De igual manera
que el impulso instintivo sexual se abre camino en el humano hacia una
satisfacción imposible, se puede decir que lo social no deja de ser esa
formación fallida, averiada que deviene del primitivo instinto gregario que
caracterizaba a esos primates que fueran nuestros antepasados remotos. Ambos
planos combinándose se dan en simultáneo en todas las formaciones culturales,
constituyéndolas, y es eso mismo lo que hace que en cualquier sociedad existan
malestares propios de ella.
De igual manera
están los modos de apaciguar y administrar esas dolencias. Cada sociedad cuenta
con saberes específicos al respecto. Determinadas prácticas de inspiración
científica comenzaron a desarrollarse con ese fin preciso, aunque hoy pareciera
que una ola mística o esotérica se hubiera apoderado de las principales ofertas
que nos hace la cultura.
Desde hace aproximadamente 40 años, cuando irrumpía
el neoliberalismo y esa condición social denominada posmodernidad que ponía en
dudas los saberes racionales, comenzaron a proliferar todos esos gurúes de la
autoayuda, de la psicoprogramación y de variadas formas mercantiles adobadas
con sabores ancestrales. Esto, lejos de acabarse, se profundizó y hoy nos
muestra una manera de vivir la cotidianeidad reforzando un individualismo
extremo. Un individualismo socializado, claro.
En un tiempo en
donde prima lo sombrío es bueno recordar a Sigmund Freud, su descubrimiento y
su relación específica con el discurso de la ciencia.
La ciencia y el sujeto
Si hubo un rasgo que
caracterizó a Freud a lo largo de todo su recorrido intelectual fue su carácter
enfáticamente racionalista. Luego de su temprano abordaje de la histeria,
primero mediante el método psiquiátrico de Jean-Martin Charcot basado en la
hipnosis y luego junto a Josef Breuer en
lo que se llamó cura catártica, pareciera que Freud se hubiese deslizado desde
la ciencia médica del Siglo XIX hacia un territorio que muchos considerarían
oscuro. Sin embargo siempre tuvo la necesidad de conceptualizar esa experiencia
de un modo riguroso, con la intención permanente de inscribir su descubrimiento
dentro de los marcos del discurso científico. Freud necesitaba darle
legitimidad a todo eso que se le presentaba en la experiencia y estaba
convencido que esa legitimidad no podía hacerse por fuera de la ciencia.
Freud se sentía parte
de la ciencia pero a su vez mostraba algunos reparos. Señalaba que a lo largo
del Siglo XIX la ciencia había dejado de lado ciertas elaboraciones -principalmente
subjetivas- por considerarlas ajenas a su método.
En las Nuevas lecciones de introducción al
psicoanálisis de 1931 decía que para ella “la única fuente de conocimiento
es la elaboración intelectual de observaciones cuidadosamente comprobadas”
descartando cualquier “posibilidad de conocimiento por revelación, intuición o
adivinación”. No es por cierto que Freud
estuviera demasiado interesado por estos fenómenos subjetivos pero tampoco era
partidario de excluirlos adrede. Con respecto a la ciencia, sostenía que ella
“se distingue por caracteres negativos, por la limitación a lo cognoscible en
el presente y por la repulsa de ciertos elementos ajenos a ella”.
En las primeras
páginas de La Interpretación de los
sueños Freud distinguía entre una concepción primitiva o fantástica de los
fenómenos oníricos y otra de tipo científico. No dudaba que los interrogantes
que genera la primera tenían mucho más que ver con lo que él venía descubriendo
que con la concepción científica de la época que consideraba a los sueños como
una simple descarga fisiológica carente de cualquier significación que pudiera
servir en la vigilia.
Freud, como
dijera alguna vez el analista francés Jacques- Alain Miller, tomó para el
análisis todos esos elementos que fueron a parar a los basurales de la lógica:
el sueño, el chiste, el lapsus, el olvido y toda esa variante conocida como
actos fallidos.
En un texto bastante
emblemático de 1922-23 titulado Una
neurosis demoníaca del SXVII Freud abordó la supuesta posesión que sufrió el
pintor Cristóbal Haitzmann. La ciencia obviamente no dirá nada sobre un hecho
como éste, ya que para ella si el demonio no existe mucho menos se puede hablar
de un hombre poseído por él. Pero Freud dirá en ese trabajo que “Los demonios
son para nosotros malos deseos rechazados; ramificaciones de impulsos
instintivos reprimidos” abriendo así la posibilidad de encontrar en un hecho de
esta índole una racionalidad que opera en lo real construyendo fenómenos
aparentemente fantásticos o sobrenaturales.
También el padre
del psicoanálisis le dedicó algunos escritos a ese fenómeno llamado telepatía,
intentando encontrar su racionalidad.
A lo largo de la historia
de la especie humana puede constatarse que siempre se construyeron diferentes
saberes que sirven para el abordaje de la vida cotidiana, desde cómo saciar las
necesidades vitales hasta cómo abordar los pesares subjetivos. Las religiones
siempre tuvieron en ello un rol preponderante. La irrupción de la ciencia y su
futuro desarrollo también son parte de la necesidad humana de contar con
instrumentos para la subsistencia, para la vida social y su reproducción,
aunque en ciertos aspectos de la vida, tanto individual como social, la ciencia
no se ocupó de todo, en especial de los fenómenos subjetivos. Los sentimientos,
los anhelos, el modo de relacionarse con los otros nunca fue objeto de la
ciencia. El que sufre no será interpelado por ella. Todo eso que la ciencia no
cuenta siempre fue abordado por diferentes saberes que alcanzaron legitimidad
debido a su eficacia, sin importar el porqué.
En su primera
tesis sobre Feuerbach, Karl Marx sostenía que “el defecto principal de todo el
materialismo precedente había sido el concebir a la realidad o la sensoriedad
como un objeto de contemplación, pero no como una actividad sensorial humana,
como una práctica ni tampoco de un modo subjetivo”. Por ende, señalaba Marx,
que todo el aspecto activo de la realidad fuera desarrollado por el idealismo,
“pero
sólo de un modo abstracto, ya que el idealismo, naturalmente, no conoce la
actividad real, sensorial, como tal”.
Este materialismo
criticado por Marx es tal vez la base filosófica de la ciencia positivista que
Freud cuestionaba. Por otra parte habría que señalar que toda esa parte activa
que la ciencia excluye tendrá una cierta vida autónoma que resistirá a ser
abordada por saberes diferentes al que esa vida misma construye.
Esa escisión
entre el saber de la ciencia y cualquier saber subjetivo o práctico es lo que
tanto Freud como Marx cuestionaron no
sólo desde el discurso de la teoría, sino principalmente a partir de llevar
adelante una práctica concreta, ya sea ésta clínica o política. La
interpretación de los sueños o la formulación del fetichismo de la mercancía
para dar dos ejemplos solamente. El discurso psicoanalítico no hubiera tenido
lugar sin la irrupción del discurso de la histérica, de igual forma que las
elaboraciones de Marx y Friedrich Engels no hubieran sido posibles sin la
emergencia y la lucha de ese sujeto llamado proletariado.
El
cuestionamiento que señalábamos más arriba está indisolublemente ligado a
prevenir el desplazamiento del sujeto. La ciencia es desde una óptica lacaniana
un saber sin sujeto, aunque paradójicamente Jacques Lacan formulara que el
sujeto del análisis es el sujeto de la ciencia.
Vayamos por partes.
La ciencia como enunciado no necesita a quien tal vez prodigó gran parte de su
vida para poder enunciarla. La ley de la gravedad ya no necesita ni de Newton
ni de la manzana que cayó sobre su cabeza mientras descansaba debajo del árbol.
Tampoco la tabla de multiplicar necesita que alguien diga que 3 x 3 es igual a
9 para que ese resultado sea correcto. Será 9 aunque lo diga cualquier hijo de
vecino. Si a alguien pudiera serle útil, será 9 aunque la especie humana haya
desaparecido. En la formulación de la ciencia, el sujeto quedará eclipsado aunque
haya sido el impulsor del proceso mismo de enunciación. Sin ese sujeto no
habría ciencia aunque ésta ya no lo nombre.
La ciencia para
serlo necesitó de aquellos que se plantearon determinados interrogantes y
enigmas. Por ese lugar y por la necesidad de una producción para intentar
aplacar el deseo de saber es por dónde Lacan equiparaba la ecuación señalada. El
sujeto de la ciencia es precisamente ése que la ciencia deja afuera provocándole una insatisfacción que lo caracteriza y lo marca. Vale
aclarar que no se trata de cualquier sujeto ubicado en la exterioridad de la
ciencia, sino de aquel que en el procedimiento mismo en el que la ciencia se
formula inevitablemente quedará excluido de su formulación.
Hablar de un sujeto de la
ciencia es una abstracción porque en verdad se trata de múltiples sujetos bien
concretos que se inscriben en un proceso histórico en el que se producen
diversos saberes y experiencias.
El pesar de Fausto
Resulta interesante indagar
en la literatura acerca de esa insatisfacción subjetiva. Citaremos el “Urfaust” o Fausto primitivo, que es un
conjunto de manuscritos que escribió Johann Wolfgang von Goethe hacia 1770-71,
cuando era estudiante en Estrasburgo. Fue la base del inmortal Fausto, publicado en 1808. El joven
Goethe impregnado del espíritu prerromántico del Sturm und Drang nos pintaba a
un Fausto de mediana edad que desnudaba la pedantería seudoracionalista por
entonces propia de los medios universitarios. La impostura de un saber que
satura a quienes lo ejercen de un profundo malestar. La escisión entre un saber
oficial y otro que habita en la oscuridad o en los márgenes de la sociedad
queda aquí bastante evidenciada.
Goethe comienza el
manuscrito mostrando a Fausto en una habitación de alta bóveda, estrecha y
gótica. El personaje se encuentra inquieto en su sillón y frente al pupitre. Fausto
empieza en tono de queja: “He estudiado, ay con arduo empeño, filosofía,
medicina, jurisprudencia. Y heme aquí pobre loco al cabo de los años, tan sabio
como antes. Me llaman doctor, me llaman profesor y van a ser diez años que
llevo a mis alumnos de las narices, hacia aquí, hacia allá, hacia arriba, hacia
abajo; y veo que no podemos saber nada. Esto me está desgarrando el corazón.
Sin duda soy algo más cuerdo que todos los asnos, escribas, curas y profesores;
no me atormentan ni escrúpulos ni dudas, no temo ni al diablo ni al infierno.
Pero a cambio de eso me veo despojado de toda alegría. ¡Hasta un perro
encontraría insoportable una vida como esta!”.
Y luego dice esperanzado: “Por eso me he dedicado a la magia. Tal vez
por la fuerza y la boca del espíritu, algún misterio me sea revelado y ya no
tendré que sudar amargamente explicando lo que yo mismo ignoro. Acaso llegue a
descubrir qué mantiene en lo más hondo unido al universo; acaso pueda
contemplar todas las fuerzas activas y los gérmenes. Y ya no tendré que
traficar más con palabras”.
Prosigue Fausto con unos
versos en los que le pide a la luna clara que su rayo lo alumbre en la pena que
lo abarca y que lo libere del peso torturante de la ciencia para bañarse sano
en el rocío lunar.
A diferencia de la
solución planteada por Goethe, el psicoanálisis puede interpelar la voz que
emana de “la boca del espíritu” y hacer que “el peso torturante de la ciencia” sirva
para construir un saber que no permita que el sujeto termine en las ciénagas de
la sinrazón. Un desafío de los tiempos que corren.
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