2009/01/20

Bernardo de Monteagudo, un intelectual orgánico.


En la escuela nos enseñaron que nuestros próceres eran tipos abnegadas, valientes y honrados, y que ellos habían luchado por la emancipación americana de la corona española, pero tal vez lo más significativo de todo ello es lo que nunca aprendimos.
Bernardo de Monteagudo, nacido en Tucumán en 1789 y asesinado en Lima en 1825 fue uno de los íconos más sobresaliente de la intelectualidad sudamericana que se iría a transformar en un verdadero cuadro revolucionario. Monteagudo fue un jacobino, es decir un militante orgánico, que respondía a una organización de vanguardia.
El 25 de mayo de 1809 encabezó la rebelión de Chuquisaca, la más célebre de la gesta emancipatoria. Luego activó en Buenos Aires hasta el momento en que bajo el mando militar de José de San Martín fuera parte de las luchas por las independencias de Chile y del Perú. Fue auditor del Ejercito de los Andes y redactor de la Declaración de la Independencia Chilena. Tras la independencia del Perú, Monteagudo pasó a ser Ministro de Guerra y Marina y, más tarde, de Gobierno y Relaciones Exteriores de aquella nación liberada.
Por aquel entonces también fue colaborador de Simón Bolívar.
Monteagudo fue un verdadero ideólogo de la emancipación sudamericana, un intelectual orgánico, que nos dejó gran cantidad de escritos.
En su memoria a casi 200 años de Chuquisaca, les voy a dejar un artículo publicado en la Gaceta de Buenos Aires el 14 de febrero de 1812.

LIBERTAD- Bernardo de Monteagudo (1812)

La LIBERTAD no es sino una propiedad inalienable e imprescriptible que goza todo hombre para discurrir, hablar y poner en obra lo que no perjudica a los derechos de otro ni se opone a la justicia, que se debe a sí mismo. Esta ley santa derivada del consejo eterno no tiene otra restricción que las necesidades del hombre y su propio interés: ambos le inspiran el respeto a los derechos de otro, para que no sean violados los suyos: ambos le dictan las obligaciones a que está ligado para con su individuo y de cuya observancia pende la verdadera LIBERTAD. Ninguno es libre si sofoca el principio activo y determinante de esa innata disposición; ninguno es libre si defrauda la LIBERTAD de sus semejantes, atropellando sus derechos: en una palabra, ninguno es libre si es injusto. Bien examinadas las necesidades del hombre se verá que todos sus deberes resultan de ellas y se dirigen a satisfacerlas o disminuirlas; y por consiguiente nunca es más libre que cuando limita por reflexión su propia LIBERTAD, mejor diré, cuando usa de ella. ¿Y podrá decirse que usa de su razón el que la contradice y se desvía de su impulso? de ningún modo. ¿Podrá decirse que usa de ella el que por seguir un capricho instantáneo se priva de satisfacer una necesidad verdadera? tampoco: pues lo mismo digo de la LIBERTAD que no es sino el ejercicio de la razón misma: aquélla se extiende por su naturaleza a todo lo que ésta alcanza, y así como la razón no conoce otros límites que lo que es imposible, bien sea por una repugnancia moral o por una contradicción física, de igual modo la LIBERTAD.sólo tiene por término lo que es capaz de destruirla o lo que .excede la esfera de lo posible. No hablo aquí de la LIBERTAD natural que ya no existe ni de ese derecho limitado que tiene el hombre a cuanto le agrada en el estado salvaje: trato sí de la LIBERTAD civil, que adquirió por sus convenciones sociales y que hablando con exactitud es en realidad más amplia que la primera. No es extraño: las fuerzas del individuo son el término de la LIBERTAD natural, y la razón nivelada por la voluntad general señala el espacio a que se extiende la LIBERTAD civil. Yo sería sin duda menos libre si en circunstancias fundase mis pretensiones en el débil recurso de mis fuerzas: cualquier hombre más robusto que yo frustraría mi justicia, y el doble vigor de sus brazos fácilmente eludiría mis más racionales esperanzas: yo no tendría propiedad segura y mi posesión sería tan precaria como el título que la fundaba. Por el contrario: mi LIBERTAD actual es tanto más firme y absoluta, cuando ella se funda en una convención recíproca que me pone a cubierto de toda violencia: sé que ningún hombre podrá atentar impunemente este derecho, porque en su misma infracción encontraría la pena de su temeridad, y desde entonces dejaría de ser libre, pues la sujeción a un impulso contrario al orden es esclavitud, y sólo el que obedece a las leyes que se prescriben en una justa convención goza de verdadera LIBERTAD. Todo derecho produce una obligación esencialmente anexa a su principio, y la existencia de ambos es de tal modo individual, que violada la obligación se destruye el derecho. Yo soy libre, sí, tengo derecho a serlo; pero también lo son todos mis semejantes, y por un deber convencional ellos respetarán mi LIBERTAD, mientras yo respete la suya: de lo contrario falto a mi primera obligación que es conservar ese derecho, pues violando el ajeno consiento en la violación del mío. Aun digo más, yo empiezo a dejar de ser libre si veo con indiferencia que un perverso oprime o se dispone a tiranizar al más infeliz de mis conciudadanos: su opresión reclama mis esfuerzos; e insensiblemente abro una brecha a mi LIBERTAD si permito, que quede impune la violencia que padece. Luego que su opresor triunfe por la primera vez él se acostumbrará a la usurpación; con el tiempo formará un sistema de tiranía y sobre las ruinas de la LIBERTAD pública elevará un altar terrible, delante del cual vendrán a postrar la rodilla cuantos hayan recibido de sus manos las cadenas. Americanos en vano declamaréis contra la tiranía si contribuís o toleráis la opresión y servidumbre de los que tienen igual derecho que nosotros: sabed que no es menos tirano el que usurpa la soberanía de un pueblo que el que defrauda los derechos de un solo hombre: el que quiere restringir las opiniones racionales de otro, el que quiere limitar el ejercicio de las facultades físicas o morales que goza todo ser animado, el que quiere sofocar el derecho que a cada uno le asiste de pedir lo que es conforme a sus intereses, de facilitar el alivio de sus necesidades, de disfrutar los encantos y ventajas que la naturaleza despliega a sus ojos; el que quiere en fin degradar, abatir y aislar a sus semejantes, es un tirano. Todos los hombres son igualmente libres: el nacimiento o la fortuna, la procedencia o el domicilio, el rango del magistrado o la última esfera del pueblo no inducen la más pequeña diferencia en los derechos y prerrogativas civiles de los miembros que lo componen. Si alguno cree que_ porque preside la suerte de los demás, o porque ciñe la espada que el Estado le confió para su defensa, goza mayor LIBERTAD que el resto de los hombres, se engaña mucho, y este solo delirio es un atentado contra el pacto social. El activo labrador, el industrioso comerciante, el sedentario artista, el togado, el funcionario público, en fin, el que dicta la ley, y el que la consiente o sanciona con su sufragio, todos gozan de igual derecho, sin que haya la diferencia de un solo ápice moral: todos tienen por término de su independencia la voluntad general y su razón individual: el que lo traspasa un punto ya no es libre, y desde que se erige en tirano de otro, se hace esclavo de sí mismo. Desengañémonos: nuestra LIBERTAD jamás tendrá una: base sólida si alguna vez perdemos de vista ese gran principio de la naturaleza, que es como el germen de toda la moral: jamás hagas a otro lo que no quieras que hagan contigo. Si yo no quiero ser defraudado en mis derechos tampoco debo usurpar los de otro: la misma LIBERTAD que tengo para elegir una forma de gobierno y repudiar otra, la tiene aquel a quien trato de persuadir mi opinión si ella es justa, me da derecho a esperar que será admitida: pero la equidad me prohíbe el tiranizar a nadie. Por la misma razón yo me pregunto ¿qué pueblo tiene derecho a dictar la constitución de otro? Si todos son libres, ¿podrán sin una convención expresa y legal recibir su destino del que presuma más fuerte? ¿Habrá alguno que pueda erigirse en tutor del que reclama su mayoridad, y acaba de quejarse ante el tribunal de la razón del injusto pupilaje a que la fuerza lo había reducido? Los pueblos no conocen sus derechos: la ignorancia los precipitaría en mil errores, ¿y yo tengo derecho a abusar de su ignorancia y eludir su LIBERTAD a pretexto de que no la conocen? No. por cierto. Yo conjuro a todos los directores de la opinión, que jamás pierdan de vista los argumentos con que nosotros mismos impugnamos justamente la conducta del gobierno español con respecto a la América. Toda constitución que no lleve el sello de la voluntad general, es injusta y tiránica: no hay razón, no hay pretexto, no hay circunstancia que la autorice. Los pueblos son libres, y jamás errarán si no se les corrompe o violenta. Tengo derecho a decir, lo que pienso, y llegaré por grados a publicar lo que siento. Ojala contribuya en un ápice a la felicidad de mis semejantes, a esto se dirigen mis deseos, y yo estoy obligado a apurar mis esfuerzos. Juro por la patria, que nunca seré cómplice con mi silencio en el menor acto de tiranía, aun cuando la pusilanimidad reprenda mis discursos, y los condene la adulación. Si alguna vez me aparto de estos principios, es justo que caiga sobre mí la execración de todas las almas sensibles; y si mi celo desvía mi corazón, ruego a los que se honran con el nombre de patriotas, acrediten que aman la causa pública y, no que aborrecen a los que se desvelan por ella.

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