. Decía El retorno de los brujos, y lo oculto se mezclaba con la ciencia. Decía ciencia ficción, y el porvenir entraba por la ventana como aire. No argumentaba: curaba. Era un curador de atmósferas.

Y un día trajo BergmanVargtimmen. La hora del lobo. Esa película no la “vimos”: se nos hizo. Hoy me gusta pensar —licencia poética, pero verdadera en su efecto— que Bergman no puso un actor más en ese film: invitó al propio Lindhorst de Hoffmann a entrar en el elenco. No como personaje nombrado, sino como tono: esa figura que, sin aparecer, acomoda los objetos en la escena para que el mundo visible se agriete y deje pasar lo que estaba del otro lado.

Mirá la lógica: Vargtimmen no explica; dispone. Cambia la luz de una habitación, gira apenas una silla, deja un silencio más largo de lo debido, y de pronto el día cae en un pozo. Eso hace un archivero verdaderocura la posición de las cosas. No produce contenidos: afina la distancia entre ellas para que lo real se filtre. En Bergman, esa curaduría es exacta; en Hoffmann, es encantamiento administrativo. En nuestra adolescencia, fue un amigo con discos, libros y entradas del cine club.

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