2014/05/04

La Alianza para el Progreso y las reformas en el sector agrario

En los orígenes de los cambios en las arcaicas estructuras latifundistas latinoamericanas durante los ’60 , se encuentran las necesidades norteamericanas de prevenir y controlar las luchas campesinas por la tierra.
Punta del Este 1961. El “Che” Guevara denuncia las intenciones
 imperialistas de Estados Unidos en la conferencia de la OEA.
“Los expertos sugieren sustitución de ineficientes latifundios y minifundios por fincas bien equipadas. Nosotros decimos: ¿quieren hacer la Reforma Agraria?, tomen la tierra al que tiene mucho y dénsela al que no tiene. Así se hace Reforma Agraria, lo demás es canto de sirena.”
Ernesto Che Guevara
Las transformaciones que se producen en la sociedad siempre son resultados de la lucha de los pueblos por mejorar sus condiciones de vida, aunque en algunas oportunidades, existen cambios que son intentos de controlar y encuadrar esas luchas, acotarlas, instrumentalizarlas e intentar que no sean demasiado radicales. Otros dirían que eso es hacer lo posible. En los años ’60, un fantasma recorría la América latina, era el de la expansión y propagación de la revolución cubana. Esto era un quiste severo para el dominio de los Estados Unidos en su patio trasero, no solamente por lo que sucedía en la isla caribeña, sino porque ese ejemplo podía cundir en toda la región situada al sur del Río Bravo. Por aquellos tiempos se hablaba de los que proponían cambiar algo, para que no cambie casi nada, y esa fue precisamente la principal artimaña de Washington para intentar frenar los nuevos aires que soplaban en la región. En definitiva, la estrategia imperial de ceder un poco para poner freno a los reclamos populares, también es un resultado de las luchas y no la acción benevolente de quien lo hace para preservar su dominio. Eran los tiempos de la guerra fría y, el temor de que la Unión Soviética se inmiscuyera en la región, hizo que los Estados Unidos trazaran una estrategia para desactivar los principales focos sociales explosivos provenientes de la gran desigualdad reinante en el continente. Uno de ellos, el atraso en cuanto a la situación agraria latinoamericana. Fue en este marco que la potencia del Norte propusiera a través de su entonces presidente John F. Kennedy la conformación de la Alianza para el Progreso. Un ambicioso programa de ayuda económica y social por el que los Estados Unidos se comprometían a colaborar con los países latinoamericanos, realizando una inversión de veinte mil millones de dólares durante el lapso comprendido entre 1961 y 1970. Una de las políticas propuestas fue la de impulsar la reforma rural integral en los países de la región. La Alianza para el Progreso implicaba necesariamente la presencia en estos países de políticas desarrollistas, tales como las que ya venían sosteniendo desde 1958 los presidentes Juscelino Kubitschek en Brasil y Arturo Frondizi en la Argentina. Las reformas agrarias tanto en Chile como en Perú, iniciadas los primeros años de la década del ’60, sólo pueden ser entendidas en este contexto, el de la ayuda americana para evitar la propagación de conflictos sociales. Si bien a lo largo de los años que tuvieron de desarrollo, ambas reformas adquirieron otras características, en un inicio estuvieron signadas por la política de Washington. La reforma agraria en Perú a partir del ’69 con la presidencia del General Juan Velasco Alvarado tomaría un rumbo radical en relación a la iniciada en 1962, durante el gobierno de la Junta Militar presidida por Nicolás Lindley. También pesaba sobremanera en la región, la reforma agraria emprendida en 1953 en Bolivia, y más allá de la iniciativa que les dio lugar institucional, lo que no hay que dejar de señalar es que sin un movimiento campesino ya existente, que presionara desde abajo, esto no hubiese sucedido. La muestra de eso, es que en países de la región con poca tradición de lucha campesina, no se planteó desde el desarrollismo ninguna iniciativa de transformar algo de la estructura agraria.
La Alianza para el Progreso (Alpro) tuvo su bautismo en la ya célebre Conferencia de Punta del Este realizada entre el 5 y el 17 de agosto de 1961 en la ciudad balnearia uruguaya. En esa reunión del Consejo Interamericano Económico y Social (CIES) estuvieron presentes delegados de todos los países de la Organización de Estados Americanos (OEA) e inclusive un delegado por Cuba, Ernesto Che Guevara. Mientras todos los delegados se ilusionaban con la consigna de “mejorar la vida de todos los habitantes del continente” tal como rezaba la declaración oficial de la constituida Alpro, Guevara en su alocución no dejó de señalar el carácter político de la conferencia, contra toda idea de simple ayuda técnica o económica: “Tengo que decir que Cuba interpreta que ésta es una conferencia política, que Cuba no admite que se separe la economía de la política y que entiende que marchan constantemente juntas. Por eso no puede haber técnicos que hablen de técnica, cuando está de por medio el destino de los pueblos. Y voy a explicar, además, por qué esta conferencia es política; es política, porque todas las conferencias económicas son políticas; pero es además política porque está concebida contra Cuba, y está concebida contra el ejemplo que Cuba significa en todo el continente americano”, subrayó el Che. El ambicioso plan de modernizar a la región no fue efectivo. La Alianza con su política de ayuda, lo que lograba era endeudar cada vez más a los países latinoamericanos, y eso sumado a la inestabilidad política de la región, más el magnicidio de Kennedy, hizo que los Estados Unidos con el correr de los años, en lugar de la mentada ayuda económica, terminara diseñando un plan de ayuda militar contrainsurgente. Guevara en Punta del Este –de alguna forma– ya lo había advertido.
La reforma agraria en Chile. A través de la Carta Pastoral de Obispos de Chile: “El deber social y político”, de 1962, el sector eclesiástico del país trasandino expresaba ya su preocupación por la situación social del campesinado chileno. Acorde a las posiciones progresistas de la Conferencia Episcopal de América latina (Celam) e influenciados por el contexto institucional global de un progresismo que se expresaba en el Concilio Vaticano, con la encíclica Mater y Magistra de 1961 del papa Juan XXIII, la Iglesia chilena se pronunciaba por reformar las condiciones agrarias de ese país, e incluso dio el puntapié inicial de un esbozo de reforma agraria, que haría que posteriormente el gobierno de Jorge Alessandri promulgara la primera ley de reforma a través de la Ley 15.020 de 1962. Adelantándose a la promulgación de dicha normativa, los obispos progresistas encabezados por el cardenal Raúl Silva Henríquez decidieron entregar parte de los fundos que eran de su patrimonio a los campesinos que trabajaban en ellos. Este fenómeno abarcó sólo cinco fundos y benefició a 301 campesinos. Fue sin dudas un acto simbólico de importancia, que hizo que el presidente Alessandri se viera en la obligación de impulsar la reforma, con el apoyo de la recientemente conformada Alianza para el Progreso. Según expresara el experto chileno Sergio Gómez en su trabajo “Reforma Agraria y Desarrollo Rural en Chile”, las cifras sobre el impacto de la reforma agraria no tuvieron el mayor sentido, ya que menos de 1.000 beneficiarios fueron favorecidos antes del inicio de la reforma a comienzos de 1965. Pero al margen de esta cifra insignificante, señalaba Gómez, lo importante es que se había abierto un debate sobre el tema, que ganó legitimidad, y además se crearon la Corporación de la Reforma Agraria (Cora) y el Instituto de Desarrollo Agropecuario (Indap), que serían instituciones muy importantes para el desarrollo de la reforma. Según el mismo autor, para realizar el análisis de la década 1964-1973, época en la que se aplicó el proceso de reforma con intensidad, hubieron dos hechos que caracterizaron a este período: la masiva organización sindical de los asalariados agrícolas y su movilización y, la drástica y masiva reforma agraria. Estos procesos se iniciaron de hecho a comienzos del período y se plasmaron en textos legales en 1967 durante la presidencia de Eduardo Frei Montalva (1964-70). Las leyes 16.625 sobre sindicalización campesina y la 16.640 sobre la reforma agraria, complementada con una reforma constitucional sobre el derecho de propiedad, que permitió la expropiación de predios agrícolas con un sistema de pago diferido. Durante el mandato de Frei se expropiaron 1.408 predios, con 23,4 % de la tierra regada del país y 34,7% de la tierra de secano, y se benefició a 21.290 familias. Con la llegada del gobierno de Salvador Allende y la Unidad Popular (1970-73) se aceleró el proceso expropiatorio con la creciente movilización de las organizaciones campesinas. En menos de tres años se expropiaron 4.401 predios, con 35,3% de la tierra regada y gran parte de la tierra de secano, y se benefició a 39.869 familias. Si bien la estructura latifundista había tocado a su fin, con la llegada de la dictadura de Augusto Pinochet, se iniciaría un proceso de contrarreforma, represión y desmantelamiento de las organizaciones campesinas, que hicieron que los pequeños y medianos productores pasen a ser asalariados de nuevos grandes empresarios, que llevaron al campo la impronta del incipiente orden neoliberal. Con el retorno de la democracia veinte años después, la situación del campo en Chile, siguió privilegiando las grandes inversiones empresariales y los agronegocios en detrimento del campesinado. Esta situación aún hoy no se ha revertido. No lo hicieron ni los diferentes gobiernos de la Concertación, mucho menos el de Sebastián Piñera. Los agronegocios en Chile, fruto de la cada vez más frecuente relación con empresas de turismo, transporte, comunicaciones y servicios financieros, podrían fácilmente sobrepasar el 20% como contribución al PIB total, señalan expertos chilenos proclives a sostener el neoliberalismo en el país trasandino.
La reforma en Perú. A diferencia del proceso chileno, la impronta rural en el Perú estuvo mucho más signada por luchas campesinas de envergadura, y también bastante influenciada por lo que en los ’50 sucedía en Bolivia, con la reforma agraria iniciada en 1953. Según Fernando Eguren en su trabajo “Reforma Agraria y Desarrollo Rural en la región andina” las condiciones para la reforma en Perú fueron incubándose durante la década del ’50. Eguren resalta el nivel de conflictividad agraria en ese país, al igual que una creciente migración desde el campo hacia la ciudad. Este autor precisa que con respecto a las luchas campesinas, quizá el caso más notable y publicitado fue la rebelión protagonizada por los colonos de los valles de La Convención y Lares, en la selva alta del departamento del Cuzco, contra los gamonales (hacendados advenedizos), que culminó en la transformación de una sociedad semifeudal en otra mucho más moderna, capitalista y de ciudadanos, que es la que hoy existe, cuya columna vertebral está constituida por los pequeños agricultores comerciales, predominantemente cafetaleros. Pero no fue el único caso: las intensas y extensas movilizaciones campesinas y tomas de tierras de fines de la década de 1950 y comienzos de 1960, sin las que no pueden explicarse las reformas agrarias posteriores, no se orientaron solamente a acceder a las tierras de los latifundios, sino a liquidar los obstáculos económicos y sociales que impedían que al menos un sector importante de campesinos –los llamados convencionalmente ricos y medios– progresasen, pues la modernización y la ampliación de los mercados en el medio rural no eran posibles con terratenientes tradicionales y gamonales. Estos últimos no provenían del tiempo de la colonia sino que ya establecida la independencia de la corona española, fueron un sector que desplazaba mediante medios violentos a indígenas y campesinos de sus tierras, para apropiárselas. Durante la década del ’50 se producía en Perú una fuerte migración desde las zonas agrarias hacia las principales ciudades, fundamentalmente Lima, lo que hizo que los sectores urbanos más acomodados, temieran por la instalación de grandes asentamientos suburbanos. En Perú, a excepción de los grandes latifundistas, las diversas clases dominantes veían como una necesidad la aplicación de una reforma del agro. Tanto es así que ya en 1956 el gobierno derechista de Manuel Prado Ugarteche (Movimiento Democrático Peruano) se propuso conformar una comisión para implementar una reforma agraria. Pero fue recién en 1962 cuando la Junta Militar en el gobierno promulgó la primera ley al respecto, convalidando de ese modo las ocupaciones de tierras que ya habían sido realizadas por el movimiento campesino. La denominada Ley de Bases sólo legalizó las ocupaciones en los valles de La Convención y Lares, y no tuvo mayor incidencia que ésa. En 1963 se restableció transitoriamente la democracia, y asumió Fernando Belaúnde Terry como presidente. Belaúnde realizó campaña electoral prometiendo una nueva reforma rural profunda, pero la fuerza política a la que representaba (Acción Popular-Democracia Cristiana) siendo minoría parlamentaria, no pudo llevar adelante demasiados cambios, ya que la fuerza parlamentaria mayoritaria integrada por la Unión Nacional Odriísta y el APRA, respondía a los intereses de los terratenientes. En 1968 nuevamente se produciría un nuevo golpe de Estado, esta vez por parte de una fracción militar nacionalista encabezada por el general Juan Velasco Alvarado, y al próximo año se promulgaría la principal Reforma Agraria de ese país. “Hoy día el Gobierno Revolucionario ha promulgado la Ley de la Reforma Agraria, y al hacerlo ha entregado al país el más vital instrumento de su transformación y desarrollo. La historia marcará este 24 de Junio como el comienzo de un proceso irreversible que sentará las bases de una grandeza nacional auténtica, es decir, de una grandeza cimentada en la justicia social y en la participación real del pueblo en la riqueza y en el destino de la patria. Hoy, en el Día del Indio, día del campesino, el Gobierno Revolucionario le rinde el mejor de todos los tributos al entregar a la nación entera una ley que pondrá fin para siempre a un injusto ordenamiento social que ha mantenido en la pobreza y en la iniquidad a los que labran una tierra siempre ajena y siempre negada a millones de campesinos” expresaba Velasco Alvarado en junio del ’69 en el discurso de promulgación de la nueva ley. La misma no sólo consideraba expropiable a las haciendas tradicionales, sino a todo predio mayor de 150 ha (tierra de cultivo bajo riego o equivalente) y a predios menores que hubiesen incurrido en una serie amplia de causales. La ley fue respaldada por la decisión política del gobierno, y su ejecución facilitada por el poder de las armas, y por la inexistencia de instancias políticas y judiciales de control y la escasa capacidad de oposición de los partidos políticos y de las clases propietarias. Los complejos agroindustriales azucareros de la costa, cuyos propietarios eran llamados los “barones del azúcar”, fueron ocupados el mismo día que se promulgara la ley. Al igual que en la reforma agraria boliviana, se produciría un fuerte desplazamiento del sector latifundista, se incorporaría a la mayoría de los campesinos-indígenas como ciudadanos de pleno derecho, pero si bien las tierras pasaron a ser para el que las trabaja, no hubo un desarrollo tecnológico acorde, que posibilite transformar la estructura productiva integral del Perú. La reforma de la propiedad rural resulta imprescindible para resolver la principal contradicción del campo, pero para que sea efectiva en relación al desarrollo productivo de un país debe articularse correctamente con el modo productivo de la ciudad, es decir, con la industria.
Entre la vida y la muerte, los sin tierra del Brasil. El gigante suramericano es el quinto país del mundo en cuanto a extensión territorial, pero es el primero en cuanto a superficie apta para la agricultura. Hoy está próximo a ser la quinta economía mundial. Con poco más de 200 millones de habitantes, y a pesar de su extensión, es uno de los países con mayor densidad de población urbana. Sólo en la región metropolitana de São Paulo, vive el 10% de la población total. La migración desde las zonas rurales a las urbanas es muy pronunciada, y productora de gran exclusión, generando extensos cordones de pobreza alrededor de las grandes ciudades. Hace más de tres décadas emergía en ese país, uno de los movimientos sociales autónomos más poderosos del planeta, el Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra (MST) que a lo largo de los años se fue convirtiendo en el principal cuestionador no sólo de la gran desigualdad social, sino también de la desigualdad existente entre el campo y la ciudad. El MST con sus luchas a lo largo de todos estos años ha logrado posesionarse de miles de latifundios, logrando asentar a casi 200 mil familias. Escribir sobe este movimiento llevaría mucho páginas. Si en estas líneas se aborda su existencia es principalmente por su rol paradigmático no sólo en Brasil, sino fundamentalmente en toda Latinoamérica. Incluso aunque la región alcanzase a posicionarse entre las primeras economías mundiales, de hecho Brasil ya se encuentra en ese podio, podrían seguir sin resolverse los principales problemas que afectan a las grandes mayorías populares. La experiencia de los sin tierra de Brasil sirve como emblema para esbozar una reflexión final y transitoria, tras las sucesivas entregas que Miradas al Sur vino desarrollando acerca de la cuestión agraria latinoamericana.
Si en Brasil (y en la región) un dato de la realidad que tiende a cristalizarse como tendencia objetiva, es el incremento sustantivo de grandes cordones de pobreza estructural, alrededor de sus grandes urbes, con todas las consecuencias sociales que ello apareja, el desafío del MST siempre fue a contramano de esa tendencia. Antes que padecer la más cruda exclusión y miseria en las grandes favelas urbanas como Cidade de Deus, y ser presa del subempleo precarizado, la violencia y las redes del crimen organizado, los sin tierra optaron por ocupar tierras en el campo, predios de latifundistas ociosos, y desarrollar allí una economía social, instalándose en comunidades agrarias en la cual hasta son capaces de ofrecerles salud y educación a sus hijos, realizando una experiencia de vida colectiva cercana a cualquier utopía.
El MST desde su creación en 1984, viene bregando por la reforma agraria en su país, pero no una reforma que favorezca a los campesinos solamente, una reforma que transforme a Brasil en una nación igualitaria. No son una oposición a los gobiernos de turno, son más bien una fuerza social que resiste con alternativas, a la más cruda inercia del sistema capitalista mundializado. El MST es tal vez la expresión organizada más significativa de la resistencia de los pueblos latinoamericanos contra la injusta estructura agraria heredada desde el tiempo de la colonia. Una voz que no habría que dejar de escuchar.


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