El toro de Íris es la figura topológica de la reciprocidad perceptiva.
Designa el campo continuo donde el viviente y lo visible
se pliegan uno sobre otro sin confundirse, produciendo la experiencia del mundo
como co-presencia.
Íris —diosa del arco y del color— representa la
refracción: el paso de la luz a través de un medio que la divide sin romperla.
El toro, superficie sin interior ni exterior absolutos,
expresa esa misma lógica: lo que retorna sobre sí y, al hacerlo, comunica sus lados.
Su curvatura es un lazo, no una línea: cada punto se enlaza con todos los demás mediante una torsión.
El toro de Íris es, entonces, la metáfora formal de la
sinapsis topológica:
el lugar donde percibir y ser percibido son el mismo
acto.
No hay sujeto ni objeto, sólo el tránsito lumínico que
los hace coexistir.
Allí lo real no se opone a la forma;
se manifiesta en el pliegue que mantiene la forma
abierta,
en la vibración que une lo excitatorio y lo simbólico,
la materia y el sentido.
Ver es recorrer el toro: pasar una y otra vez por el
punto en que la mirada y lo mirado se encuentran.
El pensamiento, al abstraer, repite ese recorrido;
cada idea es una órbita más en el mismo cuerpo de luz.

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