2025/10/12

Resto diurno lógico

 


Al despertar en medio de la noche, se me impuso, se colocó en primer plano, lo que venía soñando. No tanto por su contenido sino por su forma lógica, su estructura narrativa. En la trama se abrían tres posibilidades y el sueño así se complejizaba. No recuerdo  ni el escenario ni los hechos sino su estructura lógico formal.

Cuando intento descifrarlo me doy cuenta que esa variable era similar a la respuesta que me da un chat de IA, ante una pregunta. Entonces me doy cuenta cuál era el resto diurno del sueño. Un resto estrictamente formal, no el recuerdo de algún objeto o situación.

El trabajo del sueño incorpora hoy como restos diurnos proposiciones lógicas, una especie de desarrollo de las fuerzas productivas del proceso primario.

Pensado así tengo que suponer que cuando Aristóteles creo la lógica, la introducción del silogismo, revolucionó el traumarbeit. No significa esto que el sueño piense sino que trabaja sobre los restos diurnos de las operaciones mentales.

2025/10/11

La geisha ante la degradación del deseo

 


En Sobre una degradación general de la vida erótica, Freud demarca la corriente cariñosa de la sensual. Las dos deberían confluir para que se produzca una relación “normal” entre hombre y mujer.

La elección del objeto sexual se produce antes de que el sujeto esté anatómicamente apto para la sexualidad. La configuración subjetiva se va a estructurar en torno a ese objeto; es decir, esa configuración será la matriz de la actividad sexual del adulto.

El problema que encuentra Freud es que las dos corrientes mencionadas casi siempre estarán mal articuladas, mal ensambladas. Un hombre, en la búsqueda de una mujer, siempre se encontrará con una cantidad de ellas que no están permitidas: la madre, la hermana, etc. Pero a eso también lo va a asociar con otras mujeres que cumplen o están ubicadas en un mismo lugar corporativo. Recordemos la ley cultural de la prohibición del incesto y, por ende, la promoción de la exogamia.

La existencia de mujeres prohibidas es un sedimento implícito en la elaboración freudiana. Lo que es necesario elaborar no es tanto la prohibición como la atracción que producen, para un hombre, ciertas mujeres. No todas, obviamente. ¿Cuál es la dialéctica entre prohibición y atracción? ¿Atrae la permitida, uno puede preguntarse?

En lo que Freud concibe como “normal”, un hombre debe ser atraído sexualmente por una mujer que no esté prohibida. No debe, por tanto, atraerle una mujer prohibida; y, en esa lógica que habría que demostrar, deberían atraerle todas las mujeres permitidas. Empíricamente hablando, esto no es así. A un hombre no le atraen todas las mujeres, y conviene pensar que en ello no se trata exclusivamente de una prohibición. En este sentido, el objeto sexual no puede ser corporativo: debe cruzar ese límite.

En el texto señalado, Freud hace referencia a cierta degradación que los hombres hacen de una mujer para que les sea apta para su sexualidad. Freud observa que, en muchos casos, para que una mujer se vuelva sexualmente deseable para un hombre, interviene un proceso de degradación. Degradar significaría el intento de desplazar a una mujer de la esfera corporativa. En base a datos que nos da la experiencia psicoanalítica, esta degradación puede suceder en el plano del fantasma: un hombre tiene relación con su mujer pensando en otras, y ella, para llegar al orgasmo, debe encarnar a una mujer ligera.

El anudamiento sintomático de las dos corrientes —cariñosa y sensual— constituiría entonces un problema casi central. La configuración subjetiva estructurada por el objeto tiene un plano móvil, que es la gramática del complejo de Edipo. El psicoanálisis trabaja sobre ese plano, permitiendo que se rompa el rigor geométrico y se produzcan movimientos topológicos.

De todas formas, en la cultura no dejan de plantearse ciertas soluciones.
En Memorias de una geisha, su protagonista señala:

“Una geisha no es una cortesana ni una esposa. Vendemos nuestras habilidades, no nuestros cuerpos. Creamos otro mundo secreto, un lugar sólo de belleza. La palabra geisha significa artista. Y ser una geisha es ser considerada como una obra de arte en movimiento.
Agonía y belleza para nosotras van de la mano. No puedes considerarte una verdadera geisha hasta que seas capaz de detener el camino de un hombre con una sola mirada.”

La geisha encarna una reconciliación imposible: la unión entre la ternura y el erotismo bajo la forma del artificio. Es la solución estética al conflicto freudiano. Allí donde el psicoanálisis busca movimientos topológicos, la cultura produce una imagen: la del arte convertido en erotismo, la del deseo vuelto espectáculo.

 

2025/10/08

Biopolítica de la modestia

 


Biopolítica de la modestia 

(a propósito de Konrad Lorenz, “Sobre la agresión, el pretendido mal”)

 

La cultura es el experimento de la naturaleza sobre su propia forma.

 

Lorenz pensó la agresión no como una patología, sino como una función vital.

Ahí radica su fuerza: devolver al instinto su lugar en la economía de la vida, sin reducirlo a un residuo animal ni elevarlo a metáfora moral.

En su mirada, el comportamiento humano se inscribe en la larga continuidad del proceso evolutivo; una continuidad donde la cultura no es ruptura, sino reflexión de la naturaleza sobre sí misma.

Darwin ya había mostrado que la vida se sostiene no por la fuerza del individuo, sino por la capacidad de las formas de mantener su relación con el entorno.

Lorenz prolonga esa intuición al nivel del comportamiento: la agresión, el vínculo, la cooperación, el amor, son expresiones de una misma co-vitalidad.

Lo que llamamos moral es simplemente la forma simbólica de una necesidad biológica: la supervivencia de la relación.

 

Desde ahí puede pensarse una biopolítica de la modestia.

No hay oposición entre cultura y naturaleza, entre instinto y razón: sólo grados de complejidad en la misma red de vida.

La cultura no trasciende al mundo, lo duplica; no lo domina, lo interpreta.

Cada gesto humano —científico, político, amoroso— es una tentativa de la materia por pensarse, una mutación simbólica del flujo biológico. 

La agresión, en este horizonte, deja de ser un mal.

Es el modo en que la vida defiende su organización, incluso cuando lo hace de manera destructiva.

Lorenz lo sabía: lo que se reprime no desaparece, sólo se transforma.

El poder biopolítico moderno ha olvidado esa lección.

Pretende gobernar la vida desde afuera, como si no fuera él mismo una función de esa vida.

De ahí su fracaso: la política que ignora su condición biológica termina volviéndose autodestructiva.

Una biopolítica de la modestia no niega el poder; lo reconduce.

Entiende que gobernar cuerpos es gobernar ecosistemas, que todo control es metabólico, y que lo humano no es el centro del proceso, sino uno de sus pasajes.

El pensamiento, en este sentido, sólo puede ser experimental: seguir las mutaciones del mundo sin adjudicarse el papel de su autor. 

La Esfinge, ese antiguo emblema del límite entre lo humano y lo animal, reaparece en Lorenz como pregunta renovada:

¿qué queda de nosotros cuando reconocemos que la agresión, el amor o la guerra son funciones de una misma continuidad vital?

Darwin había respondido: no hay ruptura, sólo metamorfosis.

Lorenz lo confirma: no hay mal, sólo desequilibrio en la circulación de la vida. 

Pensar con él hoy exige recuperar esa humildad perdida.

Aceptar que la inteligencia no es el cerebro del mundo, sino su tentativa de comprenderse.

En el fondo, la biopolítica que se abre aquí no es un sistema, sino una ética:

acompañar la vida en lugar de administrarla; observar sus metamorfosis sin apropiárselas.

 

💬 Epílogo:

 

La Esfinge no pregunta para saber. Pregunta para que el hombre recuerde que todavía es una especie entre las demás.

Darwin respondió: no hay respuesta, sólo continuidad.

La Esfinge nos mira todavía.

No quiere saber quiénes somos, sino si aún recordamos de qué materia fuimos hechos.

2025/10/07

Freud, entre el Entwurf y la Metapsicología.

 


Volver sobre las intuiciones del Proyecto de psicología para neurólogos no es un gesto arqueológico. Es, más bien, una forma de leer de otro modo toda la obra posterior de Freud, como si en aquellas hipótesis iniciales —tan pronto abandonadas por la ortodoxia— permaneciera latente un horizonte que nunca dejó de operar en la arquitectura de su pensamiento. Esa insistencia de lo primero en lo último no se trata de un simple residuo, sino de un hilo de continuidad que permite repensar cuestiones que a menudo se presentan como inconexas: la pulsión, el proceso primario, la transferencia, la teoría del sueño o incluso la introducción tardía de la pulsión de muerte.

La célebre frase de Schreber resuena aquí con toda su fuerza:

“El alma humana está contenida en los nervios del cuerpo; como profano que soy, no puedo decir más sobre su naturaleza física; tan solo que son formaciones de una finura extraordinaria —comparables a los hilos de seda más tenues—, y la vida espiritual del hombre en su conjunto reposa en la facultad que los nervios tienen de ser excitados por impresiones de origen externo.”

Esta imagen —la vida psíquica como un sistema de excitaciones, delicado y tensional, que se inscribe en la trama misma del cuerpo— puede ser leída hoy menos como un arcaísmo fisiológico que como la anticipación de un modelo estructural: el psiquismo no como una entidad separada, sino como un campo de inscripciones donde lo interno y lo externo, lo orgánico y lo simbólico, se interpenetran en múltiples niveles.

Si aceptamos este punto de partida, la idea freudiana de represión cobra un espesor distinto. Lacan señaló con razón que represión y retorno de lo reprimido son lo mismo: no dos momentos sucesivos, sino las dos caras de un mismo trabajo del significante. Desde esta perspectiva, resulta especialmente sugerente que Freud haya considerado la represión como uno de los posibles destinos de la pulsión: no como un desvío, sino como parte constitutiva de su dinámica. En lugar de concebirla como mera contención, la represión aparece como un modo particular de circulación, de transformación y de retorno dentro del aparato.

Lo que este marco permite vislumbrar es la posibilidad de pensar el aparato psíquico no como una serie de compartimentos estancos, sino como una estructura en la que cada elemento porta la huella del conjunto. Cada síntoma, cada sueño, cada formación del inconsciente condensa en sí mismo la totalidad de la dinámica pulsional y significante. Del mismo modo, el sujeto no emerge aislado de su contexto, sino en continuidad con las tramas discursivas, afectivas y corporales que lo atraviesan y con las que co-evoluciona.

Este doble movimiento —la presencia de la totalidad en cada parte, y la constitución del sujeto en relación con lo que lo rodea— no es todavía un concepto, sino quizá la forma embrionaria de un modelo. Uno que permitiría leer a Freud desde sus intuiciones más radicales sin renunciar a su especificidad: entender la represión no como obstáculo, sino como forma; el síntoma no como fragmento, sino como condensación de un campo; la transferencia no como relación dual, sino como momento en el que la lógica del aparato se actualiza en el lazo.

Introducción a la holomorfía


 Un camino de hormigas puede ser percibido, al menos en apariencia, de dos modos radicalmente distintos. Podemos verlo como un conjunto de individuos coordinados en una acción común —cada uno con su cuerpo, su carga, su trayectoria—, o bien como un flujo continuo, una corriente viva en la que el hormiguero, el sendero y las propias hormigas constituyen un solo organismo expandido. En el primer caso, el pensamiento recorta unidades; en el segundo, percibe un campo.

Pero esa disyuntiva —lo discreto o lo continuo, las partes o el todo— no agota la cuestión. La percepción, entendida como un proceso de integración formal, no puede limitarse a elegir uno de esos polos, del mismo modo que el bosque no debe ocultar a los árboles ni los árboles al bosque. La ciencia misma nos recuerda que ambos niveles coexisten: la sangre es un líquido biológico y, al mismo tiempo, la suma de sus glóbulos rojos; el camino de hormigas es un flujo orgánico, pero también la coordinación de múltiples individuos con funciones diferenciadas.

Lo que se vuelve necesario, entonces, es un pensamiento capaz de sostener la simultaneidad estructural de ambos registros. No basta con superponer análisis parciales ni con declararlos complementarios: hay que encontrar una forma conceptual que los haga coexistir sin reducir uno al otro. Lo que está en juego no es una síntesis ni un término medio, sino un nivel más profundo de comprensión en el que la totalidad y la parte se revelen como momentos de un mismo proceso.

En esa dirección aparece la necesidad de un concepto nuevo —todavía en estado germinal— que podríamos llamar holoforma. No se trata de un nombre definitivo, sino de una tentativa para señalar una totalidad topológica, un campo estructural en el que las partes son nodos de densidad y el todo es la morfodinámica que las articula. La holoforma no suprime la diferencia entre individuo y conjunto: la vuelve inteligible dentro de un marco donde ambos se co-determinan mutuamente.

Este gesto no pretende clausurar la interpretación en una imagen subjetiva ni absolutizar una perspectiva. Por el contrario, busca abrir la posibilidad de pensar formas en movimiento que, sin perder su complejidad interna, puedan ser comprendidas como expresiones de un mismo tejido. Así, el camino de hormigas deja de ser alternativamente suma de individuos o mero flujo, para convertirse en la figura dinámica de una co-implicación estructural.

La co-vitalidad, noción que nombra la interdependencia constitutiva de los seres, encuentra en esta idea un concepto complementario: si toda vida se da en relación con otras vidas, toda relación necesita también una forma donde esa coexistencia se exprese. La holoforma no sustituye a la co-vitalidad, pero le otorga un plano formal; la co-vitalidad no explica la forma, pero le confiere espesor ontológico. Entre ambas emerge un marco conceptual donde las partes no niegan el todo ni el todo disuelve a las partes, sino que se revelan como modulaciones inseparables de un mismo devenir.

2025/10/04

“La mujer que no estaba allí”- Topología del deseo: percepción y fantasma en Bécquer.

 


En más de un pasaje de su obra, Sigmund Freud reconoce que los poetas saben antes y mejor que la ciencia aquello que ésta apenas se atreve a formular. En El delirio y los sueños en la “Gradiva” de W. Jensen, escribe que ellos “son valiosísimos aliados, cuyo testimonio debe tenerse en alto grado, pues suelen conocer muchas cosas existentes entre el cielo y la tierra y que ni siquiera sospecha nuestra filosofía. En Psicología, sobre todo, se hallan muy encima de nosotros los hombres vulgares, pues beben en fuentes que no hemos logrado hacer accesibles a la ciencia”.

 

En ese sentido, tanto el relato de Jensen como El rayo de luna de Gustavo Adolfo Bécquer —y quizá muchos otros textos que la memoria hoy no alcanza a convocar— confirman la observación freudiana: la literatura se adelanta a la teoría al poner en escena el enigma que atraviesa todo el pensamiento psicoanalítico: ¿qué es una mujer? Los poetas beben de percepciones que todos compartimos, pero a las que rara vez logramos dar forma conceptual. Esa imposibilidad, o ese rodeo incesante en torno a lo femenino, se repite incluso en registros muy alejados del Romanticismo. La canción popular, por ejemplo, no deja de tropezar con el mismo abismo: “Canción para una mujer que no está” de Vox Dei o “Mujer amante” de Rata Blanca no dicen lo mismo, pero se abisman en torno al mismo problema.

 

Toda la obra de Freud, como también la de Lacan, está habitada por esta pregunta que los poetas románticos ya habían presentido en la figura del fantasma amoroso, del ideal inasible o de la aparición luminosa. Quizá hoy se imponga volver a pensarla en otros escenarios: en el saber del marketing, que fetichiza el deseo bajo la forma de mercancía, o en la lógica de las redes sociales, donde lo femenino se multiplica como imagen, como simulacro y como signo de intercambio. Textos como De la seducción de Jean Baudrillard abren ese camino.

 

Y tal vez leer hoy El rayo de luna consista precisamente en esto: en descubrir cómo aquella figura huidiza que fascinó al Romanticismo continúa proyectando su luz sobre nuestras pantallas, sobre nuestros objetos y sobre nuestros vínculos.

 

El rayo de luna

 

Decir que toda percepción es un ejercicio de topología mental implica reconocer, desde el inicio, que percibir no es entrar en contacto con un mundo dado. No hay “dato” puro. La percepción no registra, configura: inscribe lo sensible en una red de relaciones simbólicas y pulsionales. No es ventana ni apertura, sino pliegue; no revela un objeto exterior, sino que anuda en torno al vacío desde el cual el sujeto se constituye.

 

En “El rayo de luna”, Bécquer narra la historia de Manrique, un joven que, en medio del bosque, cree divisar a una mujer y se enamora perdidamente de esa aparición, para descubrir al final que no era más que un reflejo fugitivo de la luz sobre las hojas. La lectura habitual ve aquí una metáfora romántica de la ilusión o de la imposibilidad del amor. Pero puede leerse de otro modo: como una parábola sobre el modo en que percepción, deseo y fantasma se entrelazan.

 

Si percibir es una operación topológica, lo que ocurre con Manrique no es un “error visual”: su mirada no confunde la luz con una mujer, sino que la configura como mujer. La percepción no encuentra objetos, los fabrica allí donde el deseo necesita alojarse. Lo percibido no es lo que está ahí, sino aquello que, en la red simbólica del sujeto, puede ser investido de sentido. El bosque no le ofrece un objeto; el deseo lo inventa, trazando sobre lo visible un contorno que no preexistía.

 

En este sentido, la percepción es un trabajo de enlace. Manrique no percibe la luna: la anuda. Su mente enlaza reflejos, sombras y movimientos en un patrón reconocible —la figura femenina— y a partir de ese nudo se despliega toda la experiencia amorosa. En el plano freudiano, el proceso primario está en marcha: condensa fragmentos, desplaza intensidades, sustituye la ausencia por aquello que puede ocupar su lugar. En términos lacanianos, lo que opera es la lógica del objeto a: la mirada no ve el objeto, sino el vacío en torno al cual el deseo se organiza.

 

La “mujer” no es una ilusión que se desvanece frente a la realidad: es el nombre que el deseo da a un pliegue de lo real. Es el efecto de una operación topológica que transforma un haz de luz en soporte de fantasía. Cuando la percepción se “corrige” y revela el supuesto error, no desaparece un objeto porque nunca estuvo ahí: lo que se disuelve es la estructura perceptiva que lo sostenía.

 

Así, Bécquer muestra sin saberlo que toda percepción funciona de esta manera: proyecta sobre lo real un dibujo que no pertenece al objeto sino al sujeto. No descubrimos lo que está, sino que producimos un espacio de sentido alrededor de un vacío. En este sentido, “El rayo de luna” no es una historia de engaño, sino un tratado poético sobre la estructura de la mirada: no vemos objetos, vemos nudos; no percibimos cosas, percibimos las trayectorias de nuestro deseo.

El desenlace no es mera desilusión, sino revelación. Cuando Manrique comprende que no hay mujer, que solo hay luz, lo que se revela es la naturaleza misma de la percepción: su poder para fabricar mundo a partir de lo que falta. En ese momento, el sujeto no se enfrenta a la falsedad de lo percibido, sino al agujero que lo sostiene.

La aparición que Manrique cree ver no es simple ilusión óptica: es la irrupción del fantasma. La luz plegada en forma femenina no representa un error, sino que escenifica el modo en que el deseo organiza su escena. El bosque, la penumbra, la soledad —todos estos elementos no son decorado narrativo sino coordenadas de una puesta en escena en la que el sujeto proyecta una figura que encarne su falta.

El fantasma no es un objeto, sino un guion inconsciente que le da forma. Por eso no importa que la mujer no exista: su función no era “estar ahí”, sino permitir que el deseo se sostuviera. La percepción, en tanto topología mental, enlaza fragmentos dispersos (luz, sombra, movimiento) y, a partir de ellos, construye una escena que responde al vacío. El fantasma es esa escena mínima donde el sujeto se encuentra deseando.

Y como en toda escena fantasmática, el desenlace no cancela la experiencia sino que la devela. Cuando Manrique descubre que no hay mujer sino un rayo de luna, no despierta simplemente de un engaño: lo que se desmorona es el montaje fantasmático que sostenía su deseo. Pero ese derrumbe no lo arroja a la nada: lo confronta con lo que Lacan llama lo real —lo imposible de simbolizar, aquello que ningún fantasma puede colmar.

Ahí radica la enseñanza más profunda del relato: la percepción no engaña, sino que sostiene la ficción necesaria para que el sujeto no caiga en el abismo del vacío. Lo que llamamos “ilusión” es la condición misma de la experiencia deseante. El fantasma no oculta lo real: lo bordea. No lo reemplaza: lo hace habitable.

Bécquer lo intuía en la frase que abre su leyenda: “Yo no sé si esto es una historia que parece cuento o un cuento que parece historia; lo que puedo decir es que en su fondo hay una verdad, una verdad muy triste, de la que acaso yo seré uno de los últimos en aprovecharme, dadas mis condiciones de imaginación.”

2025/10/02

La falacia seudocientífica de Spencer

Herbert Spencer (1820-1903)

El denominado darwinismo social no deja de ser una falacia ideológica que en nombre de Darwin convierte a una profunda elaboración conceptual sostenida en la ciencia, en una burda creencia terraplanista.

 

El error del “darwinismo social” 

Cuando Spencer (imágen) y luego ciertos ideólogos del siglo XIX acuñan la idea de “supervivencia del más fuerte” y la aplican a la sociedad humana, cometen una doble falsificación: 

1. Conceptual:  reducen el proceso evolutivo —que en Darwin es un fenómeno de poblaciones, no de individuos— a una lucha individualista.

2. Ontológica: suponen que la fuerza o la aptitud reside en un sujeto aislado, desconectado de su medio, cuando Darwin subraya justamente lo contrario: la aptitud es siempre relacional.

Para Darwin, una especie sobrevive no porque sus miembros sean “fuertes” en sí mismos, sino porque logran adaptarse en conjunto a un medio cambiante. Y “adaptarse” implica transformarse, cooperar, diversificarse, establecer relaciones funcionales con el entorno.

 

De la adaptación a la Co-vitalidad

 

Definiendo a la Co- vitalidad como condición constitutiva de lo vivo según la cual ninguna parte puede existir, persistir o desplegar su forma propia fuera del entramado de relaciones que la sostiene; vivir es, siempre, vivir con y en otros.

Si miramos la selección natural desde la perspectiva que venimos desarrollando, el concepto de Co-vitalidad aparece como su sustrato profundo.

Ninguna especie evoluciona en el vacío. Lo hace *en relación* con otras especies, con el ambiente, con la competencia y la cooperación.

Las adaptaciones no son propiedades intrínsecas de individuos aislados, sino respuestas colectivas inscritas en redes ecológicas.

Incluso la “fuerza” —si queremos seguir usando ese término— es *co-fuerza*: surge de la interacción entre organismos y medio. 

Esto implica que la vida no progresa por la eliminación del débil, sino por el tejido cada vez más complejo de relaciones que sostienen la existencia. La diversidad, la simbiosis, la interdependencia son expresiones de esa co-vitalidad.

 

La falsificación ideológica: del organismo a la competencia

 

El darwinismo social, al trasladar una lectura individualista a la esfera política y económica, convierte una descripción biológica en una ideología: la sociedad sería un campo de lucha en el que los “más fuertes” prevalecen y los “débiles” perecen. Pero esta imagen no sólo no está en Darwin; es su negación.

La evolución no premia al individuo aislado sino al conjunto capaz de generar formas colectivas de vida sostenibles. En este sentido, una especie cooperativa puede sobrevivir mejor que una especie compuesta de individuos egoístas.

 

Co-vitalidad como principio evolutivo

 

Podemos ahora reformular nuestra tesis general con un matiz evolutivo:

La Co-vitalidad no es sólo condición de vida presente, sino motor de la vida futura. Las formas vivas que logran persistir y transformarse no son las más fuertes en sí mismas, sino las que saben inscribirse mejor en una red de relaciones que las sostiene y con las que co-evolucionan.

Así entendida, la supervivencia no es triunfo del individuo sino persistencia del tejido relacional.  La especie no es un agregado de individuos exitosos, sino una *forma colectiva de adaptación.

 

Implicaciones para pensar lo humano.


Al insertar esto en nuestra reflexión filosófica, la crítica al individualismo moderno se vuelve más profunda: no sólo es una ficción ética o política, sino que es evolutivamente inviable.

El sujeto que imagina poder bastarse a sí mismo es análogo al órgano arrancado del cuerpo.

La sociedad que celebra la competencia absoluta es análoga a una colonia de hormigas dispersas: condenada a la extinción. 

En cambio, lo que asegura la continuidad —de la vida, de las especies, de las culturas— es la capacidad de sostener relaciones de co-vitalidad cada vez más densas, creativas y adaptativas.

Lo que persiste no es lo más fuerte ni lo más puro, sino lo que logra tejerse mejor en una red de interdependencias dinámicas.

  

Axioma de la co-vitalidad

 


Axioma de la co-vitalidad

  

Arrancar algo vivo de su contexto es condenarlo a morir. El corazón separado del cuerpo deja de latir, la hoja desprendida del árbol se marchita, la hormiga aislada de su colonia pierde el sentido de su existencia. Esta ley silenciosa atraviesa todos los planos de la vida y, sin embargo, seguimos pensando el mundo desde la ficción de la autosuficiencia. Celebramos al individuo autónomo, a la idea pura, al sujeto que “se hace a sí mismo”, como si la vida fuera una propiedad interna y no una corriente que circula entre las cosas. Si se extrae una parte de un cuerpo vivo, esa parte muere, a menos que se haga un trasplante o una transfusión. Esta cualidad debería tener un nombre o tal vez convertirse en un concepto. Esa parte solo puede vivir en un todo. Intentaremos abordar esta idea desde diferentes planos. 

El fenómeno biológico implica la dependencia vital del todo. Cuando se arranca un órgano, un tejido o incluso una célula de un organismo complejo, su destino está sellado: Si no se le reintegra a otro sistema que lo nutra, muere. Su vitalidad no era autónoma, sino que dependía de la circulación, el metabolismo y la organización global del cuerpo.

En términos estrictos, lo que estaba vivo no era esa parte aislada sino el sistema entero en el que ella tenía sentido funcional. La vida no estaba en la parte, sino a través de ella.

 

Ontología de la pertenencia: la vida como relación

 

Podemos llamar a este principio “principio de co-vitalidad”: Ninguna parte vive por sí misma; su vida es una función de su pertenencia a un conjunto mayor del cual recibe sentido, energía y forma.

Ese principio permite dar un paso más: la identidad de una parte no está dada por su mera materia, sino por su posición en una red de relaciones. El hígado no es un hígado en abstracto; es hígado en un cuerpo determinado. Separado de él, pierde no solo la vida, sino su condición de órgano.

Esto sugiere que la vida no reside en el objeto aislado, sino en el sistema dinámico que lo articula. Por eso, lo que muere al separarse no es solo la carne, sino el sentido mismo de esa carne. 


Posibles nombres de un posible concepto.

Podríamos utilizar varios modos de nombrar esta idea:

Organotropía (organon = instrumento / parte; tropein = volverse hacia): tendencia de la parte a necesitar el todo.

Co-vitalidad: la vida como fenómeno co-dependiente.

Vitalidad contextual: lo vivo depende del contexto que lo sostiene.

Principio de inmanencia orgánica: la vida de cada elemento es inmanente al sistema que lo contiene.

Cada nombre resalta un matiz, pero la idea esencial es que lo vivo no es divisible sin perder su cualidad vital.

 

Extensiones

 

En sentido ontológico, este principio se puede proyectar fuera de la biología: también una idea muere cuando se la extrae del sistema conceptual que la sostenía. Su “vida” dependía de un entramado.

 

En sentido socio político: Un individuo no sobrevive sin vínculos. La sociedad no es la suma de individuos vivos, sino el organismo que hace posible su vitalidad. Separado, el individuo puede seguir existiendo biológicamente, pero su “vida” en el sentido pleno —lenguaje, deseo, historia— se desvanece.

En sentido epistemológico: El conocimiento mismo es co-vital: separado del campo de problemas que le da sentido, se convierte en dato muerto.

Se podría hablar de un Principio de co-vitalidad orgánica: toda parte viva lo es en virtud de su pertenencia funcional a un sistema mayor. Separada de él, pierde su vitalidad porque lo vivo no se localiza en la sustancia aislada sino en la red de relaciones que la constituyen.

Este principio señala que la vida no es una propiedad sustancial sino una condición relacional, y que la muerte ocurre no solo cuando cesan los procesos internos, sino también cuando se rompe la relación que los hace posibles.

 

La imposibilidad de escapar de la red.

 

 La co-vitalidad como condición ontológica, no contingente.

Lo primero que conviene subrayar es que la co-vitalidad no es una circunstancia accidental que puede o no darse, sino una estructura constitutiva de lo vivo.

Un órgano vive en el organismo.

Una célula vive en un tejido.

Una hormiga vive en la colonia.

Un humano vive en el entramado social, simbólico y material.

Incluso cuando un elemento parece poder subsistir aislado, esa posibilidad es ilusoria o depende de la reproducción artificial de su entorno original (como ocurre en un cultivo celular o en un trasplante). Es decir: el aislamiento es siempre un montaje, no un estado natural.

 

El mito de la autonomía: vida no es independencia

 

En la tradición moderna —y sobre todo en la filosofía política— se ha instalado una imagen poderosa: el individuo autónomo, autosuficiente, capaz de bastarse a sí mismo. Esa imagen es útil para ciertas narrativas (derechos, libertad, propiedad), pero desde el punto de vista ontológico es falsa:

Lo vivo nunca es autónomo en sentido radical; siempre está tejido en una red de interdependencias sin las cuales deja de ser.

La hormiga separada no muere al instante, pero su vida se vuelve inviable como vida de hormiga. Lo mismo ocurre con el ser humano: fuera del lenguaje, de la cultura, de la comunidad, puede seguir latiendo su corazón, pero algo esencial —lo que hace de él un ser humano— se apaga.

 

 La co-vitalidad como campo relacional

 

Podemos entender entonces la vida no como una sustancia que “posee” cada individuo, sino como un campo relacional en el que cada unidad participa. Esta participación no es opcional: es la condición misma de su existencia.

En este sentido, no es que un ser tenga relaciones, sino que es relación.

La célula es tejido.

El órgano es organismo.

El individuo es sociedad.

De ahí que la muerte no sea sólo el cese de procesos internos, sino también el colapso de las relaciones que sostienen esos procesos.

 

El destino de la parte: vivir es pertenecer.

 

Una consecuencia radical de esta perspectiva es que toda parte lleva en sí la marca del todo.

Su forma, su función, su mismo sentido existencial provienen de su pertenencia. Dejar de pertenecer equivale, tarde o temprano, a dejar de ser.

 

Podemos formularlo casi como un axioma: 

Axioma de la co-vitalidad: ninguna parte puede conservar su modo de ser propio fuera del campo relacional que la engendra y sostiene.

Este axioma desplaza el centro de gravedad desde la sustancia al vínculo. Ya no se trata de “seres que se relacionan”, sino de “relaciones que se concretan en seres”.

 

Desde aquí se abren varias derivaciones:

 

Antropológicas: el sujeto no preexiste a sus lazos, sino que es el efecto de ellos.

Políticas: la comunidad no es una agregación de individuos, sino el medio vital en que esos individuos pueden existir como tales.

Éticas: si toda vida es co-vital, la responsabilidad no puede pensarse solo en términos individuales; implica siempre al entramado que sostiene esa vida.

Ontológicas: lo real no está hecho de átomos aislados sino de nodos relacionales; la separación absoluta no es un hecho posible sino una ficción teórica.

 

Más allá de lo biológico: una “metafísica de la co-vitalidad”


Lo que en el ejemplo biológico se presentaba como evidencia empírica (“una parte separada muere”) se convierte ahora en una tesis de alcance mayor:

La vida es inseparable de la pertenencia. Lo que vive, vive en y con otros. Toda tentativa de sustraerse completamente de esa red conduce, más tarde o más temprano, a la extinción, la disolución o la pérdida de identidad.

Incluso el pensar, el desear, el hablar o el recordar son ejercicios de co-vitalidad: prácticas imposibles sin el horizonte común del lenguaje, la historia y la cultura.

2025/09/21

Las formas

La forma no es una entidad estática, sino un proceso móvil. Concebimos la realidad a través de configuraciones que se transforman, se infiltran en la naturaleza y, una vez instituidas, redefinen nuestra percepción. En este sentido, lo que llamamos “naturaleza” ya no es un dato inmediato, sino una construcción filtrada por las formas que la cultura y la memoria imponen.

El recuerdo visual se organiza siempre en torno a figuras. Lo que reconocemos no son fragmentos aislados, sino totalidades que se apoyan en patrones previos. Por ello, toda percepción es al mismo tiempo reconocimiento. La experiencia de la visión borrosa lo ilustra con claridad: sin lentes, una silueta humana puede confundirse con una forma conocida; con lentes, la nitidez disuelve esa semejanza. La forma, entonces, no es garantía de lo real, sino mediación simbólica, esquema que selecciona y organiza.

En consecuencia, lo que percibimos no es simplemente lo que está ahí, sino lo que nuestras formas ya nos han enseñado a ver. La forma es móvil, pero también normativa: se desplaza, pero al hacerlo instituye los límites de lo visible.