2025/11/07

El archivero Lindhorst (cameo y curaduría)

 

Dedicado a Fernándo San Andrés

Toda adolescencia, si tiene suerte, conoce a su archivero: alguien que no sermonea ni enseña contenidos, sino que abre pasajes. A ese alguien —para hablar con cuidado y sin nombres propios— prefiero llamarlo Lindhorst, como el del Der goldne Topf de E. T. A. Hoffmann.

En Hoffmann, Lindhorst es “archivero” sólo de fachada. Detrás de la mesa, las plumas y los legajos, vibra otra cosa: un guardián de puertas. Es salamandra, es magia fría, es conservador de un archivo que no guarda lo viejo sino lo que todavía no llegó. Su archivo no es un depósito, es una bisagra: manuscritos que de pronto son selva, tinteros que son portales, un escritorio que es umbral. Curar, para él, no es clasificar: es poner las cosas en la posición exacta para que relampagueen.

Ese Lindhorst —el literario— se nos coló adolescente por caminos que entonces no tenían internet. Aparecía con un libro, un disco, una película, y la habitación cambiaba de tamaño. Decía Hesse, y la conversación viraba de la escuela a la mística. Decía El retorno de los brujos, y lo oculto se mezclaba con la ciencia. Decía ciencia ficción, y el porvenir entraba por la ventana como aire. No argumentaba: curaba. Era un curador de atmósferas.

Y un día trajo BergmanVargtimmen. La hora del lobo. Esa película no la “vimos”: se nos hizo. Hoy me gusta pensar —licencia poética, pero verdadera en su efecto— que Bergman no puso un actor más en ese film: invitó al propio Lindhorst de Hoffmann a entrar en el elenco. No como personaje nombrado, sino como tono: esa figura que, sin aparecer, acomoda los objetos en la escena para que el mundo visible se agriete y deje pasar lo que estaba del otro lado.

Mirá la lógica: Vargtimmen no explica; dispone. Cambia la luz de una habitación, gira apenas una silla, deja un silencio más largo de lo debido, y de pronto el día cae en un pozo. Eso hace un archivero verdaderocura la posición de las cosas. No produce contenidos: afina la distancia entre ellas para que lo real se filtre. En Bergman, esa curaduría es exacta; en Hoffmann, es encantamiento administrativo. En nuestra adolescencia, fue un amigo con discos, libros y entradas del cine club.

2025/11/06

Del toro de Íris al toro de la multiplicidad sensorial


Notas para una topología de la percepción


El toro de Íris describe la estructura de la visión como sinapsis topológica: el punto donde el ojo y lo visible se pliegan en un mismo circuito.
Pero el campo sensible excede la mirada.
El presente texto introduce la noción de un toro de la multiplicidad sensorial, donde los distintos modos de percepción —visuales, auditivos, olfativos, táctiles y pulsionales— se anudan en una co-vitalidad común.
Se abren dos líneas futuras de desarrollo: la validez del toro de Íris para el análisis del cine y las pantallas, y la fragmentación sensorial moderna, en diálogo con Freud y Schreber.


1. El hombre, el perro y el paisaje

Un hombre y su perro se detienen ante un paisaje.
Comparten el espacio, pero no el mundo.
El hombre ve líneas, contornos, profundidades; el perro escucha y huele el aire.
Ambos perciben desde una torsión distinta del mismo campo vital.
La escena muestra que no hay un solo modo de presencia, sino varios pliegues sensoriales coexistiendo.

El toro de Íris —esa figura donde la mirada se curva sobre sí y la luz se devuelve— vale para el campo visual, especialmente en el dominio de la imagen técnica: el cine, las pantallas, el ordenador.
Allí, la mirada ya no pertenece al cuerpo: circula en un bucle lumínico cerrado.
El ojo, desprendido de su base orgánica, participa del circuito óptico del mundo.
Pero ese modelo, exacto para lo visual, resulta abstracto frente a la complejidad del sentir.


2. Hacia un toro de la multiplicidad sensorial

El hombre y el perro —juntos o separados— muestran que cada viviente habita un toro perceptivo propio, pero que todos pertenecen a una curvatura común del sentir.
La visión, el olfato, el oído, el tacto, el gusto, incluso la vibración o el estremecimiento, no son sentidos aislados sino vertientes de una misma sinapsis vital.
El toro de la multiplicidad sensorial nombra ese anudamiento:
una topología total donde los flujos perceptivos se cruzan y reconfiguran sin jerarquías.
Cada especie, cada órgano, es un fragmento local de ese continuo.


3. Fragmentación sensorial moderna

La modernidad rompió esa unidad.
El cuerpo occidental fue parcelado: se privilegió la visión, se empobreció el olfato, se tecnificó el tacto, se subordinó el oído.
La experiencia sensorial se volvió analítica, no topológica.
El cuerpo dejó de ser superficie viva de inscripción del mundo.

En este punto, Freud entrevió algo decisivo: el placer como redistribución de las energías sensoriales, las “zonas erógenas” como memoria fracturada del toro.
Schreber, con su idea de los “nervios de la voluptuosidad”, dio forma delirante a esa misma intuición: que la voluptuosidad es una red nerviosa, una totalidad que el lenguaje fragmenta.
El goce fálico, entonces, no sería un sentido entre otros, sino el resto topológico del toro originario, el punto donde la antigua continuidad sensorial se concentra como signo.


4. Cierre provisorio

El toro de Íris sigue siendo la figura privilegiada de la visión;
el toro de la multiplicidad sensorial, su expansión hacia la totalidad del sentir.
Ambos configuran la arquitectura del viviente: una superficie de torsión donde el mundo y los sentidos se co-determinan.
El desafío será volver a pensar la percepción como sinapsis integral, no como suma de órganos, sino como continuidad viva entre cuerpo, entorno y forma.

2025/11/05

El toro de Íris

 


El toro de Íris es la figura topológica de la reciprocidad perceptiva.

Designa el campo continuo donde el viviente y lo visible se pliegan uno sobre otro sin confundirse, produciendo la experiencia del mundo como co-presencia.

Íris —diosa del arco y del color— representa la refracción: el paso de la luz a través de un medio que la divide sin romperla.

El toro, superficie sin interior ni exterior absolutos, expresa esa misma lógica: lo que retorna sobre sí y, al hacerlo, comunica sus lados.

Su curvatura es un lazo, no una línea: cada punto se enlaza con todos los demás mediante una torsión. 

El toro de Íris es, entonces, la metáfora formal de la sinapsis topológica:

el lugar donde percibir y ser percibido son el mismo acto.

No hay sujeto ni objeto, sólo el tránsito lumínico que los hace coexistir.

Allí lo real no se opone a la forma;

se manifiesta en el pliegue que mantiene la forma abierta,

en la vibración que une lo excitatorio y lo simbólico,

la materia y el sentido.

Ver es recorrer el toro: pasar una y otra vez por el punto en que la mirada y lo mirado se encuentran.

El pensamiento, al abstraer, repite ese recorrido;

cada idea es una órbita más en el mismo cuerpo de luz.

Malevich: Blanco sobre blanco


 En Blanco sobre blanco (1918), Kazimir Malevich lleva la pintura al límite de su propia desaparición. La obra no presenta una figura ni un fondo, sino la vibración mínima entre ambos: una sinapsis topológica que convierte el acto de ver en un bucle recíproco entre el ojo y la superficie. El blanco no borra, sino que anuda; no representa, sino que produce la continuidad perceptiva del campo visual. El cuadro es un toro de Íris: una luz que se pliega sobre sí para mostrar que lo visible y el acto de mirar son uno solo.

1. No hay figura: hay una diferencia mínima que vibra. Lo que se ve no es el cuadrado ni el fondo, sino la relación entre ambos. 

2. El cuadro es una sinapsis topológica. La mirada oscila entre dos blancos que se rozan sin fundirse. La pintura no representa: produce la zona de contacto entre lo visible y su desaparición. 

3. El espacio se curva. El plano deviene toro de Íris: superficie continua donde cada punto devuelve la mirada a sí misma. El ojo viaja por un bucle de luz, y en ese movimiento descubre que ver es entrar en el circuito de lo que se ve. 

4. Co-vitalidad del mirar. Sin el ojo que vibra, el cuadro es identidad muerta; con él, el blanco respira. La obra y el espectador forman un solo cuerpo perceptivo. 5. El blanco no borra: anuda. En él, lo real no se muestra: se manifiesta en la tensión del límite, en la oscilación entre presencia y desaparición. 6. El cuadro como acto. Blanco sobre blanco es la demostración de que toda percepción es relación: la forma visible de la sinapsis topológica.

2025/11/03

Barrer sin sustituir: Tao, masas e inconsciente

Este trabajo propone un entrelazamiento conceptual entre el pensamiento de Mao Tse-tung, el Tao Te Ching y el psicoanálisis freudiano-lacaniano. A partir de la célebre imagen maoísta de la escoba —metáfora del trabajo paciente y no sustitucionista del Partido en el seno de las masas— se explora una sintaxis compartida entre tres registros: la lógica taoísta del wu wei, la política maoísta de la línea de masas y la clínica del inconsciente como acontecimiento transferencial. La fórmula maoísta de '1 se divide en 2' se propone como matema topológico capaz de resonar con la idea taoísta de la co-emergencia de los contrarios y con la operación analítica de desarmar lo condensado. El texto busca así recuperar, sin nostalgia, la potencia conceptual de una constelación histórica —la de los años sesenta y setenta— y reactivarla como herramienta de lectura crítica contemporánea. 

 Barrer sin sustituir: Tao, masas e inconsciente 

 Este trabajo se enmarca en una serie de reflexiones que articulan pensamiento político, filosofía y psicoanálisis. A partir de la lectura del capítulo 2 del *Tao Te Ching*, particularmente en sus puntos 5 y 6, se plantea una línea de continuidad entre tres lógicas: la del Tao, la del maoísmo y la del inconsciente freudiano-lacaniano. 

 En el *Tao Te Ching* se afirma: “El sabio adopta la actitud de no-obrar y practica sin palabras. Todas las cosas aparecen sin su intervención”. El *wu wei* no es pasividad: es una forma de actuar sin violentar la lógica del devenir. El sabio no se sitúa fuera del flujo, sino que habita su curvatura. 

 Este gesto taoísta resuena con la estrategia política maoísta. Mao rechaza el sustitucionismo: el Partido no debe situarse como vanguardia externa, sino inscribirse en el movimiento real de las masas. “El Partido es como el pez en el agua”. Su acción debe plegarse al ritmo propio del proceso histórico. Esa postura estratégica alcanza una formulación poética en 1945, cuando Mao, en su informe *“La situación y nuestra política después de la victoria en la Guerra de resistencia contra el Japón”*, pronuncia una frase que condensa toda su concepción política: > “Escoba en mano, tienes que aprender a barrer; no te quedes en la cama soñando con que se levantará una ráfaga y barrerá todo el polvo. Nosotros los marxistas somos realistas revolucionarios y nunca nos entregamos a sueños ociosos. Hay un viejo dicho en China: ‘Levántate al alba y barre el patio’. El alba es el nacimiento de un nuevo día. Nuestros antepasados nos decían que nos levantáramos y barriéramos apenas apuntara el día. Nos señalaron una tarea. Sólo pensando y actuando de este modo sacaremos provecho y tendremos en qué ocupamos. China posee un vasto territorio, y es asunto nuestro limpiarlo con la escoba, pulgada a pulgada.” La escoba es el Partido; el polvo, la sedimentación ideológica; barrer es el trabajo paciente, diario, molecular, que transforma el sentido común **desde adentro**, sin imponerle una forma externa. Esta imagen se aproxima a la lógica taoísta: el sabio no fuerza, no sustituye, **acompaña el movimiento real**. Del mismo modo, Mao plantea una política no exterior a las masas, sino inmersa en ellas. La fórmula maoísta *“1 se divide en 2”* es más que una expresión dialéctica: señala que el devenir histórico **no se resuelve en una síntesis final**, sino que se mantiene vivo en su tensión. Barrer no es clausurar, es **mantener la contradicción activa**. Aquí emerge la afinidad con el psicoanálisis: el inconsciente **condensa** (2 en 1) mediante metáforas y desplazamientos; el análisis **desarma** (1 en 2) esa condensación, desplegando los hilos de la cadena significante. El sueño manifiesto es a la vez efecto y velo: la interpretación, como la escoba maoísta, opera desde dentro del campo simbólico. El inconsciente no es interioridad. Acontece en la relación transferencial, del mismo modo que el Partido no debe situarse como aparato externo a las masas. La intervención analítica —como la estrategia maoísta o el gesto taoísta— no fuerza, no sustituye, no dicta: **se inscribe en la lógica inmanente del proceso**. Lacan define lo real como “eso que no cesa de no escribirse”. Mao habla de la contradicción que “no cesa de dividirse en dos”. Lao Tsé habla de ser y no-ser engendrándose mutuamente. En los tres registros hay un mismo núcleo estructural: un real que no se deja fijar, un devenir que no admite síntesis, una acción que sólo puede bordear. *1 en 2* se propone aquí como matema topológico que permite pensar la política, la clínica y la ontología desde una misma gramática formal. No como consigna, ni como teoría cerrada, sino como **trazo mínimo** que bordea lo innombrable. La poética maoísta de la escoba devuelve a la política su espesor artesanal: barrer no es conquistar, es trabajar sobre lo que hay, con tenacidad y precisión. Y esa misma poética atraviesa, en distintos planos, al Tao y al psicoanálisis. Lo que une a estas lógicas no es una ideología común, sino **una misma forma de habitar el proceso**. Este texto busca recuperar esa sintaxis —viva en los años sesenta y setenta, entre maoísmo, lacanismo y pensamiento no occidental— no como reliquia, sino como herramienta conceptual activa para leer el presente.

La estrategia del carbono (seis escenas sobre una política sin sujeto)

 


La estrategia del carbono

(seis escenas sobre una política sin sujeto)

Introducción

Antes del pensamiento, la vida ya decidía.
Cada organismo, cada tejido, cada bosque, actúa dentro de una red de ajustes y compensaciones que no necesita conciencia.
A esa inteligencia anónima, que sostiene la continuidad de lo vivo, podemos llamarla estrategia del carbono.

No es una metáfora: es la forma en que la materia orgánica se organiza para persistir.
La etología la muestra en la conducta colectiva de los animales;
la botánica, en los sistemas cooperativos de las plantas;
y la experiencia humana, en los reflejos solidarios que aparecen cuando el orden se quiebra.

Una política sin sujeto está en todas partes:
en la redistribución de nutrientes bajo un bosque,
en la mutación bacteriana,
en el instinto que mueve a los cuerpos a cuidarse entre sí.
Comprender esa política no significa volver a la naturaleza,
sino reconocer que toda organización consciente depende de un fondo biológico que nunca deja de obrar.
Las escenas que siguen muestran cómo, una y otra vez, el carbono inventa modos de seguir viviendo.


1. La colmena huérfana

Cuando muere la reina, el enjambre se agita durante unas horas.
Luego, sin orden ni jerarquía, unas pocas obreras eligen una larva y comienzan a alimentarla con jalea real.
De ese gesto espontáneo nacerá una nueva soberana.
Nadie lo decide: el carbono reescribe su guion.


2. El bosque subterráneo

Bajo el suelo de un bosque templado, raíces y hongos entretejen una red inmensa.
Los árboles viejos envían azúcares a los jóvenes debilitados,
los sanos regulan el flujo químico de los enfermos.
El bosque no compite: redistribuye.
La materia ensaya su política secreta.


3. Las bacterias en guerra

Frente a un antibiótico, la mayoría muere.
Pero unas pocas mutan, intercambian fragmentos de ADN, y sobreviven.
Luego transmiten esa resistencia a toda la población.
No hay conciencia, solo memoria molecular.
El carbono aprende, una y otra vez, a no rendirse.


4. El coral que se blanquea

Cuando la temperatura del mar sube, los corales expulsan sus algas simbióticas.
Parecen morir, pero en realidad están tratando de sobrevivir,
esperando que el calor baje para volver a recibirlas.
Una alianza rota, pero no perdida: el instinto del equilibrio persiste.


5. El barrio sin luz

Un apagón en verano.
Alguien ofrece su heladera, otro agua, otro su casa para cargar los celulares.
En la penumbra surge una red invisible de ayuda,
un reflejo biológico que se disfraza de solidaridad.
La cultura repite, en su idioma, la estrategia del carbono.


6. La semilla en el asfalto

Entre dos baldosas rotas crece un brote.
No hay tierra, apenas polvo y humedad.
Pero el carbono no necesita promesas:
le basta un resquicio para volver a empezar.


Cierre

En cada una de estas escenas, lo que actúa no es la voluntad, sino la memoria material de la vida.
Una política sin sujeto, anterior a toda ideología, sostiene la posibilidad misma de lo humano.
Tal vez comprenderla sea la única forma de seguir perteneciendo al mundo que nos dio origen.

2025/10/28

Devenir animal, Lorenz y las zonas compartidas de percepción

 


Devenir animal, Lorenz y las zonas compartidas de percepción

 

El concepto de devenir animal ha sido, desde su aparición en Mil mesetas de Deleuze y Guattari, una de las nociones más citadas y menos comprendidas de la filosofía contemporánea. Con frecuencia se la interpreta como una metáfora literaria o una invitación a “imitar a los animales”. Pero su sentido profundo se sitúa en otro lugar: no habla de parecerse, sino de entrar en una zona compartida de existencia, una región donde las fronteras entre humano y animal se aflojan y algo del orden perceptivo se vuelve común.

 

1. Lorenz: la identificación temprana

 

Mucho antes de Deleuze, Konrad Lorenz observó en la etología fenómenos que anticipan esta lógica. En Comportamiento animal y humano (1965), describe cómo en ciertas especies —por ejemplo, en los polluelos— la impronta temprana determina que el primer objeto en movimiento que perciben sea asumido como figura materna. No importa si es un ave, un humano o una máquina: lo decisivo es la relación perceptiva inaugural.

El animal no se concibe como un individuo aislado, sino dentro de una configuración compartida: su identidad no es una posesión interna, sino una relación viva con el otro. La impronta no crea simplemente un vínculo afectivo: crea una forma de percibirse a sí mismo en función de otro. Esto explica, entre otras cosas, por qué un perro pequeño puede enfrentar a uno grande: no se autopercibe solo, sino como parte de una manada extendida que incluye al humano. Su “yo” animal no termina en su piel.

 

2. Lacan: el estadio del espejo

 

Jacques Lacan retoma esta misma observación etológica —citando explícitamente los experimentos con animales— para pensar el estadio del espejo. Entre los 6 y 18 meses, el niño se reconoce en la imagen especular y, al mismo tiempo, se identifica con ella. Es una imagen externa, pero funciona como matriz constitutiva del yo.

Lacan señala que la subjetividad humana nace en una escena de alienación: lo que creemos propio está afuera, lo que nos constituye no nos pertenece. Esta estructura de identificación anticipada no es distinta en su lógica profunda de la impronta animal descrita por Lorenz: en ambos casos hay una percepción de sí que depende de un otro —ya sea la madre, el reflejo o la figura humana.

 

3. Deleuze y Guattari: devenir animal

 

Deleuze y Guattari radicalizan esta escena: en lugar de leerla como mecanismo de formación de identidad, la leen como línea de fuga. Para ellos, devenir animal no significa regresar a un estado primitivo ni imitar comportamientos zoológicos. Significa entrar en esa zona de vecindad —la misma que Lorenz y Lacan describieron desde otros lenguajes— pero sin fijarla en una identidad.

No se trata de “ser un animal”, sino de participar de la lógica de la manada, de una forma colectiva de percepción y de vida. El devenir animal es, entonces, una experiencia de co-existencia y descentramiento.

 

4. Holoforma y covitalidad

 

Ahí es donde los conceptos de covitalidad y holoforma adquieren un relieve notable. Si Lorenz muestra empíricamente que la vida animal se da en co-presencia, y Lacan piensa que el yo humano nace en esa exterioridad, la covitalidad nombra esa zona de vida compartida como estructura constitutiva: una vitalidad que no pertenece a nadie en particular, sino que se despliega entre cuerpos y presencias.

La holoforma, por su parte, nombra la figura perceptiva común que emerge en ese espacio compartido: no la suma de percepciones individuales, sino la forma global que las organiza y sostiene. Es la forma invisible que sostiene la manada, la escena especular, el contagio afectivo entre especies.

 

5. Un campo conceptual continuo

Autor / concepto    Núcleo teórico        Efecto principal

Lorenz           Impronta, identificación relacional       Identidad animal como relación viva

Lacan Estadio del espejo  Identidad humana alienada en imagen externa

Deleuze y Guattari Devenir animal        Zona compartida, línea de fuga de la identidad

Covitalidad   Coexistencia vital   Campo vital compartido

Holoforma   Figura perceptiva común Forma global de la percepción compartida

 

Este campo común revela que devenir animal no es un exotismo filosófico, ni una consigna política flotante. Es una intuición profunda sobre cómo la vida y la percepción se constituyen entre cuerpos, humanos y no humanos. La etología, el psicoanálisis y la filosofía no se contradicen aquí: hablan, cada uno a su modo, de lo mismo.

2025/10/26

Medicalización del malestar y disputa por el terreno de la cura

 6. Medicalización del malestar y disputa por el terreno de la cura

Medicar no es solo intervenir sobre la base fisiológica del proceso primario: es inscribir esa intervención en un régimen histórico. En la modernidad tardía, el sufrimiento psíquico no se trata únicamente como enigma subjetivo, sino como problema a corregir. La química se vuelve así la vía privilegiada de gestión social del malestar.

Freud, al inventar el dispositivo analítico, anuda la cura a la palabra y reclama —de modo implícito— un monopolio sobre el proceso primario: es en el terreno del sueño, del lapsus, de la formación sintomática donde el inconsciente habla y donde el análisis se legitima.
La irrupción de la psiquiatría biológica y del psicofármaco desplaza ese centro de gravedad:

  • lo que antes era enigma pasa a ser desregulación,

  • lo que antes era transferencia pasa a ser “química cerebral”,

  • lo que antes era interpretación pasa a ser ajuste de dosis.

Esto no es un simple cambio clínico: es un cambio de régimen de saber.
El discurso médico-farmacéutico ocupa el mismo terreno que el psicoanálisis, pero con otra lógica:

  • donde el análisis apuesta a la palabra,

  • la psiquiatría promete estabilización;

  • donde el análisis lee singularidad,

  • el fármaco aplica protocolos generales;

  • donde el análisis trabaja con la transferencia,

  • la farmacología trabaja con la molécula.

En esta colisión, el fármaco se impone con facilidad, no por superioridad conceptual sino por su economía política: es rápido, mensurable, protocolizable, rentable. No exige trabajo subjetivo ni transferencia. En una sociedad que demanda respuestas inmediatas y sin pérdida, esa oferta tiene un poder hegemónico.

Por eso no se trata simplemente de “convencer” a alguien de hacer análisis en lugar de medicarse: se trata de que el imaginario contemporáneo de la cura está estructurado en torno a la eficacia técnica, no a la elaboración simbólica.

La medicalización del malestar no es un error, es una forma de gobierno:

  • estabiliza conductas,

  • neutraliza el exceso subjetivo,

  • produce cuerpos adaptables y silenciosos.

Y en ese sentido, la escena clínica no es neutra: es un campo de disputa entre discursos.
El psicoanálisis ya no habla solo con el paciente: habla contra un régimen social de saber que ha colonizado el mismo terreno sobre el que se fundaba su eficacia.


Si te parece, a este desarrollo podemos sumarle un párrafo final de cierre —no como conclusión cerrada, sino como torsión final del argumento—, mostrando que la cuestión no es solo terapéutica, sino política: qué formas de subjetividad se producen cuando la base del proceso primario es gobernada químicamente.

En el fondo, lo que está en juego no es solo cómo se trata el malestar, sino quién gobierna el proceso primario. Freud lo pensaba como un terreno donde la palabra podía abrir un camino singular, irreductible a cualquier norma general. La expansión contemporánea del psicofármaco desplaza esa singularidad en favor de un control químico de la base sensible de la subjetividad. Lo que antes era un espacio de elaboración —lento, incierto, transferencial— deviene un campo de estabilización. Y ese desplazamiento no es neutro: produce modos de vida, cuerpos, silencios. No es un error médico: es una forma política de gestionar la experiencia. En esa escena, el psicoanálisis no se enfrenta solo a un tratamiento alternativo, sino a un régimen entero de saber-poder que redefine qué es un sujeto, qué es curar y quién tiene derecho a decirlo.

Fármaco, saber y compromiso subjetivo

5. Fármaco, saber y compromiso subjetivo

El efecto más profundo de la medicación sobre la experiencia analítica no se juega en la química, sino en la economía de la transferencia: en dónde se aloja el saber y cuánto se apuesta de sí mismo en la cura.

En psicoanálisis, pagar no es un mero acto económico: es un acto simbólico que introduce pérdida, riesgo, implicación. Cuando el paciente no paga, no se trata de un detalle práctico: estructuralmente, no ha puesto nada de sí en juego. La transferencia se vacía de tensión.

Con el fármaco ocurre algo análogo, aunque más sutil:
— El saber y la expectativa de la cura se desplazan hacia un agente externo.
— La implicación subjetiva se divide entre dos polos: la palabra y la sustancia.
— Y en esa división, la base química tiende a imponerse, porque encarna una promesa de eficacia inmediata, sin pérdida subjetiva, sin incertidumbre.

El resultado no es una transferencia anulada, sino una transferencia escindida:
el paciente puede seguir hablando, pero la apuesta principal ya fue hecha en otro lado.
La escena analítica queda en posición secundaria, subordinada a la creencia en el efecto químico.

El fármaco no prohíbe hablar: desplaza el régimen de creencia que sostiene la transferencia.
Opera como un anti-acto, una vía de alivio que evita la pérdida y la apuesta subjetiva que toda transferencia viva exige.

Desfetichización de la sustancia (versión ampliada)

 4. Desfetichización de la sustancia (versión ampliada)

El fetichismo de la sustancia consiste en atribuirle por sí sola un poder revelador, transformador o incluso destructivo. Esta operación está muy extendida: la droga es presentada como causa de iluminaciones, de crímenes, de delirios o de actos vandálicos, según el discurso que la enmarque.

Pero la sustancia no produce significación ni conducta por sí misma. Lo que la vuelve “reveladora” o “peligrosa” es el encuadre simbólico que rodea su uso. En contextos tradicionales —como el de Castaneda y el peyote— ese encuadre es ritualizado: delimita, regula, produce sentido compartido. La sustancia es un elemento subordinado a una estructura simbólica mayor.

En nuestras sociedades contemporáneas, ese uso no ordinario se ha vuelto ordinario. Las sustancias circulan en mercados ilegales o legales, sin dispositivos rituales, sin marcos narrativos, sin sostén simbólico colectivo. Esta desancladura produce un doble efecto:

  • la significación se proyecta sobre la sustancia misma,

  • y los fenómenos sociales que la rodean (violencia, vandalismo, compulsión) se atribuyen a la droga, cuando en realidad son efectos del encuadre social de su circulación y consumo.

La molécula no explica la escena. Lo que explica la escena es el modo en que una sociedad organiza su relación con la sustancia. Fetichizar la droga es invisibilizar esa organización.

Psicofármaco y proceso primario

 3. Psicofármaco y proceso primario

La acción de un psicofármaco no incide en la pulsión, ni sobre la estructura simbólica en la que esta se inscribe. Su campo de acción es la base fisiológica del proceso primario, es decir, la dimensión infraestructural de la dinámica psíquica: ritmos, intensidades, umbrales de activación y modos de circulación de la excitación.

Una buena imagen para comprender esto es la de una película proyectada a otra velocidad. El contenido narrativo no cambia, pero la percepción, la secuencia de imágenes y el modo en que el espectador la recibe se alteran. El psicofármaco modifica la velocidad y el ritmo de los procesos de base: no toca la trama simbólica directamente, pero altera el soporte donde esta se despliega.

Desde este punto de vista, su eficacia psiquiátrica se apoya en algo real:
una modificación cuantitativa (intensidad, ritmo, umbral) puede producir efectos cualitativos sobre el modo en que la experiencia psíquica se organiza.
Este es el fundamento —no metafísico, sino estrictamente técnico— de procedimientos como la cura de sueño: al modificar prolongadamente el ritmo basal del proceso primario, pueden obtenerse efectos clínicos —aunque no analíticos— sobre el curso de ciertos síntomas.

En la clínica psicoanalítica, esto tiene consecuencias directas:

  • Si se altera demasiado la base excitatoria, la escena simbólica se empobrece o se vuelve inaccesible.

  • La transferencia pierde tensión, la asociación se vuelve plana o inasible, el trabajo onírico se debilita.

  • En adicciones, mientras domine el efecto de la sustancia, no hay campo analítico posible.

El psicofármaco no es un operador simbólico. Es un modificador infraestructural. Afecta el modo en que el proceso primario sostiene o no el despliegue de la palabra. Esa es su eficacia real y también su límite.

Dos modelos pulsionales y una objeción no contradictoria

 2. Dos modelos pulsionales y una objeción no contradictoria

En la obra de Freud conviven dos modelos pulsionales.
El primero —pulsiones del Yo y pulsiones sexuales— surge de la clínica de la neurosis y se organiza en torno a la tensión entre autoconservación y apertura al objeto.
El segundo —Eros y pulsión de muerte— aparece más tarde, cuando Freud necesita pensar fenómenos que exceden ese primer marco: compulsiones de repetición, tendencias autodestructivas, retorno de lo inanimado.

Estos modelos no se excluyen: coexisten y se implican mutuamente. El segundo reorganiza al primero desde dentro: Eros incluye las pulsiones sexuales y de autoconservación, mientras que la pulsión de muerte no es un polo exterior, sino una inflexión interna de ese mismo movimiento. No hay dos principios en oposición, sino una torsión interna.

La metáfora es sencilla y eficaz: cuando el hambre se vuelve gula, no aparece una nueva fuerza que se oponga a la primera. Es el mismo impulso —el de alimentarse— que, al plegarse sobre sí, se transforma en exceso. No hay dos principios, sino un único movimiento que puede volverse sobre sí mismo.

Es precisamente este giro interno lo que Freud intenta pensar con la pulsión de muerte: no un principio ajeno a la vida, sino la posibilidad inherente a toda ligadura de invertirse, de retornar a un estado anterior.

Konrad Lorenz formula su objeción desde otro registro:

“...el concepto de instinto tanático consiste en un principio destructor polarmente opuesto a todos los instintos de conservación del individuo. Esta hipótesis, extraña a la biología, es para el etólogo no sólo innecesaria sino falsa.”

Su crítica se dirige a una lectura literal de la pulsión de muerte como fuerza biológica independiente. Y en ese plano tiene razón: la biología no necesita un “instinto de muerte” autónomo. Para Lorenz, la agresión es un instinto como cualquier otro, funcional a la supervivencia, que sólo en ciertas condiciones produce efectos destructivos.

Freud no dice lo contrario: simplemente no está hablando en ese nivel. No propone un dualismo biológico, sino un modelo metapsicológico para pensar cómo, dentro de un mismo proceso pulsional, puede emerger una tendencia de inversión, de retorno, de desligadura.

Así, la objeción de Lorenz y la formulación freudiana no se enfrentan:
— Lorenz habla desde la biología adaptativa,
— Freud desde la economía pulsional y la metapsicología.

La pulsión de muerte no contradice la biología: no pertenece a su plano. Tampoco la biología desmiente a Freud: describe otro nivel de organización. Ambos registros pueden coexistir sin conflicto si no se confunde un fenómeno con el modo de formalizarlo.

El concepto freudiano de límite

 1. El concepto freudiano de límite

La partición entre lo corporal y lo anímico no nace con Freud. Es un legado cultural profundo, presente en buena parte de la medicina y la psicología modernas, que oponen —o yuxtaponen— lo fisiológico y lo psíquico como ámbitos distintos: el cuerpo, por un lado; el alma o la psique, por el otro. Freud no se inscribe en esa división: la desestabiliza desde su raíz.

En Proyecto para una psicología para neurólogos plantea, como hipótesis, que es posible formular una dinámica del proceso psíquico en términos biológicos. No busca reducir lo psíquico a lo orgánico, ni escindirlos, sino pensar su co-implicación dentro de un mismo movimiento. Cuando más tarde define la pulsión como un concepto límite entre lo somático y lo psíquico, ya no habla de dos ámbitos objetivos, sino de una diferencia conceptual interna a un mismo fenómeno.

El límite no es un tercer elemento, ni un “entre” que conecte dominios externos: es el modo en que en uno solo aparece la diferencia. Freud no introduce mediaciones; encuentra en un solo proceso —la pulsión— dos vertientes: una ligada a la excitación corporal, otra a la formalización simbólica. Es precisamente por eso que la pulsión no pertenece ni al cuerpo ni al alma: desarma la frontera misma sobre la cual descansaba esa oposición tradicional.

La clínica de la histeria es una de las pruebas más claras de esta torsión interna. Una parálisis histérica —el “no camina” inscrito en el cuerpo— no puede explicarse desde un dualismo. No hay lesión orgánica, pero el cuerpo no responde; no hay acto voluntario, pero hay inscripción. No es que un “mensaje psíquico” atraviese un puente hacia el cuerpo: la escena es una sola, y en ella lo simbólico y lo corporal coexisten como dos caras de un mismo pliegue.

Freud no une dos órdenes: halla la diferencia en la unidad misma. La pulsión, como concepto límite, nombra esa yuxtaposición estructural en la que la distinción entre lo somático y lo psíquico no es objetiva, sino conceptual.

2025/10/24

Saber obrero, inteligencia colectiva y la nueva frontera algorítmica


 A mediados del siglo XX, en la Argentina, se produjo un acontecimiento cultural silencioso pero decisivo. No fue un gran congreso ni un descubrimiento científico aislado: fue la irrupción de una relación inédita entre conocimiento técnico y pueblo trabajador. La gratuidad universitaria de 1949, la creación de universidades obreras, la expansión de las escuelas técnicas y revistas como Mundo Atómico fueron los vectores de un movimiento que llevó la ciencia y la técnica más allá de los claustros y las élites ilustradas.

Por primera vez, los hijos de obreros accedían masivamente a estudios superiores: carreras como ingeniería, física, química y arquitectura dejaron de ser patrimonio exclusivo de clases acomodadas. Pero lo esencial no fue solo la inclusión educativa: fue que ese conocimiento se enlazó con la experiencia productiva concreta, con la cultura del trabajo, con el saber manual que se desplegaba en fábricas, talleres y astilleros. Lo que emergió allí no fue simplemente una “política educativa progresista”: fue un acontecimiento histórico de expansión del saber técnico popular.


El saber obrero como forma de inteligencia social

Ese saber —que Harry Braverman conceptualizó como “saber obrero” frente a la lógica de deskilling del capital— no se limitaba a la repetición de procedimientos: experimentaba. Era un saber incorporado en cuerpos, máquinas y entornos productivos, inseparable de las condiciones materiales y colectivas de su surgimiento.

Engels, en El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre, había anticipado esta lógica: el ser humano no se separa de la naturaleza mediante la contemplación, sino mediante la transformación práctica de su entorno. Esa transformación implica inventar técnicas, crear herramientas y, con ellas, modos de pensar.

La historia argentina de mediados del siglo XX muestra que cuando las condiciones sociales y políticas habilitan ese saber, la técnica florece más allá de las jerarquías académicas. No es casual que muchas de las innovaciones tecnológicas de esa época nacieran de la articulación entre universidades, Estado y trabajadores especializados.


IA y algoritmos: una nueva frontera del saber

Hoy nos enfrentamos a una frontera semejante —aunque mucho más compleja—: la de la inteligencia artificial. Su potencia no está en disputa: algoritmos capaces de coordinar infraestructuras energéticas, optimizar cadenas de producción, desactivar riesgos climáticos y multiplicar la investigación científica.

Pero esa potencia no es autónoma. La IA no se desarrolla inevitablemente: necesita condiciones materiales. Bajo monopolio, su crecimiento no se acelera: se bloquea. Igual que la energía nuclear, la automatización industrial o la biotecnología en otros momentos históricos, la IA concentrada en pocas manos deja de ser fuerza productiva para volverse instrumento de control.

Pensar en una “IA desarrollada bajo monopolio” equivale a creer en un capitalismo mágico que tiene la solución a los problemas de la humanidad pero se la guarda. Lo que en realidad sucede es más simple y brutal: el capital no desarrolla las fuerzas productivas hasta su límite, las disciplina para preservar relaciones de poder.


Un algoritmo no es una varita mágica

La inteligencia artificial y el algoritmo no son entidades metafísicas externas al sujeto: forman parte de la historia de nuestra especie. El primer humano que usó un plano inclinado ya estaba diseñando un algoritmo. Las herramientas técnicas no son ajenas al cuerpo ni al pensamiento: son extensiones de la inteligencia práctica.

Por eso, la IA no puede ser pensada como sustituto de la inteligencia humana, sino como prolongación de un saber colectivo que viene de lejos —del taller, de la experimentación corporal, de la cooperación. Un martillo no golpea solo: amplifica la acción de quien lo empuña.


Tesis política: sin colectivización no hay desarrollo

“La inteligencia artificial no podrá desplegar su potencia humana bajo condiciones de monopolio. Un algoritmo en manos de unos pocos no es una promesa de desarrollo: es un dique. Si en los 50 el saber obrero abrió la puerta a una nueva relación entre conocimiento y pueblo, hoy el gran desafío es impedir que la IA quede confinada tras los muros de las corporaciones globales.”

“Si no se colectiviza la inteligencia técnica, no habrá desarrollo humano posible. La IA no crecerá a pesar del monopolio: será usada para impedir su propio crecimiento. El capitalismo no guarda la solución: la bloquea.”


La historia argentina ya mostró que es posible articular saber técnico y proyecto colectivo. Lo que en el siglo XX fue la alianza entre educación técnica, política estatal y trabajo, hoy podría ser —si logramos que no quede secuestrada— la inteligencia artificial puesta al servicio de la especie y no de la renta.

Este texto no busca cerrar una discusión, sino abrirla: señalar que la pregunta por la IA es también una pregunta política por la apropiación del saber. Lo que estuvo en juego en los 50 con el saber obrero está, mutatis mutandis, en juego hoy con la inteligencia artificial.

2025/10/23

Amores perros (y temores)

 


Amores perros (y temores)

 

Hay versos que envejecen como ruinas: no pierden fuerza, pero revelan de qué época vienen.

En “Vencedores vencidos”, canción de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota (1985), aparece uno de ellos:

“Leyendo diarios en un baño turco

empañando Ray Bans, mascando un hueso

tu perro, un perro cruel

con la costumbre de no contentarse con los restos.

¡Ovejero que descansa en manto negro!”

 

En los ‘80, ese “perro cruel” era un ovejero alemán.

No era casual: en la memoria urbana argentina, esa raza estaba asociada a la policía, el control, la represión y el miedo organizado del Estado.

Un simple perro podía condensar una escena política entera: botas, patrulleros, allanamientos.

Cuarenta años después, esa imagen ya no tiene el mismo filo.

El ovejero se volvió perro de familia. Su lugar simbólico como figura de amenaza fue ocupado por otras razas —pitbulls, rottweilers, dogos— que emergieron en un contexto social muy distinto.

 

🧬 Domesticación y época

 

En El día que el hombre encontró al perro, Konrad Lorenz muestra que la domesticación no es un proceso neutro: las sociedades moldean a sus animales de acuerdo a sus necesidades, miedos y formas de organización.

No hay “perro en abstracto”: hay perros de época.

El ovejero alemán fue perro de Estado: parte de una maquinaria represiva jerárquica, vertical, centralizada.

El pitbull, en cambio —y aquí Amores perros (Iñárritu, 2000) es un símbolo cultural perfecto— es un perro privatizado: arma personal, guardián de territorios rotos, metáfora de la violencia individualizada.

En apenas cuatro décadas, la figura del perro narra una mutación política profunda: del miedo institucionalizado al miedo difuso, fragmentado, callejero.

 

🐶 El poder con rostro amable

 

Mientras tanto, en muchas policías “civilizadas” del mundo, el perro de Estado también mutó: el labrador retriever, el spaniel, razas amigables y menos intimidantes, ocupan ahora tareas de vigilancia y control.

La autoridad ya no necesita mostrarse feroz: prefiere parecer protectora, colaborativa, “soft”.

 

Así, en el mapa simbólico:

el ovejero representa la autoridad dura, el pitbull la violencia privatizada, y el labrador la autoridad amable y tecnológica.

 

🪞 Lo que dice un perro sobre nosotros

 

No es sólo una historia canina: es una historia política y cultural comprimida en un signo.

Como intuía Lorenz, cada sociedad escribe su miedo sobre el cuerpo de un perro.

Lo domestica, lo selecciona, lo entrena, lo convierte en emblema sin necesidad de palabras.

Y así, un verso de rock que hablaba de ovejeros puede, 40 años después, servir como fósil vivo de una época: basta con cambiar el perro de la escena para comprender cómo el poder y el miedo se transformaron entre nosotros.

 

 

2025/10/22

El imperio de las formas: historia de una torsión perceptiva

 


El imperio de las formas: historia de una torsión perceptiva

1. La invención de la forma

¿De dónde provienen las hermosas formas de un cuerpo?
Si fueran naturales, bastaría la biología para explicarlas. Pero no: las formas no son un dato del mundo, sino una invención técnica y simbólica que recorta la experiencia sensible y la vuelve reconocible.

La geometrización del entorno fue una de las operaciones más radicales de la especie: al construir su hábitat —paredes, caminos, cultivos, refugios— el ser humano impuso líneas, polígonos, volúmenes sobre lo informe.
A partir de ese gesto, ya no se pudo percibir sin forma: lo natural quedó eclipsado detrás de una rejilla formal.

Como el número: una vez inventado, ya no es posible pensar sin contar.
Como la forma: una vez instituida, ya no es posible ver sin formalizar.

Este imperio de la forma no es abstracto. Se instala en la carne: la percepción se organiza sobre su huella. Y aunque los cinco sentidos participan en la experiencia, la vista —por su capacidad de codificar y estabilizar— se vuelve hegemónica. Lo visible captura al resto.


2. Gestalt: la gramática sensible

La Gestalt no inventa esta operación, la describe: nuestro cuerpo reconoce figuras, bordes, simetrías, cierres. No porque estén “antes de la cultura”, sino porque la cultura se apoya sobre esa base sensible para imponer su régimen formal.

La percepción no registra fragmentos: anuda relaciones espaciales y las estabiliza en configuraciones reconocibles.
Ver es organizar.


3. Trompe l’œil: la ilusión fabricada

El trompe l’œil renacentista llevó esta operación a un nuevo plano: no sólo ver formas, sino producirlas deliberadamente.
A través de sombras, fugas y perspectivas, el ojo es conducido a leer profundidad en un plano.

La cultura ya no se limita a acompañar la percepción: la captura y la dirige.
La ilusión deja de ser accidente para convertirse en técnica.

La imagen engaña no porque mienta, sino porque conoce nuestra manera de ver.


4. Imagen técnica: habituación perceptiva

Con la fotografía y el cine, la ilusión deja de ser un efecto puntual y se convierte en entorno.
La imagen técnica naturaliza el trompe l’œil:

  • La profundidad deja de depender de la experiencia corporal.

  • La vista reconoce volúmenes en signos bidimensionales.

  • El cuerpo aprende a confiar en un plano.

Mientras en ciertas culturas una fotografía no es legible sin entrenamiento, en la modernidad visual la imagen plana es transparente: ver y leer imagen son la misma operación.


5. Realidad virtual: torsión topológica del cuerpo

La realidad virtual no borra al cuerpo, lo torsiona topológicamente.
La interfaz no sustituye la carne: la pliega en un nuevo régimen espacial.
La frontera entre dentro y fuera se vuelve reversible; el espacio perceptivo se redistribuye entre cuerpo biológico y superficie técnica.

Ya no se trata de ver ilusión sobre el mundo, sino de habitar la ilusión como mundo.

La imagen no desplaza al cuerpo: lo curva.
No niega su presencia: la reconfigura.


6. Lo bello y lo erótico como residuos formales

La belleza, lejos de ser un principio universal, es el residuo perceptivo de una larga formalización.
No proviene de la naturaleza: emerge del cruce entre gramáticas sensibles y regímenes visuales.

Incluso el deseo sexual, que en otras especies se apoya en olores, roces o temperaturas, en el humano está profundamente formateado por la visión: por la forma, no por la carne directa.
Las curvas, los contornos, las simetrías no son atractivos por sí mismos: son codificaciones culturales ancladas en una percepción torsionada.


7. Coda: historia de una torsión

EtapaDispositivoEfecto perceptivoRelación cuerpo–imagen
GeometrizaciónCultura materialFormalización del entornoEstructuración
GestaltEstructura sensibleConfiguración relacionalBase perceptiva
Trompe l’œilArte ópticoIlusión localizadaCaptura
Imagen técnicaFotografía–cineIlusión cotidianaHabitualización
VRInterfaz digitalTorsión topológicaReconfiguración

La historia de la percepción no es una historia de sustituciones, sino de torsiones acumulativas. Cada técnica se injerta en la carne perceptiva y modifica su forma de anudar mundo.

Las formas nacen en la cultura, se inscriben en el cuerpo, y retornan como evidencia natural.
Lo que llamamos “ver” es, en el fondo, una política de la forma.

De la Gestalt al simulacro: historia breve de la ilusión perceptiva

 


1. La Gestalt: el cuerpo como topólogo

La percepción humana no parte de cero. Se organiza sobre ciertas regularidades sensibles: formas, contrastes, cierres y bordes que el cuerpo reconoce y reconfigura desde sus propias condiciones materiales.

  • reconoce bordes, contrastes, cierres, figuras sobre fondo;

  • tiende a preferir la simetría, la continuidad y la simplicidad formal;

  • completa formas incompletas, deduce volumen aunque sólo haya contorno.

La Gestalt no inventa nada: describe ese orden perceptivo fisiológico.
La percepción es, en su base, una actividad topológica del cuerpo.

“El ojo no ve puntos: ve figuras.”


2. Trompe l’œil: el artificio óptico

El trompe l’œil —nacido en la pintura occidental desde el Renacimiento— es el primer gran gesto técnico que explota deliberadamente las leyes gestálticas.
Su efecto consiste en producir profundidad en una superficie plana:

  • utiliza sombras, perspectiva, líneas de fuga, escorzos;

  • engaña al sistema perceptivo, forzándolo a reconocer volumen donde no lo hay;

  • inaugura la cultura de la ilusión visual controlada.

Lo que antes era un dato fisiológico (la búsqueda de forma), ahora se vuelve objeto de manipulación artística.
La cultura aprende a capturar y orientar la percepción.

“El ojo es engañable porque busca sentido.”


3. Imagen técnica y habituación perceptiva

La fotografía y el cine llevaron esa ilusión a la vida cotidiana: ya no es el efecto excepcional de un mural, sino un entorno perceptivo permanente.
El sujeto moderno nace rodeado de imágenes planas que imitan tridimensionalidad.
Este hábito transforma la percepción:

  • se automatiza el reconocimiento de trompe l’œil;

  • la profundidad ya no se deduce de la experiencia física, sino de signos convencionales (luz, foco, escala, posición);

  • la confianza perceptiva se desplaza del contacto al código visual.

Lo que para algunas culturas era opaco —una foto—, para el sujeto moderno es transparente.
La percepción no se expande: se torsiona, se vuelve dependiente de marcas técnicas que sustituyen parcialmente la experiencia corporal directa.


4. Realidad virtual: torsión topológica del cuerpo

La VR y las imágenes digitales no desplazan al cuerpo,
📌 lo torsionan topológicamente.

  • El límite interior/exterior ya no se define sólo por la piel, sino por una interfaz —pero esa interfaz se injerta en la percepción corporal.

  • El cuerpo no desaparece: se pliega sobre la imagen, que actúa como una extensión de su campo perceptivo.

  • La imagen técnica no reemplaza al cuerpo: lo reconfigura, dibuja otras fronteras de presencia, distancia y espacialidad.

👉 Así como el trompe l’œil forzaba al ojo a leer profundidad en un plano, la VR fuerza al cuerpo a habitar un espacio sin espesor.
La ilusión deja de ser decorativa para volverse entorno estructurante.

  • El adentro/afuera ya no es borde nítido, sino superficie reversible.

  • La experiencia perceptiva se vuelve heterotópica, distribuida entre cuerpo biológico e imagen técnica.

  • Lo real perceptivo no se evapora: se reinscribe en un nuevo mapa topológico.

“La imagen no sustituye al cuerpo: lo curva, lo dobla, lo hace orbitar en torno a una nueva frontera.”


5. Síntesis: tres momentos de una misma operación

EtapaModoAnclajeEfecto
GestaltPercepción espontáneaCuerpo / nerviosConfiguración fisiológica
Trompe l’œilIlusión construidaTécnica ópticaSimulación localizada
Realidad virtualInmersión simuladaInterfaz digital–cuerpoTorsión topológica de la experiencia

6. Coda: lo real como resto

Ni la Gestalt ni el trompe l’œil ni la VR agotan lo real.
Siempre quedan restos —táctiles, olfativos, pulsionales— que no entran en la pantalla.
Pero cada etapa modifica la proporción entre percepción encarnada e ilusión técnica.
La imagen no se limita a “desplazar” al cuerpo: lo obliga a reorganizar su cartografía sensible.

“La historia de la percepción moderna no es la sustitución del cuerpo por la imagen, sino la torsión creciente de su frontera.”