Intentaremos definir algunas cuestiones concernientes a la política y a su arte, aunque esto último tal vez resulte paradójico en relación a una práctica colectiva que a pesar de serlo, tiende a cerrarse sobre sí misma bajo la inercia de su antagonista, que es lo corporativo.
Cuando Walter Benjamin profetizaba el fin de la obra de arte a partir de la reproducción al infinito de la misma, lo que ponía de manifiesto es que la ruptura o el estallido del envoltorio formal donde el arte reside, se iría a transformar en una onda expansiva de innumerables vectores estéticos que luego se integrarían a diversos segmentos de lo social, que anteriormente carecían de cualquier valoración relacionada con el arte o la estética. La implosión de la obra hacia el exterior, conformando un movimiento topológico inédito, pero que en realidad es sólo un aspecto de la reproducción ampliada, lo que trae de nuevo es la estetización de la totalidad sociocultural. Los objetos apresados por los vectores estéticos, tanto como los sujetos y sus acciones se van a vestir de un halo mágico a lo que Benjamin denomina aura.
La política como herramienta tanto de transformación como de gestión, podríamos decir que no es precisamente un arte, así como lo decimos de la música, la pintura o la escultura. En la Retórica, Aristóteles define a esta disciplina como el arte de persuadir, como un arte de argumentar para convencer, pero a condición de generar producciones de sentido que no se opongan a las estructuras de verificación lógica, en confrontación abierta a los sofistas. De esta forma el filósofo estagirita nos habla de tres tipos de retóricas diferenciadas por su sentido temporal, a saber, una hacia el pasado, donde enmarca al discurso jurídico, una en el presente, el discurso apodíctico y otra hacia el futuro, el discurso deliberativo, donde debe exponerse una proyección del bien común a ser realizado, y es justamente en este punto donde incluye a la política no como práctica sino como el enunciado que la hace posible como acción transformadora. Este discurso aristotélico, retórico y político se va a encontrar íntimamente ligado a que el conjunto de los ciudadanos de la polis, puedan vislumbrar lo mejor para sí, y así llevarlo adelante. Obviamente nuestros sistemas políticos poco tienen que ver con la democracia ateniense, y es por esto que a diferencia de aquello, la política hoy para ser efectiva debe contener además, altos niveles de sorpresa, y tal vez no tantos de previsibilidad. Esto está referido principalmente a cambios profundos en las leyes de la guerra, como continuación de la política por otros medios y viceversa también, que hacen que la política sea un espacio restringido, donde existen gobernantes y gobernados, representantes y representados, en contraste a lo que es una democracia directa, donde la representación deviene en presentación misma, y que es un lugar hacia donde se debiera avanzar, pero partiendo desde lo existente.
La sorpresa gratificante a partir de una acción política inesperada, evidentemente se encuentra cargada de aura, y en este sentido podríamos llamarlo arte, aunque su verdadera acepción debiera ser el de una práctica estetizada, en un momento donde el arte como sitio privilegiado ya entró en una profunda agonía, logrando invadir los múltiples esquineros del tablero social.
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