La crisis del capitalismo occidental, que se expresa no solamente en su faceta económica, sino también social y cultural, viene acompañada por la irrupción en el tablero geoestratégico, de nuevas potencias emergentes, que van produciendo un nuevo mapa multipolar, en reemplazo de la unipolaridad surgida hace poco más de dos décadas, tras el colapso de la URSS y toda la orbe del socialismo real, habiendo quedado reducida así, la llamada bipolaridad.
La actual crisis permite releer con fines prácticos, ciertas concepciones de otros tiempos que habían sido desterradas por el pensamiento único neoliberal, como lo es por ejemplo el relativismo cultural y la crítica del etnocentrismo.
En los tiempos álgidos de la bipolaridad, es decir de la guerra fría, no cabían proyectos de relativismo cultural ni de concepciones moleculares, y si se plantaban alternativas al respecto, también eran molares como “la teoría de los tres mundos” esbozada por Mao Tse Tung, y que no precisamente era coincidente con la existencia de muchos “mundos”.
Si bien ya en la década del ´50, el célebre etnólogo belga Claude Lévi- Strauss, en su Antropología Estructural, desde un naciente estructuralismo, cuestionaba al etnocentrismo y reivindicando a las diferentes culturas “llamadas primitivas” proponía un método de estudio, donde se hacía prevalente el relativismo cultural. Lévi- Strauss expresaba casi provocativamente, que entre civilizaciones “No hay progreso”, sino solamente diferencias.
El relativismo cultural sostiene que todas las culturas son equivalentes en su valor y no mensurables entre sí. Sólo podemos juzgar una cultura desde sus propios parámetros, y de ahí se desprende que todas las culturas son merecedoras de igual respeto, ya que cualquier valoración que se haga de una cultura "desde afuera" cae en los prejuicios del etnocentrismo. Lévi- Strauss sostenía que por definición todo universo cultural, es decir simbólico, por definición es completo, no le falta nada.
Si bien como señalábamos más arriba esta concepción relativista venía desde varias décadas atrás, fue en los ochenta cuando se hizo bastante popular, y tal vez porque la guerra fría había entrado en distensión, con la llegada de la Perestoika a Moscú, pero la moda duró poco, solamente hasta finales de la misma década cuando cayó la Unión Soviética y la bipolaridad quedó reducida a la unipolaridad, es decir a la hegemonía plena del mundo occidental encabezado por los EEUU, y donde todo el planeta debía aceptar la supremacía del Mundo Uno, bajo ese nuevo paradigma que irrumpía con toda fuerza: el neoliberalismo. La globalización de entonces no fue que ignorara la diversidad cultural, sino que su objetivo fue arrasarla para imponer lo que se llamó “discurso único”, y subsumir culturalmente a las mayorías de la aldea global.
La ofensiva en la economía de los nuevos emergentes, y política en los foros internacionales, y en los procesos de integración, hoy debiera ir acompañada no precisamente de una ofensiva, sino de una resistencia cultural a los viejos paradigmas por parte de los pueblos de las naciones ascendentes. El supuesto que opera en lo dicho anteriormente, es que economía y cultura si bien se desarrollan en una misma totalidad, lo hacen en temporalidades disímiles.
En el sentido expuesto un cierto y también “relativo” relativismo cultural forma parte de una reivindicación de las mayorías nacionales contra la imposición de verdades que se intentaron pasar como universales, y que en verdad se encontraban muy lejos de serlo, mucho más cuando el poder que sostenía a esa verdad comenzó a entrar en crisis de hegemonía.
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