2025/11/13

Sobre Narcisismo

 


Cuando nos referimos al término narcisismo, nos inclinamos más a tildarlo como un atributo o cualidad que a concebirlo como sustantivo. De esta forma lo colocamos más en un sitio subjetivo, de mala aprehensión de la realidad, que como matriz o estructura constitutiva del sujeto humano.

No entraremos aquí en la trama presente en el mito griego que de forma simultánea posee otras implicancias de gran interés, como la presencia de la ninfa Eco. Sólo nos interesa en el mito el momento en que el personaje queda atrapado en la imagen que le devuelve el agua del estanque. La belleza de Narciso y el rechazo a las mujeres que se le acercaban, no dejan de ser eslabones narrativos para presentar la escena del estanque. La mirada que devuelve la superficie inmóvil acuática se transformará así en un dispositivo espacial que se aísla del conjunto, y que encapsula la mirada de Narciso. A partir de ahí no podrá salir nunca de ese pequeño universo. De Eco sólo podrá escuchar su voz.

Todo universo por más pequeño que sea siempre será infinito. Eso es una trampa estructural.

Para entender la inmovilidad de Narciso ante la imagen acuática, ya no es necesario considerarlo bello y es por eso que el mito nos muestra así una matriz en la que cualquier humano queda siempre atrapado. Es reconocerse en una percepción exterior, en una duplicación de nuestra autopercepción.

El espejo —o el estanque del mito— no es un simple reflejo, sino un dispositivo topológico que corta un fragmento del mundo y lo vuelve infinito.

Esa operación no depende de la belleza de Narciso ni del contenido de la imagen: depende del corte. Cuando un fragmento del mundo se desprende del continuo perceptivo y se organiza como unidad autosuficiente, nace el espacio del Yo. Esa infinitud no es cuantitativa: es estructural. Un pequeño recorte deviene absoluto porque, al cerrarse sobre sí, no ofrece exterior: es todo para el sujeto que queda capturado allí.

El narcisismo, así entendido, no es identificarse con una imagen; es quedar atrapado en la infinitud producida por el corte perceptivo que aísla una figura del resto del mundo. Esto vuelve al narcisismo una estructura anterior a cualquier contenido: no importa qué se vea, sino que algo se vea como unidad.

En los animales, el perceptum organiza la presencia: viven en la inmediatez del mundo, atrapados en la forma que emerge del estímulo. Esa captura no duplica nada: es presencia pura, continuidad sensorial sin escena.

En los humanos, en cambio, el perceptum se duplica. La presencia no se vive directamente: se representa. La matriz narcisista introduce una segunda faz donde el viviente se ve a sí mismo desde afuera, como figura, como imagen, como unidad. Lo que en el animal es simple captura perceptiva, en el humano deviene corte topológico que produce un “sí mismo” representado.

Mientras que el animal queda dentro de la forma que percibe; el humano queda fuera de sí al verse como forma.

2025/11/12

Freud, Lacan y el Yo adaptado

 


Freud, Lacan y el Yo adaptado

El llamado “Retorno a Freud” que Lacan emprende en la década del cincuenta no fue un gesto arqueológico, sino una operación teórica de restitución. Lo que debía ser restituido era el estatuto del inconsciente frente a su degradación adaptativa en la Ego Psychology. La escuela americana —Hartmann, Kris, Loewenstein— pretendió transformar la experiencia freudiana en una psicología del equilibrio, donde el Yo se constituye como instancia autónoma, capaz de mediar entre las demandas pulsionales y las exigencias del mundo. Esa torsión doctrinal no fue inocente: tradujo la clínica en moral, el conflicto en desajuste, y el deseo en desadaptación.

Lacan advirtió que el Yo nunca puede ser el lugar de la verdad del sujeto. Su lectura de la fórmula freudiana Wo Es war, soll Ich werden restituye el movimiento del advenimiento: “Donde Ello es, el Yo debe advenir”, no como conquista ni desplazamiento, sino como pasaje, torsión o transducción del Ello en palabra. La lectura americana, en cambio, reifica las instancias —Yo, Ello, Superyó— como entidades separables, borrando la simultaneidad que Freud había dispuesto entre las dos tópicas. Allí donde Freud buscaba formalizar una experiencia, la Ego Psychology instituye una ontología de compartimientos estancos.

El Yo adaptado se convierte así en la figura clínica de la ideología liberal: un sujeto que debe fortalecerse para sobrevivir, triunfar y dominar. La transferencia, que en Freud y Lacan implica la co-producción del inconsciente, se disuelve en una relación de entrenamiento moral. El analista ocupa el lugar del Superyó: orienta, refuerza, corrige. De la experiencia de la palabra se pasa al coaching del éxito. En ese tránsito, el inconsciente deja de ser un proceso de escritura compartida para volverse una disfunción corregible.

Freud nunca concibió el psiquismo como aparato individual. El inconsciente freudiano es una superficie de doble faz, un campo de intersección —como la banda de Moebius— donde lo psíquico y lo biológico, lo imaginario y lo simbólico, se implican mutuamente. Definir la pulsión como “concepto límite entre lo somático y lo psíquico” fue su forma de impedir toda recaída dualista. La pulsión no es fuerza natural reprimida: es inscripción simbólica en el cuerpo. Por eso la clínica no trata de fortalecer un Yo, sino de atravesar el fantasma, ese montaje donde se anudan las huellas pulsionales y las formas del deseo.

El legado del Freud de Lacan consiste en reponer la topología del campo analítico: las dos tópicas, el analista incluido, forman un solo dispositivo. No hay inconsciente sin transferencia, ni cuerpo sin lenguaje. La Ego Psychology, en cambio, eleva el Yo a entidad autárquica, rompiendo la continuidad entre lo biológico y lo simbólico. Su error teórico reproduce el error ideológico del capitalismo tardío: convertir la vida en gestión.


La orden hipnótica del consumo


En
El hombre del piso 99, James G. Ballard narra la historia de Forbis, un hombre insignificante que, sin saber por qué, repite el mismo ritual: subir hasta el piso 99 de los rascacielos de la ciudad y quedar paralizado a pocos metros del tejado.

Una orden hipnótica —“Suba al piso 100 y…”— lo domina desde el interior, y una contraorden médica (“Deténgase en el 99”) no logra sino agravar el bucle.
El hombre no vive: ejecuta una instrucción.

El mandato que gobierna a Forbis no es muy distinto del que sostiene a la sociedad contemporánea.

El capitalismo ha convertido la vida en un sistema hipnótico: cada sujeto lleva inscrito un input invisible —“goza, sube, mejora, alcanza el siguiente nivel”—.
La diferencia con el caso clínico es sólo de escala:
la misma red pulsional que en Forbis produce vértigo y repetición, en nosotros se traduce en deseo, ansiedad y consumo.

El capital no necesita persuadir, sólo mantener excitado el circuito nervioso.
Su poder reside en sostener la tensión entre el piso 99 y el 100: el umbral donde la descarga nunca llega y el impulso se recicla.
Cada compra, cada clic, cada desplazamiento en la pantalla repite el gesto de Forbis: subir un escalón más en una escalera sin cima.

El resultado es una economía del acting out:
el deseo convertido en ejecución automática.
El sujeto ya no habla ni imagina; actúa su deseo como un comando, descarga su energía en los objetos que el sistema le ofrece como espejos.
La conciencia, como en Forbis, llega tarde: lo que llamamos “decisión” es sólo el eco de una orden ya cumplida.

El capitalismo es así una hipnosis de la excitación: una organización técnica de la pulsión que hace de la insatisfacción su principio vital.
El cuerpo humano —nervioso, dopamínico, ansioso— es el nuevo soporte del valor.
No hay afuera de esa red, como no lo hay para Forbis: el sistema de órdenes y contraórdenes constituye la arquitectura misma de la experiencia.

2025/11/07

El archivero Lindhorst (cameo y curaduría)

 

Dedicado a Fernándo San Andrés

Toda adolescencia, si tiene suerte, conoce a su archivero: alguien que no sermonea ni enseña contenidos, sino que abre pasajes. A ese alguien —para hablar con cuidado y sin nombres propios— prefiero llamarlo Lindhorst, como el del Der goldne Topf de E. T. A. Hoffmann.

En Hoffmann, Lindhorst es “archivero” sólo de fachada. Detrás de la mesa, las plumas y los legajos, vibra otra cosa: un guardián de puertas. Es salamandra, es magia fría, es conservador de un archivo que no guarda lo viejo sino lo que todavía no llegó. Su archivo no es un depósito, es una bisagra: manuscritos que de pronto son selva, tinteros que son portales, un escritorio que es umbral. Curar, para él, no es clasificar: es poner las cosas en la posición exacta para que relampagueen.

Ese Lindhorst —el literario— se nos coló adolescente por caminos que entonces no tenían internet. Aparecía con un libro, un disco, una película, y la habitación cambiaba de tamaño. Decía Hesse, y la conversación viraba de la escuela a la mística. Decía El retorno de los brujos, y lo oculto se mezclaba con la ciencia. Decía ciencia ficción, y el porvenir entraba por la ventana como aire. No argumentaba: curaba. Era un curador de atmósferas.

Y un día trajo BergmanVargtimmen. La hora del lobo. Esa película no la “vimos”: se nos hizo. Hoy me gusta pensar —licencia poética, pero verdadera en su efecto— que Bergman no puso un actor más en ese film: invitó al propio Lindhorst de Hoffmann a entrar en el elenco. No como personaje nombrado, sino como tono: esa figura que, sin aparecer, acomoda los objetos en la escena para que el mundo visible se agriete y deje pasar lo que estaba del otro lado.

Mirá la lógica: Vargtimmen no explica; dispone. Cambia la luz de una habitación, gira apenas una silla, deja un silencio más largo de lo debido, y de pronto el día cae en un pozo. Eso hace un archivero verdaderocura la posición de las cosas. No produce contenidos: afina la distancia entre ellas para que lo real se filtre. En Bergman, esa curaduría es exacta; en Hoffmann, es encantamiento administrativo. En nuestra adolescencia, fue un amigo con discos, libros y entradas del cine club.

2025/11/06

Del toro de Íris al toro de la multiplicidad sensorial


Notas para una topología de la percepción


El toro de Íris describe la estructura de la visión como sinapsis topológica: el punto donde el ojo y lo visible se pliegan en un mismo circuito.
Pero el campo sensible excede la mirada.
El presente texto introduce la noción de un toro de la multiplicidad sensorial, donde los distintos modos de percepción —visuales, auditivos, olfativos, táctiles y pulsionales— se anudan en una co-vitalidad común.
Se abren dos líneas futuras de desarrollo: la validez del toro de Íris para el análisis del cine y las pantallas, y la fragmentación sensorial moderna, en diálogo con Freud y Schreber.


1. El hombre, el perro y el paisaje

Un hombre y su perro se detienen ante un paisaje.
Comparten el espacio, pero no el mundo.
El hombre ve líneas, contornos, profundidades; el perro escucha y huele el aire.
Ambos perciben desde una torsión distinta del mismo campo vital.
La escena muestra que no hay un solo modo de presencia, sino varios pliegues sensoriales coexistiendo.

El toro de Íris —esa figura donde la mirada se curva sobre sí y la luz se devuelve— vale para el campo visual, especialmente en el dominio de la imagen técnica: el cine, las pantallas, el ordenador.
Allí, la mirada ya no pertenece al cuerpo: circula en un bucle lumínico cerrado.
El ojo, desprendido de su base orgánica, participa del circuito óptico del mundo.
Pero ese modelo, exacto para lo visual, resulta abstracto frente a la complejidad del sentir.


2. Hacia un toro de la multiplicidad sensorial

El hombre y el perro —juntos o separados— muestran que cada viviente habita un toro perceptivo propio, pero que todos pertenecen a una curvatura común del sentir.
La visión, el olfato, el oído, el tacto, el gusto, incluso la vibración o el estremecimiento, no son sentidos aislados sino vertientes de una misma sinapsis vital.
El toro de la multiplicidad sensorial nombra ese anudamiento:
una topología total donde los flujos perceptivos se cruzan y reconfiguran sin jerarquías.
Cada especie, cada órgano, es un fragmento local de ese continuo.


3. Fragmentación sensorial moderna

La modernidad rompió esa unidad.
El cuerpo occidental fue parcelado: se privilegió la visión, se empobreció el olfato, se tecnificó el tacto, se subordinó el oído.
La experiencia sensorial se volvió analítica, no topológica.
El cuerpo dejó de ser superficie viva de inscripción del mundo.

En este punto, Freud entrevió algo decisivo: el placer como redistribución de las energías sensoriales, las “zonas erógenas” como memoria fracturada del toro.
Schreber, con su idea de los “nervios de la voluptuosidad”, dio forma delirante a esa misma intuición: que la voluptuosidad es una red nerviosa, una totalidad que el lenguaje fragmenta.
El goce fálico, entonces, no sería un sentido entre otros, sino el resto topológico del toro originario, el punto donde la antigua continuidad sensorial se concentra como signo.


4. Cierre provisorio

El toro de Íris sigue siendo la figura privilegiada de la visión;
el toro de la multiplicidad sensorial, su expansión hacia la totalidad del sentir.
Ambos configuran la arquitectura del viviente: una superficie de torsión donde el mundo y los sentidos se co-determinan.
El desafío será volver a pensar la percepción como sinapsis integral, no como suma de órganos, sino como continuidad viva entre cuerpo, entorno y forma.

2025/11/05

El toro de Íris

 


El toro de Íris es la figura topológica de la reciprocidad perceptiva.

Designa el campo continuo donde el viviente y lo visible se pliegan uno sobre otro sin confundirse, produciendo la experiencia del mundo como co-presencia.

Íris —diosa del arco y del color— representa la refracción: el paso de la luz a través de un medio que la divide sin romperla.

El toro, superficie sin interior ni exterior absolutos, expresa esa misma lógica: lo que retorna sobre sí y, al hacerlo, comunica sus lados.

Su curvatura es un lazo, no una línea: cada punto se enlaza con todos los demás mediante una torsión. 

El toro de Íris es, entonces, la metáfora formal de la sinapsis topológica:

el lugar donde percibir y ser percibido son el mismo acto.

No hay sujeto ni objeto, sólo el tránsito lumínico que los hace coexistir.

Allí lo real no se opone a la forma;

se manifiesta en el pliegue que mantiene la forma abierta,

en la vibración que une lo excitatorio y lo simbólico,

la materia y el sentido.

Ver es recorrer el toro: pasar una y otra vez por el punto en que la mirada y lo mirado se encuentran.

El pensamiento, al abstraer, repite ese recorrido;

cada idea es una órbita más en el mismo cuerpo de luz.

Malevich: Blanco sobre blanco


 En Blanco sobre blanco (1918), Kazimir Malevich lleva la pintura al límite de su propia desaparición. La obra no presenta una figura ni un fondo, sino la vibración mínima entre ambos: una sinapsis topológica que convierte el acto de ver en un bucle recíproco entre el ojo y la superficie. El blanco no borra, sino que anuda; no representa, sino que produce la continuidad perceptiva del campo visual. El cuadro es un toro de Íris: una luz que se pliega sobre sí para mostrar que lo visible y el acto de mirar son uno solo.

1. No hay figura: hay una diferencia mínima que vibra. Lo que se ve no es el cuadrado ni el fondo, sino la relación entre ambos. 

2. El cuadro es una sinapsis topológica. La mirada oscila entre dos blancos que se rozan sin fundirse. La pintura no representa: produce la zona de contacto entre lo visible y su desaparición. 

3. El espacio se curva. El plano deviene toro de Íris: superficie continua donde cada punto devuelve la mirada a sí misma. El ojo viaja por un bucle de luz, y en ese movimiento descubre que ver es entrar en el circuito de lo que se ve. 

4. Co-vitalidad del mirar. Sin el ojo que vibra, el cuadro es identidad muerta; con él, el blanco respira. La obra y el espectador forman un solo cuerpo perceptivo. 5. El blanco no borra: anuda. En él, lo real no se muestra: se manifiesta en la tensión del límite, en la oscilación entre presencia y desaparición. 6. El cuadro como acto. Blanco sobre blanco es la demostración de que toda percepción es relación: la forma visible de la sinapsis topológica.

2025/11/03

Barrer sin sustituir: Tao, masas e inconsciente

Este trabajo propone un entrelazamiento conceptual entre el pensamiento de Mao Tse-tung, el Tao Te Ching y el psicoanálisis freudiano-lacaniano. A partir de la célebre imagen maoísta de la escoba —metáfora del trabajo paciente y no sustitucionista del Partido en el seno de las masas— se explora una sintaxis compartida entre tres registros: la lógica taoísta del wu wei, la política maoísta de la línea de masas y la clínica del inconsciente como acontecimiento transferencial. La fórmula maoísta de '1 se divide en 2' se propone como matema topológico capaz de resonar con la idea taoísta de la co-emergencia de los contrarios y con la operación analítica de desarmar lo condensado. El texto busca así recuperar, sin nostalgia, la potencia conceptual de una constelación histórica —la de los años sesenta y setenta— y reactivarla como herramienta de lectura crítica contemporánea. 

 Barrer sin sustituir: Tao, masas e inconsciente 

 Este trabajo se enmarca en una serie de reflexiones que articulan pensamiento político, filosofía y psicoanálisis. A partir de la lectura del capítulo 2 del *Tao Te Ching*, particularmente en sus puntos 5 y 6, se plantea una línea de continuidad entre tres lógicas: la del Tao, la del maoísmo y la del inconsciente freudiano-lacaniano. 

 En el *Tao Te Ching* se afirma: “El sabio adopta la actitud de no-obrar y practica sin palabras. Todas las cosas aparecen sin su intervención”. El *wu wei* no es pasividad: es una forma de actuar sin violentar la lógica del devenir. El sabio no se sitúa fuera del flujo, sino que habita su curvatura. 

 Este gesto taoísta resuena con la estrategia política maoísta. Mao rechaza el sustitucionismo: el Partido no debe situarse como vanguardia externa, sino inscribirse en el movimiento real de las masas. “El Partido es como el pez en el agua”. Su acción debe plegarse al ritmo propio del proceso histórico. Esa postura estratégica alcanza una formulación poética en 1945, cuando Mao, en su informe *“La situación y nuestra política después de la victoria en la Guerra de resistencia contra el Japón”*, pronuncia una frase que condensa toda su concepción política: > “Escoba en mano, tienes que aprender a barrer; no te quedes en la cama soñando con que se levantará una ráfaga y barrerá todo el polvo. Nosotros los marxistas somos realistas revolucionarios y nunca nos entregamos a sueños ociosos. Hay un viejo dicho en China: ‘Levántate al alba y barre el patio’. El alba es el nacimiento de un nuevo día. Nuestros antepasados nos decían que nos levantáramos y barriéramos apenas apuntara el día. Nos señalaron una tarea. Sólo pensando y actuando de este modo sacaremos provecho y tendremos en qué ocupamos. China posee un vasto territorio, y es asunto nuestro limpiarlo con la escoba, pulgada a pulgada.” La escoba es el Partido; el polvo, la sedimentación ideológica; barrer es el trabajo paciente, diario, molecular, que transforma el sentido común **desde adentro**, sin imponerle una forma externa. Esta imagen se aproxima a la lógica taoísta: el sabio no fuerza, no sustituye, **acompaña el movimiento real**. Del mismo modo, Mao plantea una política no exterior a las masas, sino inmersa en ellas. La fórmula maoísta *“1 se divide en 2”* es más que una expresión dialéctica: señala que el devenir histórico **no se resuelve en una síntesis final**, sino que se mantiene vivo en su tensión. Barrer no es clausurar, es **mantener la contradicción activa**. Aquí emerge la afinidad con el psicoanálisis: el inconsciente **condensa** (2 en 1) mediante metáforas y desplazamientos; el análisis **desarma** (1 en 2) esa condensación, desplegando los hilos de la cadena significante. El sueño manifiesto es a la vez efecto y velo: la interpretación, como la escoba maoísta, opera desde dentro del campo simbólico. El inconsciente no es interioridad. Acontece en la relación transferencial, del mismo modo que el Partido no debe situarse como aparato externo a las masas. La intervención analítica —como la estrategia maoísta o el gesto taoísta— no fuerza, no sustituye, no dicta: **se inscribe en la lógica inmanente del proceso**. Lacan define lo real como “eso que no cesa de no escribirse”. Mao habla de la contradicción que “no cesa de dividirse en dos”. Lao Tsé habla de ser y no-ser engendrándose mutuamente. En los tres registros hay un mismo núcleo estructural: un real que no se deja fijar, un devenir que no admite síntesis, una acción que sólo puede bordear. *1 en 2* se propone aquí como matema topológico que permite pensar la política, la clínica y la ontología desde una misma gramática formal. No como consigna, ni como teoría cerrada, sino como **trazo mínimo** que bordea lo innombrable. La poética maoísta de la escoba devuelve a la política su espesor artesanal: barrer no es conquistar, es trabajar sobre lo que hay, con tenacidad y precisión. Y esa misma poética atraviesa, en distintos planos, al Tao y al psicoanálisis. Lo que une a estas lógicas no es una ideología común, sino **una misma forma de habitar el proceso**. Este texto busca recuperar esa sintaxis —viva en los años sesenta y setenta, entre maoísmo, lacanismo y pensamiento no occidental— no como reliquia, sino como herramienta conceptual activa para leer el presente.

La estrategia del carbono (seis escenas sobre una política sin sujeto)

 


La estrategia del carbono

(seis escenas sobre una política sin sujeto)

Introducción

Antes del pensamiento, la vida ya decidía.
Cada organismo, cada tejido, cada bosque, actúa dentro de una red de ajustes y compensaciones que no necesita conciencia.
A esa inteligencia anónima, que sostiene la continuidad de lo vivo, podemos llamarla estrategia del carbono.

No es una metáfora: es la forma en que la materia orgánica se organiza para persistir.
La etología la muestra en la conducta colectiva de los animales;
la botánica, en los sistemas cooperativos de las plantas;
y la experiencia humana, en los reflejos solidarios que aparecen cuando el orden se quiebra.

Una política sin sujeto está en todas partes:
en la redistribución de nutrientes bajo un bosque,
en la mutación bacteriana,
en el instinto que mueve a los cuerpos a cuidarse entre sí.
Comprender esa política no significa volver a la naturaleza,
sino reconocer que toda organización consciente depende de un fondo biológico que nunca deja de obrar.
Las escenas que siguen muestran cómo, una y otra vez, el carbono inventa modos de seguir viviendo.


1. La colmena huérfana

Cuando muere la reina, el enjambre se agita durante unas horas.
Luego, sin orden ni jerarquía, unas pocas obreras eligen una larva y comienzan a alimentarla con jalea real.
De ese gesto espontáneo nacerá una nueva soberana.
Nadie lo decide: el carbono reescribe su guion.


2. El bosque subterráneo

Bajo el suelo de un bosque templado, raíces y hongos entretejen una red inmensa.
Los árboles viejos envían azúcares a los jóvenes debilitados,
los sanos regulan el flujo químico de los enfermos.
El bosque no compite: redistribuye.
La materia ensaya su política secreta.


3. Las bacterias en guerra

Frente a un antibiótico, la mayoría muere.
Pero unas pocas mutan, intercambian fragmentos de ADN, y sobreviven.
Luego transmiten esa resistencia a toda la población.
No hay conciencia, solo memoria molecular.
El carbono aprende, una y otra vez, a no rendirse.


4. El coral que se blanquea

Cuando la temperatura del mar sube, los corales expulsan sus algas simbióticas.
Parecen morir, pero en realidad están tratando de sobrevivir,
esperando que el calor baje para volver a recibirlas.
Una alianza rota, pero no perdida: el instinto del equilibrio persiste.


5. El barrio sin luz

Un apagón en verano.
Alguien ofrece su heladera, otro agua, otro su casa para cargar los celulares.
En la penumbra surge una red invisible de ayuda,
un reflejo biológico que se disfraza de solidaridad.
La cultura repite, en su idioma, la estrategia del carbono.


6. La semilla en el asfalto

Entre dos baldosas rotas crece un brote.
No hay tierra, apenas polvo y humedad.
Pero el carbono no necesita promesas:
le basta un resquicio para volver a empezar.


Cierre

En cada una de estas escenas, lo que actúa no es la voluntad, sino la memoria material de la vida.
Una política sin sujeto, anterior a toda ideología, sostiene la posibilidad misma de lo humano.
Tal vez comprenderla sea la única forma de seguir perteneciendo al mundo que nos dio origen.

2025/10/28

Devenir animal, Lorenz y las zonas compartidas de percepción

 


Devenir animal, Lorenz y las zonas compartidas de percepción

 

El concepto de devenir animal ha sido, desde su aparición en Mil mesetas de Deleuze y Guattari, una de las nociones más citadas y menos comprendidas de la filosofía contemporánea. Con frecuencia se la interpreta como una metáfora literaria o una invitación a “imitar a los animales”. Pero su sentido profundo se sitúa en otro lugar: no habla de parecerse, sino de entrar en una zona compartida de existencia, una región donde las fronteras entre humano y animal se aflojan y algo del orden perceptivo se vuelve común.

 

1. Lorenz: la identificación temprana

 

Mucho antes de Deleuze, Konrad Lorenz observó en la etología fenómenos que anticipan esta lógica. En Comportamiento animal y humano (1965), describe cómo en ciertas especies —por ejemplo, en los polluelos— la impronta temprana determina que el primer objeto en movimiento que perciben sea asumido como figura materna. No importa si es un ave, un humano o una máquina: lo decisivo es la relación perceptiva inaugural.

El animal no se concibe como un individuo aislado, sino dentro de una configuración compartida: su identidad no es una posesión interna, sino una relación viva con el otro. La impronta no crea simplemente un vínculo afectivo: crea una forma de percibirse a sí mismo en función de otro. Esto explica, entre otras cosas, por qué un perro pequeño puede enfrentar a uno grande: no se autopercibe solo, sino como parte de una manada extendida que incluye al humano. Su “yo” animal no termina en su piel.

 

2. Lacan: el estadio del espejo

 

Jacques Lacan retoma esta misma observación etológica —citando explícitamente los experimentos con animales— para pensar el estadio del espejo. Entre los 6 y 18 meses, el niño se reconoce en la imagen especular y, al mismo tiempo, se identifica con ella. Es una imagen externa, pero funciona como matriz constitutiva del yo.

Lacan señala que la subjetividad humana nace en una escena de alienación: lo que creemos propio está afuera, lo que nos constituye no nos pertenece. Esta estructura de identificación anticipada no es distinta en su lógica profunda de la impronta animal descrita por Lorenz: en ambos casos hay una percepción de sí que depende de un otro —ya sea la madre, el reflejo o la figura humana.

 

3. Deleuze y Guattari: devenir animal

 

Deleuze y Guattari radicalizan esta escena: en lugar de leerla como mecanismo de formación de identidad, la leen como línea de fuga. Para ellos, devenir animal no significa regresar a un estado primitivo ni imitar comportamientos zoológicos. Significa entrar en esa zona de vecindad —la misma que Lorenz y Lacan describieron desde otros lenguajes— pero sin fijarla en una identidad.

No se trata de “ser un animal”, sino de participar de la lógica de la manada, de una forma colectiva de percepción y de vida. El devenir animal es, entonces, una experiencia de co-existencia y descentramiento.

 

4. Holoforma y covitalidad

 

Ahí es donde los conceptos de covitalidad y holoforma adquieren un relieve notable. Si Lorenz muestra empíricamente que la vida animal se da en co-presencia, y Lacan piensa que el yo humano nace en esa exterioridad, la covitalidad nombra esa zona de vida compartida como estructura constitutiva: una vitalidad que no pertenece a nadie en particular, sino que se despliega entre cuerpos y presencias.

La holoforma, por su parte, nombra la figura perceptiva común que emerge en ese espacio compartido: no la suma de percepciones individuales, sino la forma global que las organiza y sostiene. Es la forma invisible que sostiene la manada, la escena especular, el contagio afectivo entre especies.

 

5. Un campo conceptual continuo

Autor / concepto    Núcleo teórico        Efecto principal

Lorenz           Impronta, identificación relacional       Identidad animal como relación viva

Lacan Estadio del espejo  Identidad humana alienada en imagen externa

Deleuze y Guattari Devenir animal        Zona compartida, línea de fuga de la identidad

Covitalidad   Coexistencia vital   Campo vital compartido

Holoforma   Figura perceptiva común Forma global de la percepción compartida

 

Este campo común revela que devenir animal no es un exotismo filosófico, ni una consigna política flotante. Es una intuición profunda sobre cómo la vida y la percepción se constituyen entre cuerpos, humanos y no humanos. La etología, el psicoanálisis y la filosofía no se contradicen aquí: hablan, cada uno a su modo, de lo mismo.