2025/12/13

El escritor no narcisista (Benjamin – Sollers – escritura como proceso)

 


E
l escritor no narcisista

(Benjamin – Sollers – escritura como proceso)

Cuando Philippe Sollers, a fines de los años sesenta y comienzos de los setenta, propone disolver el continente ideológico llamado “literatura” en una ciencia de la escritura, no está atacando una forma estética sino una ficción histórica: la del autor como origen, de la obra como unidad cerrada y del libro como lugar natural del saber escrito. Su tesis es materialista: toda escritura se desarrolla bajo un determinado modo de producción, no solo económico sino simbólico, técnico y social. La escritura no expresa una interioridad: funciona dentro de un sistema de producción de sentido.

Walter Benjamin había llegado, desde otro ángulo, a una conclusión convergente. En Gasolinera, cuando afirma que la eficacia literaria significativa solo puede nacer del riguroso intercambio entre acción y escritura, Benjamin no está defendiendo géneros menores frente al libro, sino señalando una mutación histórica: el saber ya no se transmite mediante totalidades estables, sino por intervenciones localizadas, fragmentarias, instantáneas, capaces de actuar sobre puntos precisos del aparato social. El libro, en ese contexto, deja de ser el centro y pasa a ser, en el mejor de los casos, un sedimento.

En ambos casos, lo que se desarma es la misma figura:
el autor soberano, propietario de un sentido, organizador de una obra total, garante de una identidad.

Frente a esa figura emerge otra posición posible: la del escritor no narcisista.

No se trata de una virtud moral ni de una actitud psicológica. El escritor no narcisista no es “humilde”: es estructuralmente descentrado. No se piensa como origen del texto, sino como un nodo transitorio dentro de un proceso colectivo de escritura. Acepta que lo escrito circule sin él, se fragmente, se recontextualice, se use mal, se continúe en otra parte. No exige lectura completa, adhesión ni pertenencia. Escribe para que el texto entre en relación.

Desde la perspectiva de Sollers, esta posición es coherente con una ciencia de la escritura: si la escritura es un proceso determinado por su modo de producción, el autor deja de ser sujeto fundador y pasa a ser operador parcial. Desde la perspectiva de Benjamin, esta posición es la única eficaz en un mundo gobernado por hechos y no por convicciones: no se trata de inundar la turbina con opiniones, sino de lubricar juntas ocultas que hay que conocer.

La pantalla —hoy dominante— no crea esta situación, pero la vuelve visible. En ella, la escritura se lee en fragmentos, se enlaza, se superpone, se comenta, se reactiva. El texto ya no se presenta como obra, sino como material en circulación. En este régimen, el escritor narcisista —el que reclama unidad, cierre y reconocimiento— queda estructuralmente fuera de lugar. El escritor no narcisista, en cambio, aparece como la figura que mejor se ajusta a la realidad material de la escritura contemporánea.

No porque haya renunciado al libro, sino porque ha dejado de confundir el libro con el pensamiento.
No porque desprecie la obra, sino porque sabe que hoy el pensamiento no se organiza como monumento, sino como entramado.

Así entendido, el escritor no narcisista no es una excepción ni una marginalidad: es la forma que adopta la escritura cuando asume plenamente su condición histórica, colectiva y material.

Manifiesto del escritor anónimo. Hacia una escritura no narcisista

 (Hacia la disolución del narcisismo)

El escritor anónimo no escribe para ser leído entero.
Escribe para ser usado.

No busca adhesión,
no funda pertenencias,
no reclama continuidad ni fidelidad.

Sus textos no piden lectura completa,
piden circulación.
No buscan cierre,
buscan entramarse con otras escrituras,
otras prácticas,
otras experiencias que les son ajenas.

No aspira a una obra.
Aspira a una constelación sin centro ni autor propietario.

Acepta que sus textos se separen de él,
que se deformen,
que se usen mal,
que sirvan para fines imprevistos.

No escribe para representar el mundo,
sino para introducir pequeñas torsiones en su lectura.

Sabe que hoy el saber no se transmite por monumentos,
sino por contactos parciales,
por fricciones breves,
por ideas que se infiltran como aceite
en juntas invisibles.

Por eso escribe sin nombre fuerte,
sin libro necesario,
sin promesa de totalidad.

Si alguien toma un fragmento
y lo hace trabajar en otra parte,
ahí el texto ocurre.

Todo lo demás —
la firma,
la consagración,
la obra cerrada—
es secundario.

La escritura no es un fin.
Es un vector.

Y el pensamiento,
cuando está vivo,
no pide ser reconocido:
pide seguir moviéndose.

2025/12/12

El metabolismo de la tierra

 


El metabolismo de la tierra

(Notas para una observación filosófica)

Este texto no es el resultado de una investigación biológica, ni de una actividad experimental, ni pretende formular una tesis científica verificable.
Es, más modestamente —y tal vez más radicalmente—, una observación filosófica: una forma de mirar el mundo vivo cuando se suspende la idea de individuos aislados y se atiende, en cambio, a los procesos que hacen posible la vida.

Puede ser así.
O puede no serlo.
Pero mirar de este modo permite pensar algo que de otro modo permanece invisible.


1. La tierra no es un soporte, es un proceso

La costumbre nos lleva a imaginar la tierra como un fondo pasivo:
un suelo sobre el que las plantas crecen, los animales caminan y los humanos edifican.

Sin embargo, basta detener la mirada un poco más abajo para advertir otra cosa:
la tierra no sostiene la vida,
la procesa.

El suelo no es tierra muerta.
Es un espesor activo donde la materia circula, se transforma, se digiere, se devuelve.
Un metabolismo.


2. Hongos: el sistema digestivo del mundo

En ese metabolismo subterráneo, los hongos no ocupan un lugar secundario.
Si uno quisiera arriesgar una formulación fuerte —y provisoria— podría decir:

Los hongos son el órgano digestivo de la biosfera.

No producen energía como las plantas.
No la consumen directamente como los animales.
Transforman.

Descomponen lo que murió.
Hacen soluble lo que era inerte.
Vuelven disponible lo que estaba bloqueado.

Las raíces vegetales, en la mayoría de los casos, no trabajan solas:
se apoyan, se extienden, se continúan en redes fúngicas.
La planta, entonces, no termina en la hoja ni en el tallo.
Su cuerpo se prolonga en el suelo.


3. Vegetales: captura solar, dependencia terrestre

La planta suele pensarse como el paradigma de la autonomía:
toma luz, toma agua, crece.

Pero observada desde este ángulo, su independencia es ilusoria.
La fotosíntesis captura energía, sí,
pero la posibilidad de usar la tierra depende de mediaciones invisibles.

Sin hongos:

  • el fósforo no circula

  • el nitrógeno no se integra

  • el suelo se vuelve mudo

La planta es una interfaz entre el cielo y la tierra,
pero la tierra habla en lenguaje fúngico.


4. Hormigas: administración del subsuelo

Aquí aparece una figura perturbadora: la hormiga.

Ciertas especies no comen plantas.
No comen hojas.
Cultivan hongos.

Recolectan materia vegetal, la entregan al hongo, lo protegen, lo seleccionan, lo reproducen.
Externalizan la digestión.
Organizan el metabolismo.

No gobiernan plantas.
No dominan la fotosíntesis.
Administran la transformación.

Desde esta perspectiva —insisto: filosófica—, las hormigas operan como gestoras del proceso que decide qué de la planta vuelve a la vida y en qué forma.

No es un Estado.
No es una economía.
Pero tampoco es azar.


5. Una política sin sujeto

Si usamos la palabra política aquí, hay que hacerlo con extremo cuidado.
No hay deliberación.
No hay conciencia.
No hay proyecto.

Y sin embargo hay:

  • regulación de flujos

  • control de poblaciones

  • división de funciones

  • transmisión histórica de prácticas

Una política sin sujeto,
una política del metabolismo.

No es que la vida vegetal esté “regida” por las hormigas.
Sería un exceso decirlo así.

Pero sí podría decirse algo más preciso —y menos antropocéntrico—:

La vida vegetal está inscripta en un campo metabólico
que, en ciertos territorios, es reorganizado por alianzas no humanas.


6. Una hipótesis abierta

Nada de esto pretende clausurarse como verdad.
Es una figura de pensamiento, no un modelo científico.

Tal vez el mundo vivo no esté compuesto por individuos,
sino por funciones que se pliegan unas sobre otras:
captura, transformación, circulación, devolución.

Tal vez la tierra no sea un escenario,
sino un cuerpo.

Tal vez.

Y aun si no fuera así,
pensar la vida como metabolismo compartido
tiene una virtud:
desplaza al humano del centro
y devuelve a la materia
su inteligencia silenciosa.

No para explicarla.
Sino para aprender a mirarla.

2025/12/11

Lo histórico- natural


El adjetivo alemán naturgeschichtlich, utilizado ocasionalmente por Marx y Engels, no designa la suma de dos órdenes —lo “natural” y lo “histórico”—, sino un único tipo de proceso material en el que ambas dimensiones forman una continuidad indisoluble. No remite, por tanto, a una “naturalización” de la historia ni a un despliegue de leyes biológicas en el campo social, sino al carácter histórico-natural de aquellas formaciones donde la práctica humana transforma a la naturaleza y, al mismo tiempo, se apoya en sus condiciones materiales para producir nuevas formas sociales. En este sentido, naturgeschichtlich describe procesos tales como la hominización por el trabajo, la agricultura o la constitución de un modo de producción: fenómenos en los cuales lo natural deviene histórico y lo histórico reorganiza lo natural, sin que resulte posible separarlos sin incurrir en abstracción idealista.

Afirmaba Marx en La Ideología Alemana: “La naturaleza en el sentido del hombre primitivo, no existe hoy en ningún sitio, excepto en alguna isla coralina de formación reciente”.

Cuando Freud introduce la pulsión (Trieb) como concepto límite (Grenzbegriff) entre lo somático y lo psíquico, está nombrando algo que no es natural ni cultural, sino un proceso histórico-natural en el sentido estricto del término:

2025/12/08

Posición del sujeto

 El ánimo no es un flujo que nos invade desde afuera ni una descarga que brota desde un interior puro.

Es el resultado momentáneo de un campo en tensión, donde lo fisiológico y lo simbólico se pliegan uno sobre otro.
Por eso parece autónomo —porque no vemos la torsión que lo produce—, pero no lo es: siempre hay una determinación, aunque no sea lineal ni representable.

Lo que varía en el ánimo no es una “sustancia afectiva”, sino la posición del sujeto dentro de ese pliegue.
Un mínimo desplazamiento en el deseo, una variación en la excitación corporal, un microcambio en la relación con el Otro: eso basta para que el mundo se vea distinto sin haber cambiado.

El psicoanálisis no piensa el ánimo como flujo, sino como efecto de posición:
cómo está anudado el viviente al lenguaje en ese instante, qué punto del 1 en 2 se actualiza, dónde se tensa o distiende el lazo inconsciente que sostiene al yo.

La psicología puede medir correlatos; el psicoanálisis apunta a la forma del nudo.
Y es en ese nudo —no en un “algo” que sube o baja— donde nace la oscilación anímica.

Sobre estados de ánimo

 


Los estados de ánimo cambian como un clima interno que nadie gobierna.

Un día la luz cae mejor; otro día el mundo parece apagado, sin que nada decisivo haya ocurrido.
Lo que varía no es la realidad, sino la posición desde la que uno la recibe.

La psicología puede describir esos vaivenes, contarlos, registrar sus ritmos.
Pero el psicoanálisis va más hondo: no mira la oscilación, sino lo que la oscila.
Para él, el humor —bueno o malo— no es un dato emocional, sino la huella visible de un movimiento del deseo, un desplazamiento en la economía inconsciente que el yo apenas alcanza a sentir como claridad o sombra.

Por eso la alegría sin motivo y la tristeza sin causa pertenecen al mismo orden:
no nacen del mundo, sino del modo en que el sujeto queda anudado al mundo.

El ánimo no nos pertenece: nos atraviesa.
Y en esa torsión —ese 1 en 2 entre cuerpo y significante— el mundo cambia de textura sin haber cambiado de forma.

Freud y la evidencia superyoica


Hay momentos en la obra de Freud en que una idea no sólo ilumina un fenómeno clínico, sino que altera la posición misma desde donde él observa. No aparece como una construcción doctrinaria, sino como una evidencia que se impone y que transforma al propio pensador en testigo de lo que describe. Uno de esos momentos decisivos surge en la Lección XXXI, Disección de la personalidad psíquica, de sus Nuevas lecciones de introducción al psicoanálisis, Freud introduce —casi como quien tropieza con su propia sombra— la posibilidad de una instancia interior que mira y juzga al yo. Y entonces escribe:

“¿Qué pasaría si estos dementes tuvieran razón, si en todos nosotros existiera en el yo una tal instancia, vigilante y amenazadora, que en los enfermos mentales sólo se hubiera separado francamente del yo y hubiera sido erróneamente desplazada a la realidad exterior?

No sé si a vosotros os sucederá lo que a mí. Desde el momento en que, bajo la intensa impresión de este cuadro patológico, concebí la idea de que la separación de una instancia observadora del resto del yo podía ser un rasgo regular de la estructura del yo, no he podido alejarla de mí”

La observación de Freud, ese “no he podido alejarla de mí”— no es un comentario casual sino la marca de un descubrimiento que toca a quien lo formula. Allí donde el clínico cree identificar un rasgo patológico en el otro, Freud reconoce una estructura compartida: una instancia que observa, juzga y vigila al yo desde dentro. No es una hipótesis teórica sino una experiencia que, una vez advertida, ya no puede ser desmentida. Ese desdoblamiento —ese 1 en 2— aparece como el mecanismo mínimo de la subjetividad, tanto en la salud como en la locura. A partir de esa grieta inaugural del yo es que podemos pensar su arquitectura.

1. La frase como confesión teórica

Cuando Freud dice “no he podido alejarla de mí” no está simplemente admitiendo que una idea le resulta convincente. Está diciendo algo más fuerte: que la hipótesis se le adhiere, que se vuelve operativa dentro de su propio yo.

Es una frase casi performativa: la instancia observadora —eso que luego será el superyó— no sólo es conceptualizada, se manifiesta en el mismo momento en que él la piensa. Lo que el loco ve afuera, Freud lo descubre adentro como estructura. La teoría se vuelve autoexperiencia.

2. El superyó como evidencia fenomenológica

Freud no deduce el superyó por simple analogía clínica, sino porque advierte que esa duplicación —yo / instancia que mira al yo— se inscribe en el propio acto de pensar.

No es que “cree” en la hipótesis.

Es que, al formularla, la padece.

Hay un eco en su frase: la instancia vigilante no es una entidad externa, sino un efecto de torsión del yo mismo; un pliegue que, una vez visto, ya no se puede “desver”.

3. Freud tocado por su propio descubrimiento

La frase deja entrever que Freud mismo queda capturado por la escena que describe. No es sólo un hallazgo clínico: es un hallazgo que lo incluye, que “le sucede”.

El superyó no es entonces una pieza del aparato; es el nombre del hecho de que hay algo en mí que me observa.

Y al reconocerlo, Freud experimenta lo mismo que ve en los enfermos —pero sin delirio: ellos lo proyectan afuera, él lo capta adentro.

4. La conclusión fuerte

La fuerza de la frase es esta:

La teoría del superyó no nace sólo de un razonamiento o una observación clínica,  sino de una imposibilidad subjetiva: la imposibilidad de separar el pensamiento del punto que lo vigila.

La instancia observadora no es una hipótesis: es una experiencia estructural que se impone. Por eso no puede alejarla: porque no hay yo sin esa duplicación.

Esta escena se puede leer topológicamente: El yo no es una unidad, sino un nudo plegado donde una parte del yo se vuelve Otro sin dejar de ser Uno. La enfermedad no crea nada: despega lo que normalmente está adherido.

La psicosis lee afuera lo que Freud reconoce como interior.

2025/12/07

Engels como pensador moderno: lectura de la carta a Bloch (1890)


Hay textos que no envejecen: se actualizan a sí mismos cada vez que el pensamiento descubre un nuevo plano. La carta de Engels a Joseph Bloch, escrita en 1890, pertenece a esa categoría. Leída hoy, más de un siglo después, no aparece sólo como un gesto aclaratorio frente a los malentendidos del materialismo histórico, sino como una sorprendente anticipación de problemas teóricos que Marx y Engels no tenían todavía los instrumentos para formalizar, pero que intuían con una lucidez poco reconocida.

Lo primero que salta a la vista es la cautela de Engels frente a toda simplificación. Lejos de afirmar que “lo económico” determina mecánicamente todo el edificio social, se esfuerza por distinguir la necesidad histórica de la caricatura determinista. Dice, con una claridad casi defensiva, que si se transforma la tesis de la determinación “en última instancia” en un monismo económico rígido, se cae en lo absurdo. No se trata de un matiz; es una reposición del pensamiento en su complejidad.

En sus líneas aparece algo que, desde hoy, podemos reconocer como una sensibilidad topológica: hay un juego mutuo de acciones y reacciones, una trama de fuerzas que no se deja reducir a la causalidad lineal. Engels no habla de 1 en 2, no habla de torsión pulsional, pero anticipa —como si caminara a tientas en la oscuridad— que la historia no es un campo de determinaciones directas, sino un sistema donde múltiples fuerzas se cruzan, se deforman, se modulan. Lo sorprendente es que esa intuición está ahí, aunque la palabra topología todavía no existiera para pensar el movimiento general de las estructuras.

Engels percibe que la superestructura no es pasiva. Reconoce que las formas políticas, jurídicas, religiosas; los sistemas de ideas; incluso aquello que llama “reflejos en el cerebro” de los individuos, inciden en las luchas históricas. Hay aquí un punto notable: cuando Engels habla de esos reflejos, habla de algo que conoce pero que no puede nombrar. Lo roza sin poseerlo. Lo reporta como un fenómeno evidente, pero sin la teoría necesaria para alojarlo. Ese es el hueco donde un siglo después Freud y Lacan van a inscribir la noción de economía pulsional.

Si hoy releyéramos esa frase —“reflejos en el cerebro”— con una mirada contemporánea, sabríamos que Engels está bordeando, sin saberlo, la dimensión de lo pulsional, esa dinámica anterior a la representación, anterior a la idea, anterior incluso a la forma consciente del deseo. Engels no lo tematiza, pero lo presupone: reconoce que las voluntades individuales están determinadas por condiciones físicas y externas que, en última instancia, son económicas… pero no se atreve a extender ese razonamiento hacia el interior mismo del aparato anímico. Le falta el lenguaje del inconsciente. Le falta la topología del sujeto que el psicoanálisis ofrecerá después.

Sin embargo, lo que resulta asombroso —y es aquí donde aparece su “modernidad”— es que en la carta Engels no se aferra a la economía como dogma. Comprende que lo económico decide, pero dentro de una configuración dinámica, donde intervienen tradiciones que “merodean como un duende”, contingencias históricas, choques de voluntades, formaciones jurídico-políticas. En otras palabras: Engels sabe que no hay base sin torsión, que el edificio social no se sostiene sobre una línea recta sino sobre una curvatura compleja del campo histórico.

Cuando yo empecé a pensar, a fines de los años ’80, en la idea de una economía pulsional que acompaña necesariamente a la economía política, lo hacía desde esa misma sensación que atraviesa la carta: la intuición de que la determinación económica no agota el campo, y que hay otra economía —no contabilizada por el marxismo clásico— que opera sobre el deseo, sobre la percepción, sobre las satisfacciones y los modos de goce. Leer hoy a Engels confirma ese presentimiento: él sabía que algo allí actuaba, pero carecía de los conceptos para formalizarlo.

Tal vez esto sea lo más interesante de la carta: Engels reconoce su propio límite, pero al hacerlo abre la posibilidad de una lectura no mecanicista del marxismo. Dice que toda voluntad que interviene en la historia está condicionada por su constitución física y sus circunstancias; dice que las luchas reales se reflejan en la cabeza de los sujetos; dice que las ideas también intervienen en la forma de la contienda. Lo que no dice —porque no puede decirlo— es que ese espacio del “reflejo” es precisamente el terreno donde opera la economía pulsional, esa dimensión que no pertenece ni a la infraestructura ni a la superestructura, sino al modo mismo en que el viviente humano organiza su relación con el mundo.

Si hoy retomáramos esa carta, podríamos leerla como el testimonio de un pensamiento que se sabía insuficiente pero no por eso renunciaba a pensar. Engels es moderno porque percibe el problema antes que su solución: sabe que la determinación económica es real, pero también sabe que la historia es más que economía. Sabe que hay fuerzas que modulan el campo social, pero no tiene aún las herramientas para describir su funcionamiento interno. Sabe que el edificio no se sostiene sólo por su base, sino también por los modos de goce, las percepciones, los afectos y los fantasmas que recorren el entramado social.

Por eso la carta a Bloch, leída hoy, no es sólo un documento aclaratorio: es un texto que muestra el punto exacto donde el marxismo clásico se topa con su límite conceptual. Y es desde ese límite donde se vuelve posible pensar —hoy— una teoría de la determinación que integre la economía política con la economía pulsional en un mismo campo, articulado no por dos planos separados, sino por una torsión común del Uno.

Freud y Marx: la materia, la historia y el pasado que insiste

 

Hay textos que permanecen al margen de sus propias tradiciones. No porque sean menores, sino porque introducen una forma de pensamiento que todavía no encuentra alojamiento. El pasaje de la Lección XXXV (Nuevas lecciones de introducción al psicoanálisis) en el que Freud comenta el marxismo pertenece a este tipo de fragmentos. Allí no encontramos un análisis económico ni una discusión filosófica: encontramos, en cambio, el punto donde psicoanálisis y marxismo se tocan sin confundirse, como dos vertientes de una misma materia en torsión.

Freud comienza declarando su extrañeza ante las leyes “naturales” y la dialéctica histórica, que en su lectura conservan un residuo hegeliano difícil de conciliar con un materialismo riguroso. Pero esta incomodidad no se debe a una limitación filosófica, sino a algo más profundo: Freud rechaza todo materialismo que ignore el dispositivo pulsional.
Para él, la historia no se mueve por conceptos ni por leyes necesarias, sino por el empuje irreductible de la agresividad, la necesidad de amor, el deseo de poder, la aspiración narcisista y las formaciones del superyó.

Ahí se abre el verdadero núcleo del capítulo: Freud detecta que el marxismo ha mostrado, con lucidez, la influencia de las condiciones económicas sobre la vida intelectual y moral; pero también ve que esa demostración queda incompleta mientras no se atienda a la maquinaria psíquica que transmite, distorsiona y resiste esos efectos. La economía no actúa sobre individuos vacíos, sino sobre sujetos ya torsionados por la herencia simbólica y biológica, por las huellas afectivas de la infancia, por los restos culturales que insisten desde un pasado que no pasa.

En un capítulo anterior, al introducir el superyó, Freud lo formula con precisión: la humanidad no vive en el presente. Está sometida a fuerzas del pasado que conservan su eficacia incluso cuando ya han desaparecido las condiciones que les dieron origen. Ese “ayer” no es memoria representacional: es materia activa, estructura excitatoria y significante.
Leído desde aquí, su crítica al marxismo se vuelve nítida:
cualquier teoría histórica que ignore la acción material del superyó —esa sedimentación del pasado que ordena, acusa, idealiza— termina siendo idealista, por más que se proclame materialista.

Lo extraordinario es que Freud no plantea esto como oposición, sino como complemento necesario. Si las circunstancias económicas influyen sobre la vida psíquica, esa influencia sólo puede realizarse a través de la vida psíquica: a través del fantasma, del narcisismo, de la agresividad, de las formaciones idealizadas, del trabajo del superyó y de la compleja economía del deseo.
Por eso su famosa frase —tan poco comentada— cae como una cuña en la teoría social:
la sociología no puede ser otra cosa que psicología aplicada.
Dicho de otro modo: la lucha de clases, la técnica, el Estado, la ideología y las instituciones son también configuraciones libidinales, modos de organizar excitaciones, satisfacciones, culpas y obediencias.

Este punto altera toda la arquitectura del marxismo ortodoxo.
Ya no basta con modificar la infraestructura económica para transformar la vida humana. Cualquier revolución debe enfrentarse con lo que Freud llama “la indocilidad de la naturaleza humana”: no un dato biológico, sino la topología pulsional que no obedece a calendarios políticos ni a mandatos institucionales.
Las masas pueden entusiasmarse con un orden naciente mientras persiste la amenaza externa; pero ese entusiasmo no garantiza nada respecto del futuro, porque el superyó —esa voz del pasado— mantiene su poder incluso cuando el aparato social cambia de forma.

Freud es aquí más materialista que los propios materialistas: señala que la historia no es sólo conflicto de intereses, sino también conflicto de investiduras libidinales; que el poder no se sostiene por coerción económica únicamente, sino porque ofrece circuitos de satisfacción y de identificación; que cualquier orden social es, a la vez, una economía política y una economía del goce.

Marx no pudo formular esto directamente —no tenía el aparato conceptual para hacerlo—, pero su teoría queda incompleta sin ello. Y el psicoanálisis, por su parte, queda ciego si no incorpora la historicidad material que Marx iluminó. No se trata de fusionar ambas doctrinas, sino de reconocer que describen dos caras del mismo proceso:
– Marx, la vertiente histórico–productiva de la materia;
– Freud, la vertiente pulsional–topológica de la misma materia.
No dos órdenes, sino dos orientaciones del Uno, plegándose una sobre la otra (1 en 2).

Desde esta perspectiva, el fragmento freudiano adquiere un valor teórico decisivo: propone un materialismo ampliado, no sustancialista, procesual, donde la técnica, el conflicto económico, el superyó, el fantasma y la transmisión cultural forman una misma trama.
La historia es la escena donde las pulsiones encuentran canales de inscripción; la vida pulsional es el combustible que permite que las estructuras históricas se mantengan o colapsen.
Nada de esto es metáfora: es materia viva, excitatoria y significante, operando en el espesor de lo social.

Quizá por eso este texto pasó inadvertido: porque exige abandonar el dualismo base/superestructura, individuo/sociedad, naturaleza/historia, y pensar una topología donde todo se entremezcla sin disolverse, donde la economía y la pulsión se co-determinan, donde el pasado no se opone al presente sino que lo atraviesa como su condición material.

Esa topología encuentra aquí una de sus piezas más robustas:
la materia histórica es inseparable de la materia pulsional; sin Freud, el marxismo queda cojo; sin Marx, el psicoanálisis queda incompleto.
Ambos, juntos, permiten pensar el campo humano como un solo proceso no dualista, donde lo simbólico y lo excitatorio, lo colectivo y lo íntimo, lo técnico y lo libidinal, se anudan en una única arquitectura en movimiento.

2025/12/06

La vegetación inesperada (cuando la vida decide por su cuenta)


El calor del día es insoportable.

El aire parece detenido, como si respirara con dificultad.
Miro hacia el fondo y encuentro algo que no estaba: una irrupción verde, desbordada, casi insolente.
Arbustos altos, malezas nuevas, una densidad vegetal que creció sin aviso, como si hubiera aprovechado un instante de descuido para ocupar el terreno.

Ese contraste me obliga a girar la mirada hacia la calle.
El asfalto arde, las casas vecinas parecen fatigadas, las veredas resecas no sostienen ni una sombra.
Nada crece allí.
El verano ha vuelto a la ciudad un paisaje mineral.

Entre ambos escenarios —la invasión silenciosa del fondo y el desierto brillante del frente— aparece una intuición:
la vida no se distribuye según nuestras categorías, sino según su propio modo de persistir.

Mientras el clasicismo diseñaba jardines con geometría estricta,
y el romanticismo buscaba sentido entre ruinas cubiertas de enredaderas,
la materia seguía su curso:
creciendo donde podía, retirándose donde la presión era insoportable, reorganizándose sin pedir permiso.

Lo que ocurre en el fondo no es jardín ni paisaje.
Es una decisión de la vida, un pliegue del mundo que se abre cuando el ambiente se vuelve extremo.
No hay estética, no hay propósito: hay una fuerza que encuentra su lugar, incluso en los rincones menos pensados.

Tal vez sea un eco lejano de los desmontes,
un residuo de la presión térmica,
o la simple consecuencia de una humedad acumulada donde antes no había nada.
Pero ninguna explicación agota la escena.

Lo cierto es que, allí donde el frente ofrece un páramo calcinado,
el fondo ensaya una respuesta vegetal.
Como si la vida operara con una lógica anónima, incesante,
buscando siempre la hendidura mínima para volver a empezar.

En esta escena, el carbono vuelve a escribir su política sin sujeto:
crecer, resistir, ocupar, insistir.
Y desde la ventana, por un instante, se entiende que lo vivo nunca obedeció al diseño humano:
solo siguió su impulso más antiguo,
ese que convierte cualquier resquicio en un territorio posible.

La oleada verde (una variación doméstica de una política sin sujeto)

 


(una variación doméstica de una política sin sujeto)

La temperatura del día es insoportable.
El aire no circula; el sol espesa el tiempo.
Miro hacia el fondo de la casa y descubro algo que no estaba: un avance vegetal repentino, casi agresivo, como si una oleada hubiera tomado posesión del terreno durante la noche.
Arbustos altos, malezas nuevas, brotes que no recuerdo haber visto jamás.
No es crecimiento: es irrupción.

Y, sin saber bien por qué, esa pequeña invasión me deja pensando.
Giro la vista hacia la calle: asfalto ardiente, veredas resecas, casas que parecen fatigadas por el verano.
En ese territorio árido —duro, brillante, exhausto— no crece nada.
El calor no solo se siente: parece impedir que algo pueda comenzar.

El contraste es tan brusco que una idea empieza a insinuarse:
como si, ante la falta de vida en un lado, la vegetación hubiera buscado refugio en el otro.
Como si la naturaleza ensayara, en miniatura, una respuesta al desmonte que ocurre lejos, invisible, pero persistente.
Podría ser una ilusión, lo sé.
Pero las ilusiones también son escenas donde la materia piensa.

Pienso entonces en la ley de vasos comunicantes.
No como explicación, sino como imagen: en los sistemas, la presión no se pierde; se desplaza.
Tal vez lo vivo haga algo parecido: cuando un territorio se seca, otro se vuelve inesperadamente fértil, como si la vida encontrara una hendija para seguir insistiendo.

En una jungla existen mil especies, pero ninguna puede separarse de la jungla misma.
La selva invade no porque quiera expandirse, sino porque no sabe retroceder.
Es el modo en que la vida responde a cualquier interrupción:
avanzando, ocupando, intentando otra vez.

El fondo de mi casa, de pronto, se parece un poco a eso:
un pequeño ensayo de resiliencia,
una repetición doméstica de esa lógica anónima que vimos en la colmena huérfana, en el coral que se blanquea, en las bacterias que mutan para sobrevivir.
La materia no recuerda: persiste.

Quizás no haya ninguna ley detrás de esta oleada verde.
Quizás solo sea la expresión mínima de un principio más antiguo que nosotros:
la vida no negocia su lugar.
Busca un resquicio —una baldosa rota, un fondo húmedo, un hueco en el verano—
y lo convierte en territorio.

Y mientras el asfalto del frente se quiebra bajo el sol,
en el fondo se escucha la otra voz del mundo:
esa insistencia vegetal, humilde y feroz,
que vuelve a empezar incluso cuando nadie la mira.

2025/12/03

El tren de los Lumière y el efecto de realidad


 La imagen técnica nunca es solamente un objeto visual. Es, ante todo, un desafío a la estructura perceptiva del observador. Su poder no reside en la pantalla, sino en la relación —histórica, cultural y pulsional— entre quien mira y aquello que aparece como figura. El llamado “efecto de realidad” no es una propiedad objetiva de la imagen, sino la posibilidad de que cierta forma visible sea reconocida por el cuerpo como acontecimiento del mundo.

La escena fundacional es conocida: en los primeros años del cinematógrafo, cuando los Lumière proyectaron un tren avanzando de frente hacia la cámara, los espectadores se levantaron de sus sillas y corrieron hacia los costados. Esa reacción no es ingenua ni primitiva: revela algo fundamental. En ese momento, la estructura perceptiva de los sujetos no estaba aún diferenciada para leer la imagen en su estatuto representacional. El tren no era “imagen de tren”: era tren. La pantalla no funcionaba como marco, sino como continuidad inmediata del espacio vivido.

Con el tiempo, esa reacción se volvió imposible. Nadie hoy huye de un tren en una sala de cine. ¿Por qué? No porque entendamos racionalmente que “es una película”, sino porque la percepción misma ha sido reeducada. La ontología del ver se transformó: aprendimos —cultural y filogenéticamente— que una imagen bidimensional es representación, que el plano es un recorte, que la ilusión se sostiene en convenciones. Esta alfabetización visual no es un saber explícito: es una modificación profunda de la arquitectura perceptiva.

Aquí aparece el núcleo conceptual:
el efecto de realidad no depende del realismo de la imagen, sino del modo en que el sujeto está preparado para incluirla o no en su mundo.
El tren de los Lumière tenía un efecto de realidad absoluto para sujetos que no contaban aún con las matrices culturales para tratarlo como ficción. La misma escena, hoy, opera como ficción por default. Y sin embargo, en otros contextos —publicidad, erotismo, terror, propaganda— imágenes mucho menos realistas logran perforar el sistema perceptivo y producir efectos corporales intensos.

Lo decisivo no es la imagen, sino la estructura perceptiva entrenada.
Esa estructura no es meramente neuronal: es histórica.
No es meramente cultural: es corporal.
No es meramente simbólica: es orgánica.

Nuestra época está saturada de imágenes técnicas. Desde la infancia, la percepción es adiestrada por fotografías, animaciones, pantallas táctiles, interfaces, videojuegos, redes. Este adiestramiento establece una nueva condición perceptiva: las imágenes ya no se leen sólo como representaciones, sino como un tipo de presencia, un modo particular de inscripción del mundo en el cuerpo. Por eso pueden provocar excitación sexual, angustia, indignación o placer sin mediación alguna: porque la percepción contemporánea está calibrada para darles un estatuto fenomenológico casi inmediato.

El ejemplo del tren corriendo hacia los espectadores muestra la genealogía:
no es la imagen la que cambia, es el observador.
No es la técnica la que produce realidad, es la curvatura perceptiva del sujeto la que decide qué tiene derecho a entrar como real.

En este sentido, el efecto de realidad no es un atributo tecnológico, sino un problema filosófico:
¿qué debe ocurrir en la percepción para que una forma visible sea incorporada como acontecimiento?
¿qué transforma a un conjunto de luces en un hecho del cuerpo?
¿cómo se constituye el umbral entre imagen y experiencia?

Esa es la verdadera cuestión.

El montaje de la realidad

 


Una imagen en una pantalla no es, por sí misma, nada más que luz organizada. Puede pasar inadvertida, puede interesar, o puede atravesar al cuerpo como si fuera un acontecimiento real. Esa diferencia —entre ver y ser afectado— no depende de la pantalla ni del dispositivo, sino del modo en que el sistema perceptivo del sujeto se encuentra estructurado para recibirla.

No existe un “efecto de realidad” natural. Existe, en cambio, una condición más compleja: ciertas formas visibles son capaces de ingresar al viviente, mientras que otras quedan en la superficie, sin tocarlo. Lo que se juega en las pantallas no es la realidad misma, sino esa posibilidad: que una forma adquiera o no la potencia de ser vivida como parte del mundo.

La percepción humana nunca fue un simple registro de estímulos. Desde sus primeros pasos, un niño debe aprender que una imagen es una representación; que un trazo corresponde a un objeto; que una fotografía remite a un rostro. Ese aprendizaje no es sólo individual: es histórico. Hay pueblos que, sin exposición previa a imágenes técnicas, no leen nada en una foto; ven manchas, no escenas. Es que la percepción —aunque anclada en la biología— depende de una cultura visual que debe ser adquirida para poder “ver”.

Nuestra época es el extremo de esa adquisición. Llevamos más de un siglo habituados a imágenes bidimensionales: fotografías, cine, televisión, interfaces digitales. Cada uno de estos dispositivos fue adiestrando nuestra forma de percibir, afinando un tipo de lectura visual que hoy sentimos natural. Las pantallas no producen realidad: producen señales que nuestro sistema perceptivo, ya entrenado, puede convertir en fenómeno real si encuentra en ellas las formas que resuenan con su organización interna.

Por eso no toda imagen afecta. No basta que sea nítida o espectacular. Una forma mínima puede provocar un estremecimiento, voluptuosidad, un miedo profundo; mientras que una escena técnicamente perfecta puede no generar nada. Lo decisivo es la coincidencia entre la imagen y la estructura perceptiva del observador, estructura hecha de memoria sensorial, hábitos culturales, restos de deseo y huellas simbólicas.

La publicidad lo sabe: ha estudiado durante décadas cómo una mera imagen puede activar el cuerpo. El cine lo explota, las redes lo amplifican, los dispositivos lo refinan. Las pantallas funcionan como un campo de entrenamiento perceptivo, donde aprendemos qué ver y cómo sentirlo.

En este marco, el efecto de realidad no es un atributo de la imagen, sino una función del sujeto: un modo en que el cuerpo incorpora ciertas formas como parte de su mundo vivido.

Lo que aparece en la pantalla puede o no adquirir esa potencia. Lo decisivo no es la técnica, sino el umbral que separa una imagen de una experiencia.