Lo cierto es que el hecho trajo aparejado una ofensiva estadounidense contra el mundo islámico, en una supuesta Guerra Santa contra el terrorismo internacional, encarnado en Osama Bin Laden y Al Qaeda en particular, pero que presuponía incluir en el “eje del mal” a todos aquellos que en alguna medida pudieran cuestionar al poder global del gendarme mundial.
Una lectura poco hecha es que justamente el atentado del 11-S coincidía con el estrepitoso y paulatino derrumbe del neoliberalismo que se aproximaba. Al menos en la Argentina esto se produjo poco más de tres meses después, pero vaticinaba ya una crisis global de la especulación financiera que justamente era lo que las Torres simbolizaban, mientras que el hecho mismo, su alevosía, eran la muestra de la salida que el poder encuentra siempre ante sus crisis económicas, a saber, la guerra. La invasión a Irak estaba justificada de esta forma, pero lo que no pudieron resolver a través del despliegue bélico es que la crisis continuase abierta y que hoy a diez años del hecho, el mundo occidental, principalmente representado por los EEUU se halle en una crisis a la cual no le encuentren salida, y que se expande a lo largo del continente europeo, principal aliado de la potencia del Norte en sus aventuras guerreras.
No resulta casual que la última década haya sido la que encuentre a las naciones suramericanas buscando la integración definitiva, aislándose del torbellino que producen las odiseas tanto bélicas como financieras del mundo occidental, y acercándose a un nuevo eje emergente principalmente integrado por las potencias euroasiáticas que ofrecen un destino muy diferente al del cataclismo que aún perdura del derrumbe de las Torres, casi como si los escombros siguieran hoy salpicándolos en una suerte de cámara lenta, en un ralenti producido por una enfermedad terminal al cual la muerte no va a acudir espontáneamente.
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