Cuando
las derechas hacen profesión de acciones poco humanitarias para remediar la
violencia producida por la inseguridad, las respuestas del progresismo no hacen
más que caer en una encerrona que deja al problema sin solución.
Nota
Socompa
Se podría afirmar con bastante certeza que
el problema de la inseguridad data en este país de hace por lo menos dos
décadas. A partir de la segunda mitad de los 90 fue cuando comenzó a
presentificarse. Hace al menos 30 años la Argentina era un país con cifras
cercanas al pleno empleo y con índices de seguridad muy altos. Bastante
diferente era en el resto de los países sudamericanos. Se podía escuchar por
entonces que quien perdía su trabajo o se deprimía o salía a robar. De
producirse lo último no se unía a circuitos criminales ni a contar con
respaldos exteriores a su acción individual. Era un emprendedor autónomo que
podía regresar del delito en el caso de reencontrar una fuente laboral.
Extraña escuchar hoy a sectores progresistas sostener
que la causa de la delincuencia sea únicamente la pobreza. Se supone que en la
esquina de una villa varios pibes se juntan a drogarse para envalentonarse y
luego ir a delinquir debido a sus falencias económicas. Los informes del
activismo barrial que surgen de situaciones de ese estilo contradicen esa
mirada. Principalmente los pibes son apretados para luego ser reclutados. Hoy
prevalece el crimen organizado. Pero ningún informe detalla los otros eslabones
de la cadena. Esto se torna elocuente en actividades como el narcotráfico o la
trata de esclavas. Los verdaderos empresarios del delito son la parte invisible
de la cadena.
La estructura tremendamente desigual que genera el
neoliberalismo produce formaciones sociales agrietadas y fragmentadas con una
marcada balcanización y compartimentación que hace que el aislamiento producido
sea aprovechado por el crimen organizado para su expansión.
Desde la segunda mitad de la última década del siglo
anterior se sucedieron gobiernos de diferente color político. Ninguno pudo
frenar el avance exponencial del delito y mucho menos revertir la estructura
cada vez más desigual. En este sentido nada cambia que haya una mejor
distribución de la riqueza mientras que la estructura de clases sociales y el
modo de acumulación económico sigan siendo los mismos.
Lo que sorprende son las marcadas diferencias
discursivas de las diferentes posiciones políticas en cuanto a cómo debe
abordarse el problema. Se supone que en un gobierno progresista los
delincuentes cuentan con mayores derechos y las fuerzas de seguridad se
encuentran maniatadas. La derecha en cambio sostiene que debe ser al revés y
libera de cualquier complejo de culpa a las fuerzas felicitando por ejemplo a
un Chocobar. Los índices del crimen siguen iguales o peores. Tal vez ambas
posiciones discursivas no sean más que pequeños detalles que no hacen en
absoluto mella de un fenómeno bien complejo.
Cuando se hace referencia a la inseguridad existe un
supuesto generalizado en el que coinciden tanto las izquierdas como las
derechas y es que la existencia del delito responde a acciones espontáneas de
sectores juveniles afectados por la pobreza. Esta idea no hace otra cosa que
ocultar la existencia del crimen organizado. Suponer que la inseguridad es el
resultado de la pobreza creciente no es más que llegar hasta la mitad del
problema sin ocuparse de la otra mitad que seguramente es la de mayor importancia.
Demagogia punitiva
Desde la irrupción del crimen organizado en las
sociedades latinoamericanas, las derechas no hicieron otra cosa que hacer
propaganda de la denominada “mano dura” enfrentando así los supuestos esbozados
por el progresismo basados en la inclusión social o la necesidad de enfrentar
la pobreza. Lo cierto es que propuestas como pueden ser la baja de la edad de
imputabilidad de los menores, el protocolo sobre la utilización de armas de
fuego o el uso de pistolas Taser si bien podrían endurecer el accionar
policial, no ofrecen ninguna garantía de que el crimen cese. La existencia del
delito genera mayor segregación social y por ende odios marcados de los
sectores afectados hacia la delincuencia visible.
Proponer como el nuevo presidente de Brasil Jair
Bolsonaro o la ministra de seguridad Patricia Bullrich la utilización
indiscriminada de armas por parte de la población civil no deja de ser mera
demagogia que se contradice con las leyes vigentes y que además también
liberaría a las organizaciones criminales para su libre utilización. Justicia
por mano propia o linchamientos no dejan de mostrar un paisaje distópico en
donde el Estado se retiró del problema y deja a los ciudadanos al libre
albedrío. Pueden servir esos accionares para saciar venganzas y broncas pero no
para resolver el problema de la inseguridad. La propaganda de la derecha apunta
a ese apetito vengativo que no hay que desconocer en tanto el problema
realmente existe en la sociedad.
Tanto los medios como la derecha agitan constantemente
sobre este asunto pero a la hora de definir lo que supuestamente quieren
combatir no hacen más que pedir endurecimiento de las fuerzas de seguridad y
castigos ejemplares. Como si se tratara de un acontecimiento que sólo existe a
nivel de lo moral. A la inversa para los sectores progresistas o de izquierda
pareciera que la respuesta también es moral y atañe al ejercicio de un
humanismo que el conservadurismo o el liberalismo ya no profesan. Convengamos
que al interior de la estructura social hoy el humanismo no es preponderante.
La sociedades actuales son fundamentalmente individualistas, corporativistas y
con un creciente racismo implícito.
El término inseguridad resulta confuso. Es simplemente
descriptivo y alude principalmente a los efectos sociales a los cuales se lo
engloba. Trapitos, manteros, cuidacoches, amenazadores por twitter,
barrabravas o simplemente integrantes de movimientos sociales que cortan una
avenida son metidos en la misma canasta que lo que propiamente debe denominarse
criminalidad. Cuando decimos “metidos en la misma canasta que…” estamos
señalando un modo de construir la realidad que es lo que hoy modelan
principalmente los medios masivos y que luego será repicado al infinito
mediante las redes sociales. En esa realidad se producen determinadas
conjunciones que sólo son factibles en la imaginación y el desconocimiento. Lo
que no quiere decir que no sean efectivas. Asociar a un movimiento social con
bandas de narcos repetidamente provoca un efecto que se torna indemostrable
para la percepción cotidiana de por ejemplo los sectores medios.
Las falsas dicotomías
Cuando las derechas hacen profesión de acciones poco
humanitarias para remediar la violencia producida por la inseguridad las
respuestas del progresismo no hacen más que caer en una encerrona que deja al
problema sin solución. Baja de la edad de imputabilidad, armas sofisticadas,
libertad de acción para las fuerzas de seguridad, castigos ejemplares y por qué
no pena de muerte son algunos de los ítems que las derechas plantean para
resolver el problema. El progresismo en lugar de rebatir estos planteos como de
nula eficacia para revertir la situación se embarca en debatir sobre las
medidas propuestas intentando mostrar que carecen de humanismo. La derecha
obviamente no tiene soluciones para combatir al crimen organizado y en tanto el
progresismo tampoco plantea nada al respecto, la primera aprovecha para señalar
que la culpa de la inseguridad es de las políticas inclusivas. Un nudo muy
difícil de desatar mucho más cuando los medios se convierten en una caja de
resonancia que repite eslóganes y consolidan un sentido común bastante
retrógrado. Preocupa que tanto las izquierdas como el progresismo no tengan
respuestas adecuadas, ya que de esa forma según el sentido común seguirán
siendo cómplices.
El primer día de este año al ser investido como nuevo
presidente del Brasil, Jair Bolsonaro remarcó su promesa de “terminar con el
socialismo y con la ideología que defiende criminales e incrimina policías”. Un
verdadero oxímoron.
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