Banderas y pasamontañas. Los primeros pasos del movimiento zapatista, hace ya dos décadas |
El inicio de la década de los noventa y sus primeros años, parecían estar marcados por el signo de la resignación, al menos en lo concerniente a la búsqueda de alternativas políticas de cambio social en favor de las mayorías populares. Todo el escenario parecía signado por aquella frase de Friedrich Nietzsche de que “No hay más que esto”, y que el hecho de proyectar que otro mundo sea posible, quedara reducido a no ser más que una simple quimera, una ensoñación de viejos dinosaurios que ya no tenían razón de existir. Los derrumbamientos del Muro de Berlín (1989) y de la Unión Soviética en 1991, abrían el escenario de la unipolaridad. Con el fin de la guerra fría, la internacional capitalista proclamaba que se había llegado al grado más alto de la historia de la humanidad.
Francis Fukuyama en el El fin de la historia y el último hombre (1992) señalaba que la democracia representativa y liberal era la forma de gobierno más elevada, y que la economía de libre mercado era su correlato necesario. En Latinoamérica, aislada Cuba como único faro emancipatorio, derrotado el Sandinismo en 1990 en Nicaragua, y con una pléyade de gobiernos adscriptos al neoliberalismo y al Consenso de Washington el panorama era completamente desalentador. Mucho más cuando se imponían políticas de ajuste, exclusión y miseria. Eran los años del paradigma de las privatizaciones de las principales empresas públicas, el despido masivo de trabajadores y el imperio del libre mercado.
El 1º de enero de 1994 –pasaron ya dos décadas–, lo que parecía sumergido regresó a la superficie, como ese viejo topo que Marx evocaba, cuando hacía referencia a ese incansable roedor que se interna debajo de la tierra, y trabaja sin cesar, para emerger cuando menos se lo espera. Aquel “primer día del último año” –tal como lo bautizó el politólogo irlandés John Holloway–, fue cuando quince mil indígenas armados irrumpieron sin aviso previo en el estado mexicano de Chiapas, ubicado en el sur de ese país. La denominada insurgencia zapatista tuvo lugar el mismo día en que México preparaba su entrada triunfal en el Mundo Uno –tras la firma por parte del por entonces presidente Carlos Salinas de Gortari–, del Nafta (Tratado de Libre Comercio) compartido con los Estados Unidos y Canadá.
Pocos días antes de finalizar el año 1993, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) emitiría su Primera Declaración desde la Selva Lacandona, y el primer día del ’94 irrumpirían en escena, protagonizando la toma de siete cabeceras del estado de Chiapas: San Cristóbal de Las Casas, Altamirano, Las Margaritas, Ocosingo, Oxchuc, Huixtán y Chanal. Las imágenes de la insurrección zapatista se reprodujeron rápidamente por todo el planeta, mostrando sobre un verde selvático las figuras de miles de indígenas armados, y con el rostro cubierto por pasamontañas, mientras que de entre ellos sobresalía la de un extraño vocero, que fumando en pipa, y a través de sus muy expresivas declaraciones, no dejaba de mostrar indudables dotes de creativo y comprometido intelectual. Éste era el subcomandante insurgente Marcos, quien aunque no se le conocieran sus facciones, se convertiría por esos años en un verdadero símbolo de la resistencia social al neoliberalismo. La insurrección en Chiapas también daba por tierra con el argumento del converso intelectual mexicano Jorge Castañeda, quien hacía pocos meses atrás había publicado su obra La utopía desarmada, en la cual ya no dando ningún margen al accionar de las guerrillas latinoamericanas de los años ’70, decía que las nuevas izquierdas debían acoplarse al realismo político, y a la concurrencia democrática. Si bien el neozapatismo se había constituido como una organización político-militar, vale señalar que introducía en la izquierda algunas innovaciones que con respecto a guerrillas anteriores contaba con elementos de ruptura y también de continuidad (ver aparte).
Francis Fukuyama en el El fin de la historia y el último hombre (1992) señalaba que la democracia representativa y liberal era la forma de gobierno más elevada, y que la economía de libre mercado era su correlato necesario. En Latinoamérica, aislada Cuba como único faro emancipatorio, derrotado el Sandinismo en 1990 en Nicaragua, y con una pléyade de gobiernos adscriptos al neoliberalismo y al Consenso de Washington el panorama era completamente desalentador. Mucho más cuando se imponían políticas de ajuste, exclusión y miseria. Eran los años del paradigma de las privatizaciones de las principales empresas públicas, el despido masivo de trabajadores y el imperio del libre mercado.
El 1º de enero de 1994 –pasaron ya dos décadas–, lo que parecía sumergido regresó a la superficie, como ese viejo topo que Marx evocaba, cuando hacía referencia a ese incansable roedor que se interna debajo de la tierra, y trabaja sin cesar, para emerger cuando menos se lo espera. Aquel “primer día del último año” –tal como lo bautizó el politólogo irlandés John Holloway–, fue cuando quince mil indígenas armados irrumpieron sin aviso previo en el estado mexicano de Chiapas, ubicado en el sur de ese país. La denominada insurgencia zapatista tuvo lugar el mismo día en que México preparaba su entrada triunfal en el Mundo Uno –tras la firma por parte del por entonces presidente Carlos Salinas de Gortari–, del Nafta (Tratado de Libre Comercio) compartido con los Estados Unidos y Canadá.
Pocos días antes de finalizar el año 1993, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) emitiría su Primera Declaración desde la Selva Lacandona, y el primer día del ’94 irrumpirían en escena, protagonizando la toma de siete cabeceras del estado de Chiapas: San Cristóbal de Las Casas, Altamirano, Las Margaritas, Ocosingo, Oxchuc, Huixtán y Chanal. Las imágenes de la insurrección zapatista se reprodujeron rápidamente por todo el planeta, mostrando sobre un verde selvático las figuras de miles de indígenas armados, y con el rostro cubierto por pasamontañas, mientras que de entre ellos sobresalía la de un extraño vocero, que fumando en pipa, y a través de sus muy expresivas declaraciones, no dejaba de mostrar indudables dotes de creativo y comprometido intelectual. Éste era el subcomandante insurgente Marcos, quien aunque no se le conocieran sus facciones, se convertiría por esos años en un verdadero símbolo de la resistencia social al neoliberalismo. La insurrección en Chiapas también daba por tierra con el argumento del converso intelectual mexicano Jorge Castañeda, quien hacía pocos meses atrás había publicado su obra La utopía desarmada, en la cual ya no dando ningún margen al accionar de las guerrillas latinoamericanas de los años ’70, decía que las nuevas izquierdas debían acoplarse al realismo político, y a la concurrencia democrática. Si bien el neozapatismo se había constituido como una organización político-militar, vale señalar que introducía en la izquierda algunas innovaciones que con respecto a guerrillas anteriores contaba con elementos de ruptura y también de continuidad (ver aparte).
Las razones de la insurgencia. En la primera Declaración de la Selva Lacandona, que fuera la razón argumental del pasaje al acto del 1º de enero, los zapatistas le expresaron al pueblo de México “Hoy decimos ¡basta!, somos los herederos de los verdaderos forjadores de nuestra nacionalidad, los desposeídos somos millones y llamamos a todos nuestros hermanos a que se sumen a este llamado como el único camino para no morir de hambre ante la ambición insaciable de una dictadura de más de 70 años encabezada por una camarilla de traidores que representan a los grupos más conservadores y vendepatrias. Son los mismos que se opusieron a Hidalgo y a Morelos, los que traicionaron a Vicente Guerrero, son los mismos que vendieron más de la mitad de nuestro suelo al extranjero invasor, son los mismos que trajeron un príncipe europeo a gobernarnos, son los mismos que formaron la dictadura de los científicos porfiristas, son los mismos que se opusieron a la Expropiación Petrolera, son los mismos que masacraron a los trabajadores ferrocarrileros en 1958 y a los estudiantes en 1968, son los mismos que hoy nos quitan todo, absolutamente todo”. En el comunicado firmado por la Comandancia General del EZLN, afirmaban que tras todo intento de restaurar la legalidad en el país a través del cumplimiento de la Carta Magna, recurrían a hacer efectivo el Artículo 39 de la Constitución mexicana que dice: “La soberanía nacional reside esencial y originariamente en el pueblo. Todo el poder público dimana del pueblo y se instituye para beneficio de éste. El pueblo tiene, en todo tiempo, el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno”. El EZLN de esta forma proclamando lo inconstitucional del gobierno de Carlos Salinas de Gortari, y apegados a la institucionalidad pedían conforme a su declaración de guerra que el resto de los poderes de la nación “se aboquen a restaurar la legalidad y la estabilidad de la Nación deponiendo al dictador”. Sin dejar detalles en el tintero, los zapatistas también se dirigieron en la declaración a los organismos internacionales y a la Cruz Roja, pidiéndole a esta última que vele por la seguridad de la población civil, mientras que señalaban con mucha fuerza su apego a las leyes de la guerra de acuerdo a la Convención de Ginebra convirtiéndose de hecho en una fuerza insurgente. “Rechazamos de antemano cualquier intento de desvirtuar la justa causa de nuestra lucha acusándola de narcotráfico, narcoguerrilla, bandidaje u otro calificativo que puedan usar nuestros enemigos. Nuestra lucha se apega al derecho constitucional y es abanderada por la justicia y la igualdad”, señalaban.
Las demandas que proponían ese 1º de enero, los zapatistas eran: “trabajo, tierra, techo, alimentación, salud, educación, independencia, libertad, democracia, justicia y paz”.
Las demandas que proponían ese 1º de enero, los zapatistas eran: “trabajo, tierra, techo, alimentación, salud, educación, independencia, libertad, democracia, justicia y paz”.
Un plus para la resistencia. Lejos de realizar un intento de rastreo histórico de estos 20 años de zapatismo, que por lo demás han provocado la escritura de muchas publicaciones, algunas de gran valor como el libro Los arroyos cuando bajan, del periodista uruguayo Raúl Zibechi –e incluso las mismas que realizara el subcomandante Marcos–; es de importancia resaltar la implicancia que la insurgencia zapatista del 1 de enero del ’94 tuvo en cuanto a cómo iría a influir en el ánimo tanto de los movimientos sociales que resistían al neoliberalismo –principalmente en Latinoamérica–, como también la forma en que todo eso fue un fuerte disparador para generar una nueva camada de militantes comprometidos, en un tiempo en dónde el paradigma dominante era el “sálvese quien pueda”. Mientras algunas viejas camadas de viejos militantes se rendían al posibilismo de los ’90, el neozapatismo generó indudablemente una nueva luz en la esperanza de cambiar lo establecido. Si bien nadie duda de que la resistencia al neoliberalismo, de la última década del siglo pasado, fuera el principal sedimento para alumbrar los procesos progresistas que desde los albores del nuevo siglo vive la región, poco dicho o enunciado es el rol que en ello tuvo la insurgencia zapatista, y los métodos de trabajo político para crear una fuerza considerable.
El zapatismo venía a mostrarse como una experiencia de inserción en las bases indígenas, que podía ser sólo comparable a lo que ya venía desarrollando en Brasil el Movimiento de los campesinos Sin Tierra (MST), o la organización de algunos movimientos indígenas en la zona andina, tal como la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (Conaie). Todos los que conocen de cerca las diferentes experiencias de conformación del movimiento piquetero en la Argentina, promediando el ’97, saben del rol preponderante que tuvo en ello la influencia zapatista, no solamente por los métodos de democracia directa, y estilo asambleario, sino incluso en cuanto a la estética misma.
El zapatismo venía a mostrarse como una experiencia de inserción en las bases indígenas, que podía ser sólo comparable a lo que ya venía desarrollando en Brasil el Movimiento de los campesinos Sin Tierra (MST), o la organización de algunos movimientos indígenas en la zona andina, tal como la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (Conaie). Todos los que conocen de cerca las diferentes experiencias de conformación del movimiento piquetero en la Argentina, promediando el ’97, saben del rol preponderante que tuvo en ello la influencia zapatista, no solamente por los métodos de democracia directa, y estilo asambleario, sino incluso en cuanto a la estética misma.
En Oventic, la movilización por el aniversario refrendó la resistencia de un pueblo. |
Celebración en Chiapas. Tras 20 años de haber salido a la luz, los zapatistas celebraron el alzamiento armado del ’94. Tuvieron lugar los recordatorios en los cinco “caracoles” zapatistas, que son las sedes de las Juntas de Buen Gobierno creadas por el EZLN en 2003 como su forma de organización política autónoma. El principal acto tuvo lugar en la comunidad de Oventic, siendo la comandante Hortencia quien hablara en nombre del grupo. Ella, en su declaración refrendó la opción zapatista por la autonomía, una opción que según dijo “nadie podrá detener”; y a su vez acusó a los tres niveles del “mal gobierno” de saquear las riquezas naturales del país. En su ponencia la dirigente indígena señaló que los zapatistas han aprendido a resistir “de manera organizada” ante una “verdadera guerra de exterminio”, asegurando que “hace 20 años no teníamos nada, ningún servicio de salud y educación que sea de nuestro pueblo”, afirmó, señalando que “estamos aprendiendo a gobernarnos de acuerdo a nuestras formas de pensar y de vivir. Estamos tratando de avanzar, de mejorar y fortalecer entre todos, a hombres, mujeres, jóvenes, niños y ancianos. Como hace 20 años, dijimos ¡Ya basta!”, sostuvo la comandante Hortencia.
En diciembre, a través de un comunicado del EZLN, el subcomandante Marcos señalaba en el escrito titulado Cuando los muertos callan que “hace frío como hace 20 años y, como entonces, hoy una bandera nos cobija: la de la rebeldía”, señaló Marcos, afirmando que “Chiapas es territorio zapatista, es Latinoamérica, es la Tierra”. Mientras que sobre los diferentes políticos de su país dijo: “Los criminales de la clase política mexicana que han mal gobernado estas tierras seguirán siendo, para quienes padecieron sus desmanes, criminales impunes. No importa cuántas líneas se paguen en los medios ídem; ni cuánto se gaste en espectaculares en las calles, en la prensa escrita, en radio y televisión”.
El modelo de los zapatistas para algunos ya pareciera anticuado, a pesar de sus 20 años; pero así como fue el emblema principal que dio pie a la resistencia al neoliberalismo en los ’90, generando las condiciones para la irrupción de los gobiernos progresistas de este siglo, tal vez sea uno de los pocos modelos que preserva un lugar para enfrentar un giro a la derecha.
En diciembre, a través de un comunicado del EZLN, el subcomandante Marcos señalaba en el escrito titulado Cuando los muertos callan que “hace frío como hace 20 años y, como entonces, hoy una bandera nos cobija: la de la rebeldía”, señaló Marcos, afirmando que “Chiapas es territorio zapatista, es Latinoamérica, es la Tierra”. Mientras que sobre los diferentes políticos de su país dijo: “Los criminales de la clase política mexicana que han mal gobernado estas tierras seguirán siendo, para quienes padecieron sus desmanes, criminales impunes. No importa cuántas líneas se paguen en los medios ídem; ni cuánto se gaste en espectaculares en las calles, en la prensa escrita, en radio y televisión”.
El modelo de los zapatistas para algunos ya pareciera anticuado, a pesar de sus 20 años; pero así como fue el emblema principal que dio pie a la resistencia al neoliberalismo en los ’90, generando las condiciones para la irrupción de los gobiernos progresistas de este siglo, tal vez sea uno de los pocos modelos que preserva un lugar para enfrentar un giro a la derecha.
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