2020/05/16

La razón freudiana y los saberes oscuros


De igual manera que el impulso instintivo sexual se abre camino en el humano hacia una satisfacción imposible, se puede decir que lo social no deja de ser esa formación fallida, averiada que deviene del primitivo instinto gregario que caracterizaba a esos primates que fueran nuestros antepasados remotos. Ambos planos combinándose se dan en simultáneo en todas las formaciones culturales, constituyéndolas, y es eso mismo lo que hace que en cualquier sociedad existan malestares propios de ella.

De igual manera están los modos de apaciguar y administrar esas dolencias. Cada sociedad cuenta con saberes específicos al respecto. Determinadas prácticas de inspiración científica comenzaron a desarrollarse con ese fin preciso, aunque hoy pareciera que una ola mística o esotérica se hubiera apoderado de las principales ofertas que nos hace la cultura.

 Desde hace aproximadamente 40 años, cuando irrumpía el neoliberalismo y esa condición social denominada posmodernidad que ponía en dudas los saberes racionales, comenzaron a proliferar todos esos gurúes de la autoayuda, de la psicoprogramación y de variadas formas mercantiles adobadas con sabores ancestrales. Esto, lejos de acabarse, se profundizó y hoy nos muestra una manera de vivir la cotidianeidad reforzando un individualismo extremo. Un individualismo socializado, claro.
En un tiempo en donde prima lo sombrío es bueno recordar a Sigmund Freud, su descubrimiento y su relación específica con el discurso de la ciencia.

La ciencia y el sujeto

Si hubo un rasgo que caracterizó a Freud a lo largo de todo su recorrido intelectual fue su carácter enfáticamente racionalista. Luego de su temprano abordaje de la histeria, primero mediante el método psiquiátrico de Jean-Martin Charcot basado en la hipnosis  y luego junto a Josef Breuer en lo que se llamó cura catártica, pareciera que Freud se hubiese deslizado desde la ciencia médica del Siglo XIX hacia un territorio que muchos considerarían oscuro. Sin embargo siempre tuvo la necesidad de conceptualizar esa experiencia de un modo riguroso, con la intención permanente de inscribir su descubrimiento dentro de los marcos del discurso científico. Freud necesitaba darle legitimidad a todo eso que se le presentaba en la experiencia y estaba convencido que esa legitimidad no podía hacerse por fuera de la ciencia. 

Freud se sentía parte de la ciencia pero a su vez mostraba algunos reparos. Señalaba que a lo largo del Siglo XIX la ciencia había dejado de lado ciertas elaboraciones -principalmente subjetivas- por considerarlas ajenas a su método.

En las Nuevas lecciones de introducción al psicoanálisis de 1931 decía que para ella “la única fuente de conocimiento es la elaboración intelectual de observaciones cuidadosamente comprobadas” descartando cualquier “posibilidad de conocimiento por revelación, intuición o adivinación”.  No es por cierto que Freud estuviera demasiado interesado por estos fenómenos subjetivos pero tampoco era partidario de excluirlos adrede. Con respecto a la ciencia, sostenía que ella “se distingue por caracteres negativos, por la limitación a lo cognoscible en el presente y por la repulsa de ciertos elementos ajenos a ella”.

En las primeras páginas de La Interpretación de los sueños Freud distinguía entre una concepción primitiva o fantástica de los fenómenos oníricos y otra de tipo científico. No dudaba que los interrogantes que genera la primera tenían mucho más que ver con lo que él venía descubriendo que con la concepción científica de la época que consideraba a los sueños como una simple descarga fisiológica carente de cualquier significación que pudiera servir en la vigilia.
Freud, como dijera alguna vez el analista francés Jacques- Alain Miller, tomó para el análisis todos esos elementos que fueron a parar a los basurales de la lógica: el sueño, el chiste, el lapsus, el olvido y toda esa variante conocida como actos fallidos.

En un texto bastante emblemático de 1922-23 titulado Una neurosis demoníaca del SXVII Freud abordó la supuesta posesión que sufrió el pintor Cristóbal Haitzmann. La ciencia obviamente no dirá nada sobre un hecho como éste, ya que para ella si el demonio no existe mucho menos se puede hablar de un hombre poseído por él. Pero Freud dirá en ese trabajo que “Los demonios son para nosotros malos deseos rechazados; ramificaciones de impulsos instintivos reprimidos” abriendo así la posibilidad de encontrar en un hecho de esta índole una racionalidad que opera en lo real construyendo fenómenos aparentemente fantásticos o sobrenaturales.

También el padre del psicoanálisis le dedicó algunos escritos a ese fenómeno llamado telepatía, intentando encontrar su racionalidad.

A lo largo de la historia de la especie humana puede constatarse que siempre se construyeron diferentes saberes que sirven para el abordaje de la vida cotidiana, desde cómo saciar las necesidades vitales hasta cómo abordar los pesares subjetivos. Las religiones siempre tuvieron en ello un rol preponderante. La irrupción de la ciencia y su futuro desarrollo también son parte de la necesidad humana de contar con instrumentos para la subsistencia, para la vida social y su reproducción, aunque en ciertos aspectos de la vida, tanto individual como social, la ciencia no se ocupó de todo, en especial de los fenómenos subjetivos. Los sentimientos, los anhelos, el modo de relacionarse con los otros nunca fue objeto de la ciencia. El que sufre no será interpelado por ella. Todo eso que la ciencia no cuenta siempre fue abordado por diferentes saberes que alcanzaron legitimidad debido a su eficacia, sin importar el porqué.

En su primera tesis sobre Feuerbach, Karl Marx sostenía que “el defecto principal de todo el materialismo precedente había sido el concebir a la realidad o la sensoriedad como un objeto de contemplación, pero no como una actividad sensorial humana, como una práctica ni tampoco de un modo subjetivo”. Por ende, señalaba Marx, que todo el aspecto activo de la realidad fuera desarrollado por el idealismo, “pero sólo de un modo abstracto, ya que el idealismo, naturalmente, no conoce la actividad real, sensorial, como tal.

Este materialismo criticado por Marx es tal vez la base filosófica de la ciencia positivista que Freud cuestionaba. Por otra parte habría que señalar que toda esa parte activa que la ciencia excluye tendrá una cierta vida autónoma que resistirá a ser abordada por saberes diferentes al que esa vida misma construye.

Esa escisión entre el saber de la ciencia y cualquier saber subjetivo o práctico es lo que tanto Freud como  Marx cuestionaron no sólo desde el discurso de la teoría, sino principalmente a partir de llevar adelante una práctica concreta, ya sea ésta clínica o política. La interpretación de los sueños o la formulación del fetichismo de la mercancía para dar dos ejemplos solamente. El discurso psicoanalítico no hubiera tenido lugar sin la irrupción del discurso de la histérica, de igual forma que las elaboraciones de Marx y Friedrich Engels no hubieran sido posibles sin la emergencia y la lucha de ese sujeto llamado proletariado.

El cuestionamiento que señalábamos más arriba está indisolublemente ligado a prevenir el desplazamiento del sujeto. La ciencia es desde una óptica lacaniana un saber sin sujeto, aunque paradójicamente Jacques Lacan formulara que el sujeto del análisis es el sujeto de la ciencia.
Vayamos por partes. La ciencia como enunciado no necesita a quien tal vez prodigó gran parte de su vida para poder enunciarla. La ley de la gravedad ya no necesita ni de Newton ni de la manzana que cayó sobre su cabeza mientras descansaba debajo del árbol. Tampoco la tabla de multiplicar necesita que alguien diga que 3 x 3 es igual a 9 para que ese resultado sea correcto. Será 9 aunque lo diga cualquier hijo de vecino. Si a alguien pudiera serle útil, será 9 aunque la especie humana haya desaparecido. En la formulación de la ciencia, el sujeto quedará eclipsado aunque haya sido el impulsor del proceso mismo de enunciación. Sin ese sujeto no habría ciencia aunque ésta ya no lo nombre.

La ciencia para serlo necesitó de aquellos que se plantearon determinados interrogantes y enigmas. Por ese lugar y por la necesidad de una producción para intentar aplacar el deseo de saber es por dónde Lacan equiparaba la ecuación señalada. El sujeto de la ciencia es precisamente ése que la ciencia deja afuera provocándole una insatisfacción que lo caracteriza y lo marca. Vale aclarar que no se trata de cualquier sujeto ubicado en la exterioridad de la ciencia, sino de aquel que en el procedimiento mismo en el que la ciencia se formula inevitablemente quedará excluido de su formulación.

Hablar de un sujeto de la ciencia es una abstracción porque en verdad se trata de múltiples sujetos bien concretos que se inscriben en un proceso histórico en el que se producen diversos saberes y experiencias.

El pesar de Fausto

Resulta interesante indagar en la literatura acerca de esa insatisfacción subjetiva. Citaremos el “Urfaust” o Fausto primitivo, que es un conjunto de manuscritos que escribió Johann Wolfgang von Goethe hacia 1770-71, cuando era estudiante en Estrasburgo. Fue la base del inmortal Fausto, publicado en 1808. El joven Goethe impregnado del espíritu prerromántico del Sturm und Drang nos pintaba a un Fausto de mediana edad que desnudaba la pedantería seudoracionalista por entonces propia de los medios universitarios. La impostura de un saber que satura a quienes lo ejercen de un profundo malestar. La escisión entre un saber oficial y otro que habita en la oscuridad o en los márgenes de la sociedad queda aquí bastante evidenciada.

Goethe comienza el manuscrito mostrando a Fausto en una habitación de alta bóveda, estrecha y gótica. El personaje se encuentra inquieto en su sillón y frente al pupitre. Fausto empieza en tono de queja: “He estudiado, ay con arduo empeño, filosofía, medicina, jurisprudencia. Y heme aquí pobre loco al cabo de los años, tan sabio como antes. Me llaman doctor, me llaman profesor y van a ser diez años que llevo a mis alumnos de las narices, hacia aquí, hacia allá, hacia arriba, hacia abajo; y veo que no podemos saber nada. Esto me está desgarrando el corazón. Sin duda soy algo más cuerdo que todos los asnos, escribas, curas y profesores; no me atormentan ni escrúpulos ni dudas, no temo ni al diablo ni al infierno. Pero a cambio de eso me veo despojado de toda alegría. ¡Hasta un perro encontraría insoportable una vida como esta!”.  Y luego dice esperanzado: “Por eso me he dedicado a la magia. Tal vez por la fuerza y la boca del espíritu, algún misterio me sea revelado y ya no tendré que sudar amargamente explicando lo que yo mismo ignoro. Acaso llegue a descubrir qué mantiene en lo más hondo unido al universo; acaso pueda contemplar todas las fuerzas activas y los gérmenes. Y ya no tendré que traficar más con palabras”.

Prosigue Fausto con unos versos en los que le pide a la luna clara que su rayo lo alumbre en la pena que lo abarca y que lo libere del peso torturante de la ciencia para bañarse sano en el rocío lunar.
A diferencia de la solución planteada por Goethe, el psicoanálisis puede interpelar la voz que emana de “la boca del espíritu” y hacer que “el peso torturante de la ciencia” sirva para construir un saber que no permita que el sujeto termine en las ciénagas de la sinrazón. Un desafío de los tiempos que corren.



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