Cada vez que
saboreo el gusto a la pimienta negra, recuerdo cuando mi abuela me llevaba de
chico a la casa de Oltuszek. Esa familia vivía como cuatro cuadras desde la
calle asfaltada hacia el campo. Por la vereda caminábamos esa distancia, pero
enfrente era todo descampado. De este lado estaban las casas, y recorriendo la
distancia mencionada llegábamos al lugar. Ellos habían llegado de Europa al
igual que mis abuelos, y se habían asentado en estas tierras a las que no
tardaron mucho en hacerlas propias. Hasta aprendieron a tomar mate, pero lo
matizaban con esas comidas que habían traído en sus costumbres y que por poder
conseguir los ingredientes necesarios, acá también las podían cocinar. Pasadas las 4 de la tarde de las primaveras mi abuela Josefa me decía: -Nene vayamos a
lo de Oltuszek-, y salíamos caminando hacia allá.
La casa era como
casi todas las del lugar, de chapa de zinc y madera. Un pequeño cerco de pasto
antecedía la entrada, y luego un pasillo para llegar al patio en el que la
enredadera servía de protección contra el sol. Doña Verónica había trabajado
con mi abuela en el Armour. De ahí se conocían, aunque antes de venir a la
Argentina tal vez no hayan vivido tan lejos. Muy lejos se reconocieron, tenían
costumbres y hábitos similares. Ellas conversaban en una lengua que me
resultaba familiar, aunque no supiera de qué hablaban. Yo miraba el gallinero
que estaba detrás de la quinta, y comía pan con manteca con pimienta y sal, y
tomaba un café con leche. Ellas tomaban mate y conversaban en polaco. Aunque
quisiera saber sobre qué hablaban no podría saberlo jamás. Suponer qué, me hace
imaginar.
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