Ya no es necesario
esperar la muerte para luego acceder al paraíso que siempre prometieron las
religiones, ahora consumiendo, el paraíso terrenal está a la vuelta de la
esquina.
Hoy es un lugar común señalar al “boom del consumo”, como
una variante de importancia para que la economía funcione. Si el pueblo no
tuviera demasiadas posibilidades de adquirir los elementos necesarios para su
sobrevivencia, nos encontraríamos en un nivel de crisis profunda, pero habría
que diferenciar claramente lo que debiera ser la consolidación de un mercado
interno por un lado y la impronta consumista por el otro.
Según las teorías del marketing, los grandes vendedores no
son los que saben ofrecer los productos necesarios, sino los intangibles. Esos
que nunca se sabe bien, qué son, ya que no son concretos, pero que deben
considerarse como necesidades
irrenunciables. Las empresas hoy no sólo nos quieren
ofrecer un servicio útil, sino que nos venden una salud impecable, la seguridad
de nuestra familia, la dicha prolongada y el éxito financiero. En
todo caso si lo que se trata de vender, no es algo completamente intangible,
como puede ser una prenda de vestir, lo que hay que saber hacer es vender la
marca, invistiéndola de algún halo mágico, porque da prestigio, o mayor
atracción; aunque su valor de utilidad no sea demasiado diferente. Un jeans de
marca puede llegar a valer tres o cuatro veces más, ni hablar de un perfume o
una determinada bebida alcohólica, mucho más si se pusieron de moda, y sus
efectos resultan inigualables.
La red deseante.
Según precisa la teoría de Freud, el deseo está orientado
hacia algo que si bien simula serlo, en realidad es algo inexistente. Cada vez
que alguien alcanza lo que desea, se encuentra que eso al final no era, y de
esa forma, vuelve a desear, y así infinitamente. Lo alcanzado nunca coincide con lo que se buscaba. A su vez nadie se siente atraído por lo que nadie desea,
en ese sentido el deseo es el deseo de los otros, lo que socialmente se
presenta como deseable. Este concepto del psicoanálisis sirve para mostrar dos
facetas principales de cómo funciona la oferta consumista: la insatisfacción
permanente y el objeto que puede saciarla. Una oferta que sin dudas está
presente continuamente en la subjetividad social, para que la sociedad se
reproduzca sin quiebres. Ya que no solamente es la ganancia de los que venden
mercancías, sino también la ilusión de que ésta es la mejor sociedad posible.
El muchacho veía la publicidad que aparecía por la pantalla de la TV. En ella,
otro muchacho se desplazaba arriba del nuevo automóvil, el más caro de los que
habían salido en el último tiempo. Pasa cerca de una vereda y una de esas
chicas que parecen inalcanzables lo mira y le sonríe. Él se detiene y le abre
la puerta. El final es conocido. Apología del medio (el automóvil) y apología
del fin (la conquista de la chica). La muchacha de esa forma también se
convierte en objeto de consumo. Ella no solamente le da sentido a la escena,
ella también compra el automóvil. De esta forma la subjetividad social
consumista y hegemónica transforma a los sujetos en objetos. Es el imperio de
la imagen y del fetiche.
Según dice Mauricio Lazzaratto en su libro Políticas del Acontecimiento (Tinta
Limón Ediciones, Buenos Aires, 2006), el capital financiero no fabrica
mercancías como lo hace el capital industrial. El capital financiero –dice-
fabrica mundos. ¿Qué tipo de mundos? A través de la publicidad y la cultura de
masas fabrica mundos de signos y de imágenes que sugieren que el paraíso
terrenal existe, y que es posible a través de la adquisición de diferentes
productos que están en el mercado. La insatisfacción permanente de los deseos,
tiene como correspondencia necesaria la idea de la fragilidad, y para ella el
capital ya encontró una solución sin esperar una vida ultraterrena, mucho menos
el cambio social. Hoy tal como sugiere el filósofo esloveno Slavoj Zizek, la
gente ya no se siente culpable por saciar en exceso sus apetitos instintivos,
sienten culpa por no poder darle mucho mayor goce a sus cuerpos. Sin dudas una
demanda de extremo placer, que al no poder saciarla, se convierte en
frustración. Obviamente que no se trata de generar -por lo contrario- la vida
aséptica de un “santo”, sino saber que la demanda de mayor placer, es una de
las imposiciones morales del capitalismo tardío. Pero sobre todo porque es
imposible y conduce al individualismo extremo. Porque el paraíso prometido
obviamente no es para todos, se les ofrece a todos, pero se sabe que es para
pocos: para los emprendedores exitosos con suficiente autoestima. Para los que
hacen de la competencia más salvaje, su principal modo de vida.
De ésta nadie se
salva
Si bien la mayor oferta consumista está
dirigida hacia los sectores que más tienen, y que por ende pueden comprar lo que se les ofrece; tal como
sugiere la crítica cultural brasileña Suely Rolnik, las clases sociales más
desposeídas no son ajenas a esa promesa capitalista de paraíso en la tierra. Si
bien las elites se encuentran enfermas y alienadas bajo la promesa de esa
creencia de la religión del Capital, nadie está a salvo de ello, y más aún,
para los excluidos esa promesa resulta mucho más perversa y terrible. La
promesa es imposible para todos, ya que no alcanza para saciarla consumir todo
lo que nos ofrecen. Si para las clases sociales más pudientes existe la
posibilidad ilusoria de realización, en los más pobres esto tiene consecuencias
nefastas. Esto sin dudas, no es ajeno a cómo determinados gobiernos instrumentalizan
las políticas sociales, ya que éstas no pocas veces van en la dirección de
hacer creer en la posibilidad concreta del paradigma consumista.
Nike es la cultura
El capitalismo lejos de excluir del consumo, lo multiplicó,
lo dividió por segmentos y hoy para cada estrato social existe una oferta
específica. Si los autos de alta gama, las 4 x 4, los personal trainers, los
cirujanos estéticos, los libros de autoayuda, y mil burbujas más se les ofrecen
a las clases medias y altas; también podés comprarle a Sprayette la faja que te
quita los kilos de más, porque la onda es quemar grasas sin hacer esfuerzos;
podés comprar lo que alarga el tamaño del miembro y porqué no una vida. Todo
está a tu disposición para una existencia perfecta y envidiable. También para
los extractos más pobres hay una oferta específica, y cada vez más globalizada.
El magnate petrolero y el capo narco corren en la camioneta, con anteojos
negros y una “rubia producida” a su lado, mientras el pibe de barrio se desvive
por las zapatillas con llantas, y la ropa del deporte más popular del país
imperial: el beisbol. Cualquiera que vea a este último seguramente dirá: “es un
pibe chorro”, pero del supuesto magnate de la Hilux o la Land- Rover, seguramente no dudará, lo más probable es que
sienta envidia. Esa lógica hoy está instaurada. Bastante perversa por cierto.
Tanto las “llantas” como la 4 x 4 simulan ser todo terreno. Igual que el
consumismo.
El consumo borró la
frontera de la legalidad
Prometer la felicidad a través del consumo, además de
producir ganancias y obturar la posibilidad de transformar la sociedad para un
destino colectivo verdaderamente satisfactorio, -ya que eso no sería necesario,
porque hoy están todos los placeres en venta- ya no puede sostenerse para el capitalismo en
la misma legalidad que construyó. Hoy parte de las ganancias como de los
placeres, entraron en un callejón supuestamente ilegal, pero patrocinado por
los mismos que dictaminan la ley. Las
redes de trata y del narcotráfico lejos de ser anomalías del capitalismo, son
engendradas para satisfacer las promesas de goce, esas que largamente exceden
las mismas posibilidades humanas. En Noches
de Cocaína, James G. Ballard relata con estupor como un grupo de acomodados
veraneantes, queman una mansión y ponen en actos sus fantasías sexuales más
aberrantes, como forma de satisfacer eso que la cotidianeidad nunca les brinda,
incluso bajo el riesgo de morir en el intento.
Nota publicada en Revista Mascaró de junio
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