Por Osvaldo Drozd
(para La Tecl@ Eñe)
Lo que sigue es un escrito que está
pensando en algunas ideas expresadas por el psicoanalista Jorge Alemán en una entrevista publicada recientemente por La
Tecl@ Eñe, pero por sobre todo intenta auto
responder a quien esto escribe por posiciones sostenidas hace más de tres
décadas, tras descubrir a Freud y Lacan –en los albores del retorno de la
democracia-, acarreando con un maoísmo adquirido en los años setenta.
En la historia humana siempre
existieron las revueltas sociales y con ellas la irrupción de sujetos que
trastocaron las ideologías dominantes. En sociedades en donde prima lo desigual
esto resulta inevitable y teniendo en cuenta que hasta hoy no existen formaciones
sociales igualitarias ello no se detendrá. Siempre habrá conflictos y voces
libertarias. Lo que puede variar son las intensidades, las proporciones. Lo que
habría que precisar es que la existencia de sujetos transformadores no puede
estar supeditada a imperativos éticos o morales. Ellos son resultado de las
tensiones estructurales de su tiempo. Presuponer lo primero es conservar cierto
sedimento religioso.
En Sobre el concepto de la
historia Walter Benjamin decía que “Existe un acuerdo secreto entre
las generaciones pasadas y la nuestra. Y como a cada generación que vivió antes
que nosotros, nos ha sido dada una débil fuerza mesiánica sobre la que el
pasado exige derechos. No se debe despachar esta exigencia a la ligera. Algo
sabe de ello el materialismo histórico”. Benjamin se refería a este acuerdo
señalando que en el pasado histórico siempre se anuda un índice temporal que es
remitido a la salvación. Ya que en ese pasado habitarían todos esos hechos con
los que se construye la idea de felicidad.
Convengamos en que la gran revolución
teórica realizada por Carlos Marx promediando el SXIX, fue el haberle dado un
marco científico y riguroso, a las diferentes expresiones contestatarias de la
larga historia humana. El genio de Marx fue ponerle límite a las ensoñaciones
utópicas. Consistió principalmente en darle una racionalidad comprobable a las
diferentes revueltas. Es por ello que bien vale recordar que el marxismo no es
otra cosa que una “guía para la acción”. Una guía extremadamente rigurosa. De igual
forma, contrario a las diversas experiencias ideológicas y hermenéuticas, fue
Sigmund Freud quien construyó una ciencia de la interpretación. No de la
interpretación del Universo y el alineamiento del Cosmos, sino de la
deconstrucción de todos esos fragmentos residuales que el sujeto humano enuncia
sin saber que lo hace.
Si desde diferentes sectores que son
partidarios del materialismo histórico y dialéctico alguna vez se dijo que lo
de Freud no era más que una refundación contemporánea de la metafísica y el
idealismo, habría que saber que esos mismos detractores son los que
señalaron eso sin tener en cuenta el nacimiento de una nueva disciplina
científica como es la lingüística. Fue Ferdinand de Saussure quien con el
concepto material de significante pudo permitir que inscribamos una gran
cantidad de material que cierto materialismo deshecha sin poder explicar por
otro lado de dónde proviene un delirio o un lapsus. Mucho menos dar cuenta de
la poesía y por ende suponer que la superestructura social no es más que una
ilusión que surge del reflejo espontáneo de las relaciones de producción. Fue
Jaques Lacan quien utilizando el concepto lingüístico de significante pudo
modelar la experiencia freudiana y darle un inusitado marco conceptual. Todo lo
que Freud pudo concebir a partir de los sueños, los lapsus, los chistes, el
olvido, pudo ser encuadrado a partir del enunciado que dice: “El
inconsciente está estructurado como un lenguaje”.
Un psicoanalista trabaja con palabras.
No resulta ocioso recordar que para Lacan el cuerpo se inscribe en el registro
de lo imaginario. De un imaginario sólo factible de incluir en el discurso
psicoanalítico. Para un científico de la lucha de clases, no es posible señalar
lo mismo. Psicoanálisis y marxismo no pueden ser concebidos como una unión de
conjuntos, sino tal vez, como una ocasional intersección. Desde ese punto
lejano ambas disciplinas pueden decir bastante sobre la otra.
Concretamente hay que señalar que el
psicoanálisis aborda a un sujeto que para el marxismo está determinado en
última instancia por lo económico y que en la experiencia freudiana eso quizá
se traduzca como satisfacción de las pulsiones, como lust y unlust. Lo que
Lacan llamó el goce. Si el psicoanálisis aborda a un sujeto que es determinado
por un significante que lo representa ante otro símil hay que decir que en el
marxismo se trata del sujeto y también del objeto. Ubicado este último no en un
lugar imposible sino en uno a transformar. Un lugar que debe conocerse, como
señalaba Gramsci, con “la precisión de las ciencias naturales”,
ya que es la estructura económica la que determinará en última instancia las
posibilidades que se dirimen en la superestructura. Sin la existencia objetiva
de la clase obrera y la incipiente industria, el marxismo no hubiera existido.
No se trata de una afirmación dogmática sino de un cuestionamiento a diversas
posiciones revisionistas que reniegan de las “condiciones objetivas”. Sin ellas
el marxismo pierde toda su originalidad y se retrotrae a posiciones
subjetivistas y voluntaristas propias del socialismo utópico. Para que no se
malentienda lo dicho no se trata de negar el rol de la subjetividad en la
estructura social sino del intento de ubicarla en su lugar correspondiente.
En la carta que Friedrich Engels le
enviara a Ernst Bloch en septiembre de 1890 se podía leer que: “....Según la
concepción materialista de la historia, el factor que en última
instancia determina la historia es la producción y la reproducción de
la vida real. Ni Marx ni yo hemos afirmado nunca más que esto. Si alguien lo
tergiversa diciendo que el factor económico es el único determinante,
convertirá aquella tesis en una frase vacua, abstracta, absurda. La situación
económica es la base, pero los diversos factores de la superestructura que
sobre ella se levanta -las formas políticas de la lucha de clases y sus
resultados, las Constituciones que, después de ganada una batalla, redacta la
clase triunfante, etc., las formas jurídicas, e incluso los reflejos de todas
estas luchas reales en el cerebro de los participantes, las teorías políticas,
jurídicas, filosóficas, las ideas religiosas y el desarrollo ulterior de éstas
hasta convertirlas en un sistema de dogmas- ejercen también su influencia sobre
el curso de las luchas históricas y determinan, predominantemente en muchos
casos, su forma. Es un juego mutuo de acciones y reacciones entre
todos estos factores, en el que, a través de toda la muchedumbre infinita de
casualidades (es decir, de cosas y acaecimientos cuya trabazón interna es tan
remota o tan difícil de probar, que podemos considerarla como inexistente, no
hacer caso de ella), acaba siempre imponiéndose como necesidad el movimiento
económico. De otro modo, aplicar la teoría a una época histórica cualquiera
sería más fácil que resolver una simple ecuación de primer grado”. Agregaba
Engels que: “Somos nosotros mismos quienes hacemos nuestra historia, pero la
hacemos, en primer lugar con arreglo a premisas y condiciones muy concretas.
Entre ellas, son las económicas las que deciden en última instancia. Pero
también desempeñan su papel, aunque no sea decisivo, las condiciones políticas,
y hasta la tradición, que merodea como un duende en las cabezas de los
hombres”.
En Los conceptos elementales
del materialismo histórico, Marta Harnecker señalaba que “Las clases
sociales no son los sujetos creadores de las estructuras sociales. Son, por el
contrario, como dice Marx, los ‘portadores’ (Träger) de determinadas
estructuras, los actores de un drama que no han construido”.
La marxista chilena discípula de Louis
Althusser, recordaba en ese escrito que: “En primer lugar, debemos advertir que
la palabra alemana Träger tiene en español (y en francés) dos significados muy
diferentes: “soporte” y “portador”. El primer término (soporte) indica la idea
de sostener, de ser la base de algo, de servir de apoyo a algo y en este
sentido la utiliza Marx cuando afirma que ‘las condiciones materiales son los
soportes (Träger) de las relaciones sociales’, agregando luego que “El segundo
término (portador) significa, por el contrario, tomar sobre sí, llevar consigo,
y en este sentido lo utiliza Marx cuando afirma que ‘el capitalista
sólo es el capital personificado’, que ‘sólo funciona en el
proceso de producción como portador (Träger) del capital’”. Y remata
Harnecker señalando que “Al afirmar el marxismo que las clases son los
portadores de determinadas estructuras está rechazando toda concepción
voluntarista acerca de las clases sociales”.
Para darle cierta exhaustividad a este
escrito bien vale otra referencia bibliográfica necesaria. Walter Benjamin
señalaba en el texto ya citado Sobre el Concepto de la historia:
“La lucha de clases, que no puede escapársele de vista a un historiador educado
en Marx, es una lucha por las cosas ásperas y materiales sin las que no existen
las finas y espirituales. A pesar de ello estas últimas están presentes en la
lucha de clases de otra manera a como nos representaríamos un botín que le cabe
en suerte al vencedor” agregando luego que en la lucha de clases ellas están
vivas “como confianza, como coraje, como humor, como astucia, como denuedo, y
actúan retroactivamente en la lejanía de los tiempos. Acaban por poner en
cuestión toda nueva victoria que logren los que dominan. Igual que flores que
tornan al sol su corola, así se empeña lo que ha sido, por virtud de un secreto
heliotropismo, en volverse hacia el sol que se levanta en el cielo de la
historia. El materialista histórico tiene que entender esta modificación, la
más imperceptible de todas”.
La derrota
En la entrevista citada a Jorge Alemán
que fuera publicada por este sitio, Alemán nos recuerda bien que “la palabra
Revolución ha perdido su eficacia simbólica” y que “no disponemos de entrada de
un sujeto histórico ya constituido y que sea operativo”.
Durante las largas campañas realizadas
por el imperio Romano para anexar territorios, un general imperial tras
derrotar a un pequeño reino del norte de África, se acercó al rey depuesto y
con su espada le trazó en la arena alrededor de sus pies una circunferencia que
lo dejaba adentro. No le estaba permitido al monarca derrotado poder salir de
los límites de la figura geométrica. Si lo intentaba moriría inmediatamente.
Conservemos este relato como metáfora.
Tras el colapso de la Unión Soviética y
todo el conglomerado de naciones afines, el derrumbamiento del Muro de Berlín y
el supuesto triunfo del relato capitalista, la Revolución pasó a ser una joya
de coleccionistas de antigüedades. Si en los años 70 uno podía sorprenderse
cualquier mañana con la noticia de una nueva revolución, a partir de los 90 se
imponía un rígido sistema en el que la Revolución se convertía en un
significante forcluido de lo simbólico. Era el triunfo de la
democracia liberal. Los sectores populares y los obreros del mundo quedaban enmarcados
en una circunferencia que no podían transgredir. Las razones de esta derrota no
eran nada más que simbólicas, representaban una derrota material y objetiva.
Para ser más precisos: en la Argentina, durante el gobierno de Carlos Menem la
cifra de desempleo llegaría a poco más del 24 % de la PEA (Población
Económicamente Activa) cuando pocos años antes las cifras podían coincidir con
el escaso margen con el que se puede considerar que una formación social cuenta
con Pleno Empleo. La derrota de la clase obrera comenzó a ser objetiva.
Con ello la estructura social se transformaba sustancialmente.
El planteo revolucionario que habían
hecho Marx y Engels en el Manifiesto Comunista tenía como
soporte la existencia de un proletariado objetivamente enfrentado a la
burguesía de ese tiempo. Esta última había construido así su propio
sepulturero. Si bien hoy el modo de producción capitalista sigue siendo el
principal componente de las formaciones sociales concretas, hay que ver que las
mismas son agrietadas, extremadamente desiguales, carentes de homogeneidad y
donde también pueden vislumbrarse embriones de modos de producción emergentes a
partir del crecimiento de las denominadas economías sumergidas (narcotráfico,
trata, esclavización, etc.) y del desplazamiento creciente del capital
industrial por el especulativo. En ese nuevo escenario no desaparece el
proletariado pero sus capacidades objetivas de ruptura ya no son iguales. No es
lo mismo un cinturón urbano en el que crecen asentamientos de desplazados que
los viejos cordones industriales en donde germinaban formas insurreccionales.
Con la llegada del neoliberalismo hace
casi ya tres décadas, quedamos sujetos y enmarcados en una forma de hacer
política que no admite salirse de la circunferencia referida anteriormente.
Pensar la transformación social preso del paradigma dominante implica saber los
condicionamientos concretos para que en un proceso social se pueda derrumbarlos
y construir lo nuevo.
En tal sentido vale como ejemplo
concreto la experiencia que se está llevando adelante en Bolivia y que ellos
llaman el proceso de cambio. Bien señalaba el vicepresidente Álvaro García
Linera que ese proceso había comenzado con la Guerra del Agua en el 2000, se
incrementó con poderosas lucha populares como la Guerra del Gas en 2003 y
llevarían a que en 2005 se impusiera Evo Morales en las elecciones
presidenciales como candidato del Movimiento al Socialismo. García Linera habla
de diferentes fases del proceso de cambio, a saber, la gran movilización para
la reforma de la constitución por un lado, y de vital importancia, la gran
respuesta del pueblo en 2008 para derrotar a los sectores golpistas. La
verdadera democracia no debe considerarse como algo ya establecido sino como el
largo proceso de marchas y contramarchas hacia un mundo mejor.
Berisso, 3 de abril de 2017
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