La forma no es una entidad estática, sino un proceso móvil. Concebimos la realidad a través de configuraciones que se transforman, se infiltran en la naturaleza y, una vez instituidas, redefinen nuestra percepción. En este sentido, lo que llamamos “naturaleza” ya no es un dato inmediato, sino una construcción filtrada por las formas que la cultura y la memoria imponen.
El recuerdo visual se organiza siempre en torno a figuras. Lo que reconocemos no son fragmentos aislados, sino totalidades que se apoyan en patrones previos. Por ello, toda percepción es al mismo tiempo reconocimiento. La experiencia de la visión borrosa lo ilustra con claridad: sin lentes, una silueta humana puede confundirse con una forma conocida; con lentes, la nitidez disuelve esa semejanza. La forma, entonces, no es garantía de lo real, sino mediación simbólica, esquema que selecciona y organiza.
En consecuencia, lo que percibimos no es simplemente lo que está ahí, sino lo que nuestras formas ya nos han enseñado a ver. La forma es móvil, pero también normativa: se desplaza, pero al hacerlo instituye los límites de lo visible.
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