Prometer la felicidad a través del consumo, además de producir ganancias y obturar la posibilidad de transformar la sociedad para un destino colectivo verdaderamente satisfactorio ya no puede sostenerse para el capitalismo en la misma legalidad que construyó.Ya no es necesario esperar la muerte para luego acceder al paraíso que siempre prometieron las religiones, ahora consumiendo, el paraíso terrenal está a la vuelta de la esquina.
Hoy se habla de “inyectar dinero en el bolsillo de la
gente”. Es bien sabido que si hay mayor consumo la economía existente se
fortalece. Los economistas keynesianos sostienen que fortalecer el consumo es
siempre una medida contracíclica para paliar las reiteradas crisis del
capitalismo contemporáneo. De todos modos habría que diferenciar claramente lo
que significa la consolidación de un mercado interno por un lado y la impronta
consumista por el otro.
Según las teorías del marketing, los grandes
vendedores no son los que saben ofrecer los productos necesarios, sino los
intangibles. Esos que nunca se sabe bien, qué son, ya que no son concretos,
pero que deben considerarse como necesidades irrenunciables. Las empresas hoy no sólo nos quieren ofrecer un servicio
útil, sino que nos venden una salud impecable, la seguridad de nuestra familia,
la dicha prolongada y el éxito financiero.
En todo caso si lo que se trata de vender, no es algo
completamente intangible, como puede ser una prenda de vestir, lo que hay que
saber hacer es vender la marca, invistiéndola de algún halo mágico, porque da
prestigio, o mayor atracción; aunque su valor de utilidad no sea demasiado
diferente. Un jeans de marca puede llegar a valer tres o cuatro veces más, ni
hablar de un perfume o una determinada bebida alcohólica, mucho más si se
pusieron de moda, y sus efectos resultan inigualables. Hoy el fetichismo de la
mercancía del que hablara Karl Marx en El
Capital, está al orden del día.
La red deseante.
Según precisa la teoría de Freud, el deseo está
orientado hacia algo que si bien simula serlo, en realidad es algo inexistente.
Cada vez que alguien alcanza lo que desea, se encuentra que eso al final no
era, y de esa forma, vuelve a desear, y así infinitamente. Lo alcanzado nunca
coincide con lo que se buscaba. A su vez nadie se siente atraído por lo que
nadie desea, y en ese sentido el deseo es siempre el deseo de los otros, lo que
socialmente se presenta como deseable. Este concepto del psicoanálisis sirve
para mostrar dos facetas principales de cómo funciona la oferta consumista: la
insatisfacción permanente y el objeto que puede saciarla. Esa oferta está
presente continuamente en la subjetividad social, para que la sociedad se
reproduzca sin quiebres. Ya que no solamente es la ganancia de los que venden
mercancías, sino también la ilusión de que ésta es la mejor sociedad posible.
El muchacho veía la publicidad que aparecía por la
pantalla de la TV. En ella, otro muchacho se desplazaba arriba del nuevo automóvil,
el más caro de los que habían salido en el último tiempo. En la escena este
último pasa cerca de una vereda y una de esas chicas que parecen inalcanzables
lo mira y le sonríe. Él se detiene y le abre la puerta. El final es conocido.
Apología del medio (el automóvil) y apología del fin (la conquista de la
chica). La muchacha de esta forma también se convierte en objeto de consumo.
Ella no solamente le da sentido a la escena, ella también compra el automóvil.
De esta forma la subjetividad social consumista y hegemónica transforma a los
sujetos en objetos. Es el imperio de la imagen y del fetiche.
Según dice Mauricio Lazzaratto en su libro Políticas del Acontecimiento (Tinta Limón Ediciones, Buenos Aires, 2006), el capital financiero no fabrica mercancías como lo hace el capital industrial. El capital financiero –dice- fabrica mundos. ¿Qué tipo de mundos? A través de la publicidad y la cultura de masas fabrica mundos de signos y de imágenes que sugieren que el paraíso terrenal existe, y que es posible a través de la adquisición de diferentes productos que están en el mercado.
La insatisfacción permanente de los deseos, tiene como
correspondencia necesaria la idea de la fragilidad, y para ella el capital ya
encontró una solución sin esperar una vida ultraterrena, mucho menos el cambio
social. Hoy tal como sugiere el filósofo esloveno Slavoj Zizek, la gente ya no
se siente culpable por saciar en exceso sus apetitos instintivos, sienten culpa
por no poder darle mucho mayor goce a sus cuerpos.
El consumismo crea una demanda de extremo placer, que
al no poder saciarla, se convierte en frustración. No se trata de generar -por
lo contrario- la vida aséptica de un “santo”, sino saber que la demanda de
mayor placer, es una de las imposiciones morales del capitalismo tardío. Pero
sobre todo porque es imposible y conduce al individualismo extremo. Porque el
paraíso prometido obviamente no es para todos, se les ofrece a todos, pero se
sabe que es para pocos: para los emprendedores exitosos con suficiente
autoestima. Para los que hacen de la competencia más salvaje, su principal modo
de vida.
De ésta nadie se salva
Si bien la mayor oferta consumista está dirigida hacia
los sectores que más tienen, y que por ende pueden comprar lo que se les
ofrece; tal como sugiere la crítica cultural brasileña Suely Rolnik, las clases
sociales más desposeídas no son ajenas a esa promesa capitalista de paraíso en
la tierra. Si bien las elites se encuentran enfermas y alienadas bajo la
promesa de esa creencia de la religión del Capital, nadie está a salvo de ello,
y más aún, para los excluidos esa promesa resulta mucho más perversa y terrible.
La promesa es imposible para todos, ya que no alcanza para saciarla consumir
todo lo que nos ofrecen. Si para las clases sociales más pudientes existe la
posibilidad ilusoria de realización, en los más pobres esto tiene consecuencias
nefastas.
Nike es la cultura
El capitalismo lejos de excluir del consumo, lo
multiplicó, lo dividió por segmentos y hoy para cada estrato social existe una
oferta específica. Si los autos de alta gama, las 4 x 4, los personal trainers,
los cirujanos estéticos, los milagros de la autoayuda, y mil burbujas más se les ofrecen a
las clases medias y altas; también podés comprarle a Sprayette la faja que te
quita los kilos de más, porque se puede quemar grasas sin hacer esfuerzos;
podés comprar lo que alarga el tamaño del miembro y porqué no una vida. Todo
está a tu disposición para una existencia perfecta y envidiable.
También para los extractos más pobres hay una oferta
específica, y cada vez más globalizada. El magnate petrolero y el capo narco
corren en la camioneta, con anteojos negros y una “rubia producida” a su lado,
mientras el pibe de barrio se desvive por las zapatillas con llantas, y la ropa
del deporte más popular del país imperial: el beisbol. Cualquiera que vea a
este último seguramente dirá: “es un pibe chorro”, pero del supuesto magnate de
la Hilux o la Land- Rover, seguramente no dudará, lo más probable es que
sienta envidia. Esa lógica hoy está instaurada. Bastante perversa por cierto.
Tanto las “llantas” como la 4 x 4 simulan ser todo terreno. Igual que el
consumismo.
El consumo borró la frontera de la
legalidad
Prometer la felicidad a través del consumo, además de
producir ganancias y obturar la posibilidad de transformar la sociedad para un
destino colectivo verdaderamente satisfactorio, -ya que eso no sería necesario,
porque hoy están todos los placeres en venta- ya no puede sostenerse para
el capitalismo en la misma legalidad que construyó.
Hoy parte de las ganancias y de los placeres, entraron
en un callejón supuestamente ilegal, pero patrocinado por los mismos que
dictaminan la ley. Las redes de trata y del narcotráfico lejos de ser
anomalías del capitalismo, son engendradas para satisfacer las promesas de
goce, esas que largamente exceden las mismas posibilidades humanas. En Noches
de Cocaína, James G. Ballard relataba con estupor cómo un grupo de
acomodados veraneantes, quemaban una mansión y ponían en actos sus fantasías
sexuales más aberrantes, como forma de satisfacer eso que la cotidianeidad
nunca les brinda, incluso bajo el riesgo de morir en el intento.
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