El
desarrollo de diferentes modalidades delictivas hoy va constituyendo un pequeño
modo de producción que permanentemente rompe lazos sociales y solidaridades,
afectando principalmente a los sectores populares.
Por Osvaldo Drozd*
(para La Tecl@ Eñe)
En una
nota publicada con anterioridad en La Tecl@ Eñe quien escribe reseñaba de qué
forma la inseguridad se fue transformando en uno de los flancos débiles de los
gobiernos kirchneristas (2003- 2015). No tanto por no poder impedirla de manera
eficaz, sino principalmente por minimizarla y permitir que los grandes medios
corporativos se la endilguen permanentemente y las diversas expresiones de la
oposición política se permitieran aparecer como los paladines de cómo
resolverla. Los que más conocen sobre el tema siempre supieron que los planteos
de las derechas lejos de poder dar atisbos de resolución a esta problemática
son por lo contrario capaces de naturalizarla a pesar de la demagogia punitiva.
El gobierno de Mauricio Macri en casi un año de gestión lejos de haber
propuesto soluciones, hizo que el problema se agrande aunque ya los medios no
responsabilicen directamente a la gestión. Hoy la inseguridad es mayor pero el
problema es de los delincuentes parecieran decir los diferentes medios.
Pareciera
que para la agenda del progresismo o de las izquierdas hablar sobre la
inseguridad es incurrir en un pecado capital. La inseguridad es culpa de la
pobreza y condenarla es estigmatizar a los que menos tienen se escucha decir.
Eso lleva a pensar que las bandas delictivas son el producto espontáneo del
surgimiento de la pobreza. Lo que se piensa habitualmente es que los pibes de
las villas se juntan en una esquina para drogarse y luego salen a robar. Se
cree así que el delito es producto de una espontaneidad perversa que hoy habita
nuestra sociedad, mientras que nadie es capaz de advertir que para el
desarrollo de la criminalidad debe existir organización, y que en ésta están
implicados muchos que nada tienen que ver ni con la pobreza ni con la villa. En
todo caso son actores que usufructúan e instrumentalizan a sectores juveniles
vulnerables.
El
problema de la seguridad en verdad atañe a una realidad social, a una
configuración del tejido social sobre la cual es posible llevar adelante desde
arriba políticas de ajuste o por el contrario se constituye en un obstáculo
para profundizar políticas inclusivas.
El
desarrollo de diferentes modalidades delictivas hoy va constituyendo un pequeño
modo de producción que permanentemente rompe lazos sociales y solidaridades, afectando
principalmente a los sectores populares. En muy raras ocasiones el delito
afecta a los miembros de las clases más poderosas, y no pocas veces -cuando eso
sucede- se trata de ajustes de cuenta o mensajes mafiosos.
Allá
por los últimos años de la década del ’90, cuando comenzaron a conformarse los
diferentes movimientos de desocupados, un experimentado militante territorial
de Ensenada le explicaba a quien escribe que, no pocas veces cuando había
interesados en que los trabajos barriales se rompan, lo que hacían era
introducir droga. Eso era un elemento que atomizaba cualquier iniciativa
social, un potente desmovilizador. A su vez comentaba que en los barrios en los
que había mucha pobreza desde el mismo activismo intentaban controlar y
neutralizar a los delincuentes conocidos, porque eso jugaba en contra de la
militancia y del laburo barrial. Tampoco descartaban hacer reuniones con todos
los vecinos en la sociedad de fomento e invitar al comisario para advertirle
que no estaban dispuestos a permitir una zona liberada. La tarea de un
movimiento social en una barriada también es cuidar los intereses del
almacenero, de los pequeños comerciantes y de todos aquellos que trabajando
mejoran sus pertenencias familiares. Suponer que en un barrio precario la mayoría
se droga, roba o se prostituye es la visión que nos quieren imponer desde las
principales usinas del Establishment. Por eso el trabajo sistemático que
hicieron las organizaciones piqueteras en el territorio es algo que no debe
dejar de resaltarse, y principalmente porque lo hicieron a partir de un
sedimento socio cultural ya existente. La existencia de redes delictivas en un
territorio determinado flaco favor le hace a los movimientos sociales, le
entorpecen su actividad e incluso sirven de excusa para estigmatizarlos y
reprimirlos.
Existe
hoy una caracterización muy precaria de las clases sociales existentes que
dificulta ostensiblemente el diagnóstico y por ende la labor política
misma. Se habla demasiado de la “clase media” haciendo de ella un componente
negativo y retrógrado que obstaculiza la labor militante y por otro lado se la
enfrenta a los sectores más empobrecidos de la sociedad. La problemática de la
seguridad pareciera girar imaginariamente en relación a esa contradicción. Los
sectores integrantes de la denominada clase media no dejan de ser en su gran
mayoría sectores populares proclives de ser ganados para el cambio social. Los
trabajadores que tienen un empleo en blanco y gozan de un sindicato, los
profesionales -muchos de ellos proletarizados-, y todo lo que otrora se
denominaba pequeño burguesía son la clase media. Obviamente que en ella hay
sectores reaccionarios de igual modo que entre los más pobres hay sectores
lumpenizados. El gobierno de Cambiemos si bien se puede apoyar en esos sectores,
su componente de clase es bien definida: son esos sectores tradicionales del
poder terrateniente y financiero, los socios civiles de la dictadura. Construir
un bloque de fuerzas que se plantee una alternativa de liberación nacional y
social implica unir a la mayoría de los sectores populares para enfrentar a esa
fracción dominante socia del Imperio.
La
Inseguridad es un elemento que poco aporta a la unidad popular, la fractura, la
corroe. Enfrenta a sectores populares entre sí, genera desconfianzas muy
marcadas, prejuicios biopolíticos y rompe todas las cadenas de solidaridad.
Invita a encerrarse en el propio hogar y alejarse de cualquier actividad
colectiva. En términos maoístas la inseguridad exacerba las contradicciones en
el seno del pueblo. En tal sentido la existencia de ese pequeño modo de
producción delictivo amenaza la existencia de las organizaciones sociales y
políticas y por ende favorece a los que ostentan el poder. Obviamente que no es
sólo un problema argentino, es parte integrante de un capitalismo en
descomposición que decidió acumular riquezas más allá de la plusvalía. Las
fracciones más ricas y poderosas del planeta hoy no viven solamente de la
explotación de los obreros, además acumulan con las economías sumergidas
(trata, narcotráfico, esclavización, etc.) desarrollan guerras, promueven
violencia, saquean riquezas naturales entre muchas otras acciones. El
desarrollo del crimen organizado no puede ser ajeno a esa marea rapaz, es
completamente compatible y funcional.
Hoy una
alternativa progresista o de izquierda debe plantear seriamente el problema de
la inseguridad. Porque es un tema sentido por gran parte de la población y que
puede convertirse en un campo propicio para la lucha ideológica de los sectores
populares contra el sentido común imperante. La existencia de inseguridad le
permite a los sectores dominantes tener mucho más controlado el escenario
social y cualquier atisbo de conflictividad. No resulta novedoso ver la
eficacia de las fuerzas de seguridad en la lucha antidisturbios y la ineficacia
para combatir el delito. Siempre se dirá que ganan poco que no están bien
equipados pero dando palos a los manifestantes o disparando balas de goma eso
no se percibe.
Por
otra parte hay que señalar que desde hace algunos años se viene produciendo en
diferentes partes del mundo, una radicalización creciente de sectores medios de
la sociedad hacia posturas fascistas. Si bien el epicentro de este fenómeno se
da en Europa y los Estados Unidos como reacción a la llegada de inmigrantes,
esto no es ajeno a lo que mayoritariamente piensa gran porcentaje de los
sectores medios argentinos con respecto a la llegada de bolivianos, paraguayos
y otros pueblos suramericanos. Espontáneamente se piensa que vienen a robar o a
traficar drogas, cuando se puede comprobar fehacientemente que vienen a
trabajar de forma mucho más dura que nosotros mismos. En diciembre de 2010
cuando la toma del Parque Indoamericano el por entonces jefe de gobierno
porteño Mauricio Macri dijo por todos los medios que la violencia era a causa
de la “Inmigración descontrolada”. Ese sedimento ideológico está muy presente
en las capas medias al igual que un cierto racismo con respecto a los
habitantes de los barrios precarios. La frase del ministro de Educación Esteban
Bullrich “Esta es la nueva Campaña del Desierto, pero sin espadas con
educación” resultó bastante sugestiva. ¿Quiénes son los indios a conquistar? es
la pregunta que uno se tendría que hacer.
La
inseguridad como pequeño modo de producir corroe el tejido social y lo
predetermina para que se lleven adelante políticas de ajuste. Sobre esa base
objetiva intentar establecer políticas inclusivas o progresistas tiene un
límite determinado, es el que no permite unificar al conjunto de los sectores
populares para enfrentar a su verdadero enemigo. “Piquetes y cacerolas…”
representó un momento muy especial, ya demasiado lejano. Lo que hay que
entender es que el surgimiento del odio al diferente es producido por la
suposición de que ese otro representa una amenaza. Ese odio se produce en una
muy marcada escisión subjetiva. El que piensa que los bolivianos son
narcotraficantes y que debieran ser deportados a su país, también va a la
verdulería y se complace en ser atendido por comerciantes que lo tratan mejor
que sus propios connacionales.
Unir a
los diferentes sectores populares no es tarea fácil, mucho menos hoy, pero de
ello depende que el futuro no sea de barbarie. Que lo sea indudablemente no es
un problema para las clases poderosas. El sistema hoy no combate a la
violencia, la regula para sus propios fines.
Berisso-
1 de noviembre de 2016
*Periodista
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