2025/10/02

La falacia seudocientífica de Spencer

Herbert Spencer (1820-1903)

El denominado darwinismo social no deja de ser una falacia ideológica que en nombre de Darwin convierte a una profunda elaboración conceptual sostenida en la ciencia, en una burda creencia terraplanista.

 

El error del “darwinismo social” 

Cuando Spencer (imágen) y luego ciertos ideólogos del siglo XIX acuñan la idea de “supervivencia del más fuerte” y la aplican a la sociedad humana, cometen una doble falsificación: 

1. Conceptual:  reducen el proceso evolutivo —que en Darwin es un fenómeno de poblaciones, no de individuos— a una lucha individualista.

2. Ontológica: suponen que la fuerza o la aptitud reside en un sujeto aislado, desconectado de su medio, cuando Darwin subraya justamente lo contrario: la aptitud es siempre relacional.

Para Darwin, una especie sobrevive no porque sus miembros sean “fuertes” en sí mismos, sino porque logran adaptarse en conjunto a un medio cambiante. Y “adaptarse” implica transformarse, cooperar, diversificarse, establecer relaciones funcionales con el entorno.

 

De la adaptación a la Co-vitalidad

 

Definiendo a la Co- vitalidad como condición constitutiva de lo vivo según la cual ninguna parte puede existir, persistir o desplegar su forma propia fuera del entramado de relaciones que la sostiene; vivir es, siempre, vivir con y en otros.

Si miramos la selección natural desde la perspectiva que venimos desarrollando, el concepto de Co-vitalidad aparece como su sustrato profundo.

Ninguna especie evoluciona en el vacío. Lo hace *en relación* con otras especies, con el ambiente, con la competencia y la cooperación.

Las adaptaciones no son propiedades intrínsecas de individuos aislados, sino respuestas colectivas inscritas en redes ecológicas.

Incluso la “fuerza” —si queremos seguir usando ese término— es *co-fuerza*: surge de la interacción entre organismos y medio. 

Esto implica que la vida no progresa por la eliminación del débil, sino por el tejido cada vez más complejo de relaciones que sostienen la existencia. La diversidad, la simbiosis, la interdependencia son expresiones de esa co-vitalidad.

 

La falsificación ideológica: del organismo a la competencia

 

El darwinismo social, al trasladar una lectura individualista a la esfera política y económica, convierte una descripción biológica en una ideología: la sociedad sería un campo de lucha en el que los “más fuertes” prevalecen y los “débiles” perecen. Pero esta imagen no sólo no está en Darwin; es su negación.

La evolución no premia al individuo aislado sino al conjunto capaz de generar formas colectivas de vida sostenibles. En este sentido, una especie cooperativa puede sobrevivir mejor que una especie compuesta de individuos egoístas.

 

Co-vitalidad como principio evolutivo

 

Podemos ahora reformular nuestra tesis general con un matiz evolutivo:

La Co-vitalidad no es sólo condición de vida presente, sino motor de la vida futura. Las formas vivas que logran persistir y transformarse no son las más fuertes en sí mismas, sino las que saben inscribirse mejor en una red de relaciones que las sostiene y con las que co-evolucionan.

Así entendida, la supervivencia no es triunfo del individuo sino persistencia del tejido relacional.  La especie no es un agregado de individuos exitosos, sino una *forma colectiva de adaptación.

 

Implicaciones para pensar lo humano.


Al insertar esto en nuestra reflexión filosófica, la crítica al individualismo moderno se vuelve más profunda: no sólo es una ficción ética o política, sino que es evolutivamente inviable.

El sujeto que imagina poder bastarse a sí mismo es análogo al órgano arrancado del cuerpo.

La sociedad que celebra la competencia absoluta es análoga a una colonia de hormigas dispersas: condenada a la extinción. 

En cambio, lo que asegura la continuidad —de la vida, de las especies, de las culturas— es la capacidad de sostener relaciones de co-vitalidad cada vez más densas, creativas y adaptativas.

Lo que persiste no es lo más fuerte ni lo más puro, sino lo que logra tejerse mejor en una red de interdependencias dinámicas.

  

Axioma de la co-vitalidad

 


Axioma de la co-vitalidad

  

Arrancar algo vivo de su contexto es condenarlo a morir. El corazón separado del cuerpo deja de latir, la hoja desprendida del árbol se marchita, la hormiga aislada de su colonia pierde el sentido de su existencia. Esta ley silenciosa atraviesa todos los planos de la vida y, sin embargo, seguimos pensando el mundo desde la ficción de la autosuficiencia. Celebramos al individuo autónomo, a la idea pura, al sujeto que “se hace a sí mismo”, como si la vida fuera una propiedad interna y no una corriente que circula entre las cosas. Si se extrae una parte de un cuerpo vivo, esa parte muere, a menos que se haga un trasplante o una transfusión. Esta cualidad debería tener un nombre o tal vez convertirse en un concepto. Esa parte solo puede vivir en un todo. Intentaremos abordar esta idea desde diferentes planos. 

El fenómeno biológico implica la dependencia vital del todo. Cuando se arranca un órgano, un tejido o incluso una célula de un organismo complejo, su destino está sellado: Si no se le reintegra a otro sistema que lo nutra, muere. Su vitalidad no era autónoma, sino que dependía de la circulación, el metabolismo y la organización global del cuerpo.

En términos estrictos, lo que estaba vivo no era esa parte aislada sino el sistema entero en el que ella tenía sentido funcional. La vida no estaba en la parte, sino a través de ella.

 

Ontología de la pertenencia: la vida como relación

 

Podemos llamar a este principio “principio de co-vitalidad”: Ninguna parte vive por sí misma; su vida es una función de su pertenencia a un conjunto mayor del cual recibe sentido, energía y forma.

Ese principio permite dar un paso más: la identidad de una parte no está dada por su mera materia, sino por su posición en una red de relaciones. El hígado no es un hígado en abstracto; es hígado en un cuerpo determinado. Separado de él, pierde no solo la vida, sino su condición de órgano.

Esto sugiere que la vida no reside en el objeto aislado, sino en el sistema dinámico que lo articula. Por eso, lo que muere al separarse no es solo la carne, sino el sentido mismo de esa carne. 


Posibles nombres de un posible concepto.

Podríamos utilizar varios modos de nombrar esta idea:

Organotropía (organon = instrumento / parte; tropein = volverse hacia): tendencia de la parte a necesitar el todo.

Co-vitalidad: la vida como fenómeno co-dependiente.

Vitalidad contextual: lo vivo depende del contexto que lo sostiene.

Principio de inmanencia orgánica: la vida de cada elemento es inmanente al sistema que lo contiene.

Cada nombre resalta un matiz, pero la idea esencial es que lo vivo no es divisible sin perder su cualidad vital.

 

Extensiones

 

En sentido ontológico, este principio se puede proyectar fuera de la biología: también una idea muere cuando se la extrae del sistema conceptual que la sostenía. Su “vida” dependía de un entramado.

 

En sentido socio político: Un individuo no sobrevive sin vínculos. La sociedad no es la suma de individuos vivos, sino el organismo que hace posible su vitalidad. Separado, el individuo puede seguir existiendo biológicamente, pero su “vida” en el sentido pleno —lenguaje, deseo, historia— se desvanece.

En sentido epistemológico: El conocimiento mismo es co-vital: separado del campo de problemas que le da sentido, se convierte en dato muerto.

Se podría hablar de un Principio de co-vitalidad orgánica: toda parte viva lo es en virtud de su pertenencia funcional a un sistema mayor. Separada de él, pierde su vitalidad porque lo vivo no se localiza en la sustancia aislada sino en la red de relaciones que la constituyen.

Este principio señala que la vida no es una propiedad sustancial sino una condición relacional, y que la muerte ocurre no solo cuando cesan los procesos internos, sino también cuando se rompe la relación que los hace posibles.

 

La imposibilidad de escapar de la red.

 

 La co-vitalidad como condición ontológica, no contingente.

Lo primero que conviene subrayar es que la co-vitalidad no es una circunstancia accidental que puede o no darse, sino una estructura constitutiva de lo vivo.

Un órgano vive en el organismo.

Una célula vive en un tejido.

Una hormiga vive en la colonia.

Un humano vive en el entramado social, simbólico y material.

Incluso cuando un elemento parece poder subsistir aislado, esa posibilidad es ilusoria o depende de la reproducción artificial de su entorno original (como ocurre en un cultivo celular o en un trasplante). Es decir: el aislamiento es siempre un montaje, no un estado natural.

 

El mito de la autonomía: vida no es independencia

 

En la tradición moderna —y sobre todo en la filosofía política— se ha instalado una imagen poderosa: el individuo autónomo, autosuficiente, capaz de bastarse a sí mismo. Esa imagen es útil para ciertas narrativas (derechos, libertad, propiedad), pero desde el punto de vista ontológico es falsa:

Lo vivo nunca es autónomo en sentido radical; siempre está tejido en una red de interdependencias sin las cuales deja de ser.

La hormiga separada no muere al instante, pero su vida se vuelve inviable como vida de hormiga. Lo mismo ocurre con el ser humano: fuera del lenguaje, de la cultura, de la comunidad, puede seguir latiendo su corazón, pero algo esencial —lo que hace de él un ser humano— se apaga.

 

 La co-vitalidad como campo relacional

 

Podemos entender entonces la vida no como una sustancia que “posee” cada individuo, sino como un campo relacional en el que cada unidad participa. Esta participación no es opcional: es la condición misma de su existencia.

En este sentido, no es que un ser tenga relaciones, sino que es relación.

La célula es tejido.

El órgano es organismo.

El individuo es sociedad.

De ahí que la muerte no sea sólo el cese de procesos internos, sino también el colapso de las relaciones que sostienen esos procesos.

 

El destino de la parte: vivir es pertenecer.

 

Una consecuencia radical de esta perspectiva es que toda parte lleva en sí la marca del todo.

Su forma, su función, su mismo sentido existencial provienen de su pertenencia. Dejar de pertenecer equivale, tarde o temprano, a dejar de ser.

 

Podemos formularlo casi como un axioma: 

Axioma de la co-vitalidad: ninguna parte puede conservar su modo de ser propio fuera del campo relacional que la engendra y sostiene.

Este axioma desplaza el centro de gravedad desde la sustancia al vínculo. Ya no se trata de “seres que se relacionan”, sino de “relaciones que se concretan en seres”.

 

Desde aquí se abren varias derivaciones:

 

Antropológicas: el sujeto no preexiste a sus lazos, sino que es el efecto de ellos.

Políticas: la comunidad no es una agregación de individuos, sino el medio vital en que esos individuos pueden existir como tales.

Éticas: si toda vida es co-vital, la responsabilidad no puede pensarse solo en términos individuales; implica siempre al entramado que sostiene esa vida.

Ontológicas: lo real no está hecho de átomos aislados sino de nodos relacionales; la separación absoluta no es un hecho posible sino una ficción teórica.

 

Más allá de lo biológico: una “metafísica de la co-vitalidad”


Lo que en el ejemplo biológico se presentaba como evidencia empírica (“una parte separada muere”) se convierte ahora en una tesis de alcance mayor:

La vida es inseparable de la pertenencia. Lo que vive, vive en y con otros. Toda tentativa de sustraerse completamente de esa red conduce, más tarde o más temprano, a la extinción, la disolución o la pérdida de identidad.

Incluso el pensar, el desear, el hablar o el recordar son ejercicios de co-vitalidad: prácticas imposibles sin el horizonte común del lenguaje, la historia y la cultura.